viernes, 26 de mayo de 2017


LA CAMA

Leyendo el Kâma-sûtra volví a pensar en la importancia que tiene la cama, donde se hace el amor y se pasa casi la mitad de la vida. Además, quién no ha soñado alguna vez con dormir en una cama reclinable, redonda y giratoria, con una estructura maciza de madera lacada, un colchón confortable que tenga un alma de resortes, una almohada rellenada con plumas de ganso y una colcha suave como la piel de mujer.

En el Kâma-sûtra, ese famoso tratado sobre el arte de amar, el sabio Vatsyayana nos refiere las condiciones que debe reunir la cama para hacer más agradable la relación conyugal y ensayar las sesenta y cuatro posturas distintas de la cópula carnal, en medio de un dormitorio que responde a las necesidades del cuerpo y del alma. Según Vatsyayana, para que la pasión erótica sea aventura inolvidable, la casa debe estar situada cerca de una fuente de agua rodeada por un jardín; debe tener habitaciones, fragantes de perfumes, con una cama blanda algo más baja en su parte central, con guirnaldas y ramos de flores sobre ella, un dosel por encima y dos almohadas, una a la cabecera y otra a los pies.

Debe haber un taburete sobre el cual colocar los ungüentos para la noche, botes que contengan colirio y productos para perfumar la boca. Es decir, para el sabio hindú, la cama deja de ser una simple hamaca, un mullido de paja o un armazón -en el cual se ponen jergón, colchón, sábanas, mantas, colcha y almohadas-, para trocarse en un objeto que estimula la fantasía sexual y despierta la pasión erótica, sobre todo, sabiendo que tanto el hombre como la mujer tienen los mismos deseos y derechos a la hora de meterse en la cama, donde todos los lados son igual de importantes, al menos si se tiene la intención de poner en práctica, además del estilo de misionero, las sesenta y cuatro posturas distintas recomendadas en el Kâma-sûtra.

La cama, desde tiempos inmemoriales, es un pequeño escenario donde se dan cita no sólo los acróbatas y contorsionistas del arte de amar, sino también los hombres y las mujeres comunes que necesitan relajarse del cansancio y buscar el placer sexual con los medios que están a su alcance. La cama es, pues, un territorio donde el acto sexual adquiere dimensiones sacramentales, como el rito hindú, en el cual una pareja, antes de acostarse, debe asearse el cuerpo, limpiarse los dientes, aplicarse ungüentos y perfumes. El hombre debe afeitarse la cabeza, la cara y lavarse el miembro desde los testículos hasta la glande; en tanto la mujer, aparte de asear cuidadosamente sus intimidades, colorear sus ojos y labios, debe lubricarse con aceite y adornar su cuerpo con alhajas.

Evolución de la cama

La cama ha sido -y seguirá siendo- una de las mejores y necesarias invenciones del hombre, quien, incluso antes de erguirse de su condición de primate, buscó un sitio para pasar las horas de sueño, aunque primero inventó la almohada y después la cama. Transcurrió mucho tiempo antes de que el hombre primitivo dejara de dormir en camastros de hojas y hamacas de raíces trenzadas.


En la Biblia, Jacobo tenía una piedra de cabecera y en la China antigua se usaban almohadas hechas con cañas de bengala. Pasito a paso, las almohadas adquirieron patas y también un cielo que las tapa. Los emperadores hicieron de la cama su segundo trono, y desde allí, desde esas camas, que lucían patas con garras de leones, impartían órdenes a sus súbditos, allí se apoltronaban para conversar, comer, beber, amar, dormir y morir con la felicidad metida en el alma.

Los baldaquines del renacimiento, más que camas, parecían casas y las camas brocadas, talladas en la época barroca, podían servir como escenarios para orgías perpetuas. No obstante, entre estas camas, la que se lleva la rosa, por su tamaño y forma, es la mencionada por William Shakespeare en uno de sus dramas; la cama tiene una superficie de once metros cuadrados y se dice que en ella durmió Charles Dickens. En la actualidad, esta cama se conserva como pieza rara en un Museo Británico.

