EL OFICIO DE ESCRIBIR
Un escritor se entrega a la literatura como quien se
entrega a una adicción inconfesable, ante la suspicacia de los padres que
siempre desean que sus hijos tengan profesiones rentables, ya que un hijo
dedicado a las bellas artes está casi
siempre condenado a llevar una vida miserable, de incomprensión y, en el peor
de los casos, de marginación.
Sin embargo, la actividad literaria, además de revelarnos
los secretos del oficio de contar historias reales y ficticias, nos permite
explorar los abismos del ser humano, quien constituye el principal personaje de
una obra de creación literaria, que suele moverse a caballo entre la realidad y
la fantasía, entre la luz y las tinieblas, entre la veracidad y lo misterioso.
El escritor, a través de narrar diversas historias,
accede a otras vidas y otras realidades, donde habitan los personajes creados
por el poder de la imaginación, considerando que la vida imaginaria es más rica
que la rutinaria. Los cuentos, por ejemplo, son una suerte de pantallazos entre
la realidad y la ficción o como bien decía Borges: La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
La imaginación, al ser un proceso más abstracto que
concreto, no necesita de un objeto que esté presente en la realidad, pues se
sirve de la memoria para manipular la información de modo que no dependa del
estado actual del organismo. Así, la imaginación toma elementos antes
percibidos y experimentados, y los transforma en nuevos estímulos y realidades.
El dominio de la escritura surge del constante ejercicio
con la palabra y la fantasía que se hace cuento, un cuento que revela la
realidad y la ficción que habita en el fuero interno de cada individuo; es más,
la escritura es como cualquier otro oficio que se ejerce con la pasión del alma
y la fuerza de la imaginación, aunque no siempre sea, como ya lo dijimos, una
actividad redituable.
En lo que a mí respecta, gracias al ejercicio de la
literatura, he comprendido que tengo una vida más humana y he profundizado mis
ideales de justicia y libertad, aunque es cierto que, en repetidas ocasiones,
me pregunté si en el contexto social en el que vivía, donde eran más los que
pedían que los que