Las camas no siempre han sido iguales a lo lago de la historia, sino diferentes de época a época y de cultura a cultura. Esquematizando, se puede mencionar la cama sencilla del tipo griego, una superficie plana sobre cuatro patas; la cama redonda, donde duermen varias personas juntas; la cama turca, sin cabecera y a modo de sofá sin respaldo ni brazos; la cama vientre, cerrada como una habitación de paneles que separan del mundo y corresponde al período medieval; la cama con baldaquines, que decoran el sueño vestido de lujo y protegen de las agresiones externas; la cama abierta, donde sólo se protege la cabeza de la pared y los pies del vacío.

En el siglo XV aparecen las primeras camas con paneles y columnas ricamente ornamentadas. Esta moda permanece hasta el siglo XVII. En el atrio del siglo XVIII se aligeran los brocados y vuelve a surgir la madera. Cabeceras y columnas talladas pueden verse tras los satenes y tafetanes. Con Luis XVI se vuelve a la cama simple, de sencilla elegancia y trazo neoclásico, con cabecera y pie tapizados. Hay camas que transmiten ideologías en su ornamentación para remarcar la importancia social de su usuario, como las construidas durante la revolución francesa, donde renacen los drapeados y las camas se llenan de símbolos, lanzas y gorros frígidos, o la que construyó Fabergén en plata y con cuatro esculturas móviles para cuidar los sueños eróticos de un maharaja caprichoso.


En Europa, hasta la Edad Media, no se distinguía el sitio para dormir de las otras habitaciones de la casa, a diferencia de lo que sucede en la época moderna, en la que el dormitorio es un espacio físico independiente y cuya función no sólo está destinada a relajar el cansancio del cuerpo, sino a hacer del sueño una realidad y del amor una fantasía. En tal virtud, las recámaras y dormitorios son los sitios más atractivos de una casa, pues allí se concentra el calor del hogar y allí se refugian los individuos desde el nacimiento hasta la muerte.

La manía de escribir en la cama

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, donde el individuo habita por completo y saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Ramón María del Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.


Las camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se escapa.

Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado de mujeres adornadas con joyas y velos, sino apenas de almohadas que relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger mi pipa, llenarla de tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el diccionario de sinónimos, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y una computadora en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba en la cama.

De modo que escribir en la cama es también una manía de escritor, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera de quienes tienen la manía de escribir.

sábado, 20 de mayo de 2017


TANIA, LA GUERRILLERA INOLVIDABLE

Cuando Tamara Bunker (Tania) llegó a Bolivia en noviembre de 1964, con el nombre de Laura Gutiérrez, de nacionalidad argentina y profesión etnóloga, en la frontera andina se le anticipó un viento que hablaba la lengua aymara.

Tania vivió en La Paz dando la apariencia de ser una persona pudiente y, valiéndose de su vasta cultura e inteligencia, empezó a hilar amistad con personalidades afines a la cúpula del gobierno. Así, camuflada, se mantuvo por mucho tiempo, sin que nadie sospechara de ella, ni siquiera los presidentes René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, junto a quienes emerge su imagen en una fotografía captada durante una concentración campesina.

Al iniciar la fase de preparación y organización de la lucha armada, Tania era ya un engranaje indispensable en el desarrollo del trabajo urbano de la guerrilla, aunque la idea general de su utilización por el Che –recuerda Harry Villegas (Pombo)– no era de que participara directamente en la ejecución de acciones, sino que, dadas las posibilidades de conexiones en las altas esferas gubernamentales y dentro de los medios donde se podía obtener algún tipo de información estratégica y de importancia táctica, dedicarla abiertamente a este tipo de tarea y mantenerla como reserva, desde el punto de vista operativo, que en un momento determinado fuera necesario utilizar a una persona que no fuese sospechosa, contándose con alguien confiable para poder realizar el ocultamiento de algunos compañeros e incluso la recepción de algún mensajero que viniese con algo extremadamente importante.

En diciembre de 1966, en vísperas de Año Nuevo, Tania y Mario Monje llegaron al campamento guerrillero, donde los esperaba el Che. Su llegada fue un verdadero júbilo para todos, no sólo porque la conocían desde Cuba, sino también porque llevó consigo grabaciones de música latinoamericana.

En esa ocasión, el Che habló primero con Tania y después con Monje. A Tania le dio la instrucción de viajar a Argentina para entrevistarse con Mauricio y Jozami, y citarlos al campamento. A Monje, que pretendía detentar el mando supremo de la lucha armada, le dijo: la dirección de la guerrilla la tengo yo y en esto no admito ambigüedades, porque tengo una experiencia militar que tú no tienes. A lo que Monje contestó: mientras la guerrilla se desarrolle en Bolivia, el mando absoluto lo debo tener yo (...) Ahora si la lucha se efectuara en Argentina, estoy dispuesto a ir contigo aunque no más fuera para cargarte la mochila.

Apenas Tania cumplió su misión, sorteando los diversos obstáculos, retornó acompañada, entre otros, de Ciro Bustos (sobreviviente de la guerrilla de Salta). Y desacatando las instrucciones del Che, quien la ordenó no regresar a Camiri porque corría el riesgo de ser detectada, condujo en su jeep a Régis Debray, Ciro Bustos y otros, a la Casa de Calamina en Ñancahuazú.

Éste fue su tercer y último viaje a la base guerrillera, puesto que a partir de entonces se incorporaría a la lucha armada. Es decir, a compartir con sus compañeros todo cuanto aprendió en Cuba. El Che, considerándola una combatiente más, le entregó un fusil M-1.

Su adaptación al medio geográfico fue asombrosamente rápida, a pesar del terreno abrupto. Había momentos en que hubo que colgarse por sogas –dice Pombo–, en que hubo que gatear, prácticamente, arañando sobre las rocas, y podemos decir con toda sinceridad que Tania lo hizo en muchísimos casos con más efectividad que algunos compañeros, que, siendo hombres, tampoco estaban adaptados a este tipo de condiciones de vida.


No obstante, meses después, debido a su delicado estado de salud, el Che la dejó en el grupo de la retaguardia, donde habían algunos elementos considerados resacas, y donde el valor estoico de Tania sirvió de ejemplo a varios de sus compañeros, junto a quienes, cuatro meses más tarde, caería acribillada en la emboscada de Vado del Yeso.

A fines de agosto de 1967, la tropa guerrillera, comandada por Vilo Acuña Núñez (Joaquín), salió al Río Grande y, orillándolo, llegó al cabo de una jornada a la casa de Honorato Rojas, de quien, meses antes, dijo el Che: El campesino está dentro del tipo; capaz de ayudarnos, pero incapaz de prever los peligros que acarrea y por ello potencialmente peligroso.

Cuando la retaguardia contactó a rojas, nadie pensó que la delación de este cobarde los arrojaría bajo el fuego enemigo. En efecto, el día en que fue apresado junto a otros campesinos, se comprometió a colaborar con las tropas del regimiento Manchego 12 de Infantería.

Por la noche, los guerrilleros durmieron en la casa del campesino y, al despuntar el alba, se retiraron, previo al acuerdo de que al día siguiente los guiaría, por un paso corto, hacia el Vado del Yeso.

Esa misma noche, una compañía de soldados, dirigida por el capitán Mario Vargas, marchó en dirección al Masicuri Bajo. Al otro día, el jefe del destacamento discutió los últimos detalles del plan con Rojas. Usted haga lo que los guerrilleros le han pedido –le dijo–. Pero hágalos cruzar el Vado exactamente donde yo le diga y no más tarde de las tres.

El 31 de agosto, a la hora convenida, los guerrilleros se encontraron con el campesino, quien les guió un trecho y les indicó el Vado. De súbito, la columna guerrillera hizo un alto y el teniente Israel Reyes (Braulio), como presintiendo el holocausto anunciado, dijo: Hay muchas pisadas por este lugar. El campesino, dubitativo, contestó: Son mis hijos vigilando a los chanchos.

Los guerrilleros caminaron un trecho y, antes de que el sol declinara a su ocaso, el campesino se despidió dándoles la mano. Luego se alejó sin volver la mirada, mientras su camisa blanca servía como señal a los soldados agazapados en las márgenes del río, prestos a presionar el dedo en el gatillo.

El capitán Vargas, al detectar a los guerrilleros entre los árboles que sombreaban el sendero, levantó los prismáticos a la altura de sus ojos y divisó la imagen física de Tania; era una mujer blanca en medio de la estepa verde, delgada por las privaciones de la lucha. Llevaba pantalones moteados, botines de soldado, blusa desteñida, mochila y fusil al hombro.

La distancia entre las tropas se hizo cada vez más corta. Braulio se internó en la emboscada y los soldados apuntaron sus armas contra los guerrilleros.

Braulio fue el primero en sentir el roce tibio del agua. Volteó la cabeza y, machete en mano, ordenó cruzar el río. Tania avanzaba en la retaguardia, antecedida por un guerrillero boliviano a quien el Che lo llamó resaca. Cuando se hubieron sumergido en el agua -excepto José Castillo-, con la mochila pesada y sosteniendo el arma sobre la cabeza, el capitán Mario Vargas impartió la orden de abrir fuego.

Los tiros vibraron como alambres tensos y, en medio de un torbellino de agua y cuerpos, los combatientes fueron cayendo en ademanes de fuga. Quienes no murieron en la primera descarga, se dejaron arrastrar por la corriente o se zambulleron. Braulio, haciendo ágiles contorsiones, disparó contra un soldado que estaba en el flanco, mientras los otros fallecían dando tiros en el aire. Tania intentó manipular su fusil con destreza, pero una bala le atravesó el pulmón y la tendió sobre el remanso.

Entre las ropas chamuscadas, la sangre y los cadáveres, quedaron dos prisioneros y otro que se escabulló en la maleza, hasta que una patrulla de rastrillaje dio con él y lo acribilló en el acto.

Al cabo de la masacre, los soldados, que disparaban todavía contra todo bulto que flotaba en el agua, no dieron con el cadáver de Tania. El médico José Cabrera Flores (Negro), al verla herida, quiere salvarla y se deja arrastrar por la corriente. El médico sale a la orilla arrastrando el cuerpo de la guerrillera. Verifica que está muerta, abandona el cadáver y vaga por los senderos, hasta que lo encuentran por el rastreo de los perros. El médico es asesinado por el sanitario de la patrulla que lo capturó.

Los soldados prosiguen la búsqueda de Tania y, a los siete días, encuentran su cadáver en la orilla. Se encontró también la mochila, con algo que tanto quiso a lo largo de su vida: la música latinoamericana.

Concluida la misión, los soldados inician su marcha hacia Vallegrande, con los cuerpos de los guerrilleros atados a largas ramas.

El capitán Mario Vargas es condecorado con galones y promovido a Mayor de ejército por su fulgurante carrera militar y, al mismo tiempo, es víctima de trastornos psíquicos y pesadillas angustiosas, en las que ve a Tania incorporándose con el fusil en alto, dispuesta a vengar su muerte.

Bibliografía consultada

Guevara, Ernesto-Che: Obras 1957-1967. I. La acción armada. Ed. François Maspéro, París, 1970.
Lara, Jesús: Guerrillero Inti. Ed. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1971.
Peredo-Leigue, Guido-Inti: Mi campaña junto al Che. Ed. Siglo XXI, México, 1979.
Rojas, Martha. Rodríguez, Mirta: Tania, la guerrillera inolvidable. Ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974. 

viernes, 5 de mayo de 2017


EL AUTOCARRIL AL CAPONE DE PATIÑO

Este autocarril de antaño, que los ferroviarios vieron pasar y repasar delante de sus ojos, con la boca abierta y el aliento sostenido en la garganta, se encuentra en el Museo Ferroviario del Municipio de Machacamarca, a unos 30 km. al sur sobre la carretera interdepartamental Oruro-Potosí, donde se exhiben algunas reliquias de la época dorada de la historia del ferrocarril y el auge de la minería en Bolivia.

Un oasis en pleno altiplano

La población de Machacamarca, ubicada en la provincia Pantaleón Dalence, parece tener más árboles que habitantes, es una suerte de oasis en pleno altiplano, con numerosos árboles frutales flanqueados por álamos, sauces, pinos y cipreses que, además de ornamentar las adoquinadas calles, cobijan el trino de distintas aves que arrullan y revolotean entre sus ramas.

Está claro que los empleados alemanes, estadounidenses e ingleses de la Empresa Minera de Simón I. Patiño, para hacer más llevadera su prolongada estadía en estas inhóspitas tierras, llenas de polvo, grava y viento, se dieron a la tarea de arborizar la meseta, que en otrora parecía un territorio desolado como un desierto. Incluso se cuenta que los pobladores, en su mayoría de ascendencia indígena, se hacían regalar gajos para plantarlos en sus patios, con la esperanza de que un día tuvieran una exuberante vegetación y la sensación de estar viviendo en una zona subtropical, asediados por el rebalse de las aguas del río Desaguadero y la laguna Uru-Uru.


No cabe duda de que la antigua estación de trenes de Machacamarca, emplazada en la llanura desde 1913 a 1921, contribuyó al transporte de las cargas de mineral, a falta de buenas carreteras para el tráfico vehicular, entre los centros mineros del norte de Potosí y la capital del folklore boliviano.

En la actualidad, en la misma estación donde antes funcionaba la maestranza del ferrocarril, atravesada por un laberinto de rieles que se pierden en el horizonte, se encuentra el Museo Ferroviario en una especie de galpón de techo alto y paredes forradas con calamina, que abrió sus puertas al público el 13 de julio de 2005.

Las reliquias del Museo Ferroviario

El Museo, actualmente administrado por la Alcaldía Municipal, es una verdadera atracción turística, capaz de transportarnos, a través de una interesante colección de piezas de incalculable valor histórico, hacia el memorable pasado de la industria minera del país, que tuvo su mayor apogeo durante las primeras décadas del siglo XX.

En el Museo Ferroviario, no muy lejos de los árboles de frondoso follaje y herrumbrosos desechos olvidados sobre los rieles, se exponen locomotoras de diferentes modelos y tamaños, unos vagones que, durante la Guerra del Chaco, sirvieron también para transportar a los soldados bolivianos hacia los frentes de batalla, una maestranza donde se realizaban trabajos de mantenimiento de la empresa ferroviaria, con torno, martillo eléctrico mecánico, prensa y otras herramientas muy bien conservadas y, para rematar el recorrido por sus ambientes colmados de maquinarias y recuerdos, una muestra de fotografías antiguas que reflejan la memoria de los trabajadores y sus familias.


Aquí mismo, entre el legado histórico del ferrocarril boliviano, se encuentra estacionada la primera locomotora alemana que arribó a la ciudad de Oruro (1912), la locomotora a vapor No. 12 (1944), la locomotora Sulzer No. 20 (1956) y, entre estas imponentes bestias forjadas en hierro, lo que más llama la atención del visitante es el lujoso autocarril Al Capone, que perteneció al barón del estaño Simón I. Patiño.

El autocarril del magnate minero

El motorizado Buick modelo 1938, que fue importado desde Estados Unidos hasta Machacamarca en 1940, debía cumplir la función de transportar al magnate minero hacia las localidades de Uncía y Llallagua, donde las minas de estaño lo habían convertido de un muerto de hambre en un hombre de negocios a escala mundial.

El autocarril, que se desplazaba como una periquita por las pampas y faldas de los cerros, atravesando por puentes y túneles construidos a base de alta ingeniería, fue bautizado con el nombre de Al Capone, por la semejanza con el automóvil que usaba el capo de los gánsteres de Chicago, con la diferencia de que el vehículo adquirido por Patiño fue adaptado para su desplazamiento sobre rieles y no sobre ruedas de caucho.

El autocarril Al Capone, adquirido por Simón I. Patiño para viajar hacia las minas que lo entronaron como al Rey del Estaño, fue devuelto por Ferrocarril Andina (FCA) a las autoridades del Municipio de Machacamarca, para que fuera expuesto como una reliquia en el Museo, junto a una rigurosa documentación que registraba los siguientes datos: Fabricante Buick, tipo Sedan, año de construcción 1938, procedencia alemana, fue puesto en servicio sobre cuatro ruedas de fierro en 1940, su peso es de 3.69 toneladas, velocidad máxima de 80 kilómetros por hora, está hecho de acero y con asientos de cuero.

Este portento de la creación humana, digno de ser exhibido en cualquier museo del mundo, para el deleite de los curiosos que desean conocer los curiosos gustos de un hombre forrado de dinero, está compuesto de una carrocería Fisher Body Corp. Job No. 8630, Body No. 355; dos faroles delanteros, un asiento delantero, un asiento trasero, dos asientos auxiliares, cuatro puertas, un tablero de control y un miriñaque. El motor es a gasolina 8L (8 cilindros), sistema de arranque, sistema de admisión de aire, sistema de escape, sistema de alimentación, sistema de refrigeración, sistema eléctrico. La transmisión cuenta con una caja de velocidad automática, una corona, un cardan, frenos, bogue delantero y eje trasero. Todo lo demás, está hecho sólo para mirar y no tocar.

El Cadillac de Al Capone

Estando al lado de este fabuloso coche, en cuyo laqueado uno puede reflejarse de cuerpo entero como en un límpido espejo, es difícil no pensar en el mítico gánster estadounidense Alphonse Gabriel Capone, más conocido como Al Capone o Scarface (Cara cortada), apodo que recibió debido a la cicatriz provocada en una riña por faldas en la que su rival le cortó tres veces la cara con una navaja de resplandeciente filo.


En los años 20 de la pasada centuria, Al Capone, convertido en el Rey del Hampa, puso bajo su dominio los negocios ilícitos de la ciudad de Chicago, como eran el tráfico de bebidas alcohólicas, el manejo de casas de citas y salones de juegos de azar. De modo que en 1927, burlado el control policial y generando temor entre sus adversarios de los bajos fondos, amasó una fortuna que ascendió a los cien millones de dólares, una ganancia ilícita que le permitió, entre otras cosas, adquirir un Cadillac Town Sedan V8 en 1928.

Desde entonces, la historia del coche de Al Capone se hizo extensa debido a que era uno de los primeros blindados que se camuflaba entre los automóviles de la policía y algunos ejecutivos por su inconfundible color, pintado en verde con los pasos de rueda en negro, igual que otros 85 autos del Departamento de la Policía de Chicago.

El coche blindado a prueba de balas, perteneciente al mafioso más mentado del crimen organizado, se deslizaba sobre sus ruedas con una potencia de 90 caballos de fuerza y una caja de trasmisión manual de tres velocidades. Entre sus puntos fuertes del Cadillac estaban los vidrios antibala, con una pulgada de espesor; tenía sirenas y emisoras; sus cuatro frenos eran de tambor y la suspensión trasera de ballestas semielípticas; en la parrilla delantera llevaba ocultas un par de luces rojas intermitentes y en la ventanilla trasera tenía un orificio para sacar el cañón de una ametralladora liviana y disparar ráfagas a diestra y siniestra

Cuando Al Capone fue detenido por la policía en 1931, acusado por evasión de impuestos y posteriormente condenado a pasar el resto de sus días en la prisión de mayor seguridad llamada Alcatraz, el coche fue confiscado y pasó de mano en mano, paseándose por las carreteras de diferentes países. No faltan quienes aseveran que incluso el expresidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, llegó a usar el famoso Cadillac del gánster más famoso de todos los tiempos.

Un extravagante deseo

Desde luego que ese Cadillac, que tenía blindajes con planchas de acero en el interior y vidrios de una pulgada de espesor, no fue el que llegó a manos del barón del estaño, sino otro que intentaba replicar el modelo del original. Por cuanto el autocarril de Simón I. Patiño no estaba equipado como el Cadillac de Al Capone, no tenía el mismo peso ni el mismo color.

Se sobreentiende que el carrocero alemán fabricó esta maravilla para concretizar una de las extravagantes ilusiones del potentado minero, quien, embobado de ver que sus ganancias se multiplicaban en los tableros de la bolsa de valores de los bancos europeos y norteamericanos, no sabía en qué dilapidar su dinero. Así que un buen día, se le ocurrió la idea de darse el gustito de comprar un autocarril para que pudiera recorrer, como deslizándose por una autopista continental, por las pampas y laderas de los cerros del altiplano, cuyos yacimientos de estaño lo convirtieron en uno de los diez multimillonarios del mundo.


Al contemplar el autocarril Al Capone de Simón I. Patiño, que es una de las piezas más apreciadas del Museo Ferroviario, es posible imaginarse que cuando el Rey del Estaño ocupaba el asiento del conductor, lo primero que hacía era aferrarse al volante y manipular la palanca de la caja de cambios, al menos para tener la sensación de que era él quien conducía y determinaba la dirección del coche, aunque éste se movía casi por si solo sobre las paralelas instaladas de manera fija entre una estación y otra.

Si algunos se preguntan por qué el magnate minero mandó a fabricar un coche parecido al Cadillac de Al Capone, lo más probable es que las respuestas sean tantas como tantos son los visitantes del Museo, aunque yo me quedo con sospecha de que este autocarril, cuyos principales atributos eran la elegancia y la velocidad, le fascinó a Simón I. Patiño desde que se enteró que con este coche, diseñado al mejor estilo de los mafiosos norteamericanos, no sólo le serviría para huir de la pobreza como una fugaz liebre, sino también porque él sería el único en lucir este formidable objeto en un país que bostezaba de hambre.

miércoles, 3 de mayo de 2017


EL OFICIO DE ESCRIBIR

Un escritor se entrega a la literatura como quien se entrega a una adicción inconfesable, ante la suspicacia de los padres que siempre desean que sus hijos tengan profesiones rentables, ya que un hijo dedicado a las bellas artes está casi siempre condenado a llevar una vida miserable, de incomprensión y, en el peor de los casos, de marginación.   

Sin embargo, la actividad literaria, además de revelarnos los secretos del oficio de contar historias reales y ficticias, nos permite explorar los abismos del ser humano, quien constituye el principal personaje de una obra de creación literaria, que suele moverse a caballo entre la realidad y la fantasía, entre la luz y las tinieblas, entre la veracidad y lo misterioso.

El escritor, a través de narrar diversas historias, accede a otras vidas y otras realidades, donde habitan los personajes creados por el poder de la imaginación, considerando que la vida imaginaria es más rica que la rutinaria. Los cuentos, por ejemplo, son una suerte de pantallazos entre la realidad y la ficción o como bien decía Borges: La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

La imaginación, al ser un proceso más abstracto que concreto, no necesita de un objeto que esté presente en la realidad, pues se sirve de la memoria para manipular la información de modo que no dependa del estado actual del organismo. Así, la imaginación toma elementos antes percibidos y experimentados, y los transforma en nuevos estímulos y realidades.

El dominio de la escritura surge del constante ejercicio con la palabra y la fantasía que se hace cuento, un cuento que revela la realidad y la ficción que habita en el fuero interno de cada individuo; es más, la escritura es como cualquier otro oficio que se ejerce con la pasión del alma y la fuerza de la imaginación, aunque no siempre sea, como ya lo dijimos, una actividad redituable.

En lo que a mí respecta, gracias al ejercicio de la literatura, he comprendido que tengo una vida más humana y he profundizado mis ideales de justicia y libertad, aunque es cierto que, en repetidas ocasiones, me pregunté si en el contexto social en el que vivía, donde eran más los que pedían que los que daban, valía la pena dedicarse a la literatura; pero no me dejé vencer por el pesimismo y, a pesar de los escasos estímulos con que cuenta un narrador de historias, seguí escribiendo incluso a sabiendas de que los escritores, salvo muy pocas excepciones, no pueden vivir de su oficio de artesanos palabreros, por mucho de que fueran oficialmente reconocidos, debido a que en la inmensa fauna literaria son muchos los invitados pero muy pocos los elegidos.

Comprendí también que no bastaba con ser un brillante narrador y un excepcional expositor de ideas políticas. Lo esencial estribaba en ser un meticuloso observador de la realidad social y un auténtico intérprete de los sentimientos humanos; dos factores esenciales de la creación literaria que deben estar en perfecto equilibrio. Lo otro, lo que corresponde a los mecanismos socioeconómicos que generan cambios en una sociedad, no dependen de la genialidad de las obras literarias, sino de los sistemas políticos en función de gobierno.

Asimismo, y contrariamente a lo que muchos se imaginan, la literatura no es un quehacer de ociosos ni improvisados, que en épocas de depresión social y desocupación surgen como hongos después de las lluvias, sino una actividad que exige disciplina, responsabilidad y esfuerzo constante. Quizás por eso, una de las mayores preocupaciones del escritor es escribir cada vez más y mejor, convencido de que, a veces, el oficio de escribir resulta tan difícil como meter un elefante en una botella, sobre todo, cuando la magnitud de lo que se quiere contar no cabe en una simple hoja de papel.

Considero que el acto de escribir no es un hecho excepcional ni una virtud reservada sólo para unos pocos elegidos ni una tarea divina, habida cuenta de que cualquiera de nosotros podría crear historias o poemas que expresen sentimientos y pensamientos. Además, siempre he creído que todos tenemos algo de narradores, ya que nos pasamos los días contando a nuestros conocidos los episodios de nuestra vida, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.

Si la tradición oral le acompañó al hombre desde sus orígenes, entonces es lógico concebir la idea de que la necesidad de expresarse de manera oral o escrita no es un privilegio reservado sólo para los grandes literatos, sino una actividad que puede desarrollar cualquier ciudadano, así no tenga destellos de genialidad ni deje un notable legado literario para la posteridad.

Estoy consciente de que no todas las ideas llevadas al papel tienen un valor literario relativo, así estén escritas con sobriedad y transparencia, debido a que la obra de un autor es una suerte de hojarasca que es dispersada por el tiempo, y de la cual no queda sino aquello que tiene un cierto valor sustancial, aquello que se escribió con la experiencia vivida, con la lucidez de la mente y la sensibilidad del corazón.

Por otro lado, desde un principio supe que la escritura no es un oficio vano, sino una suerte de semillas que un día se siembran en el camino y que otro día se cosechan como frutos maduros. Esto ocurre cuando se escribe por puro gusto y no por buscar la fama ni la fortuna. Tampoco comparto la idea de que un escritor debe buscar su eternidad a través de la literatura, porque tengo la certeza de que la vida, con o sin el escritor, seguiría inevitablemente su curso; lo contrario, implicaría querer parar las agujas de un reloj para que no marquen las horas.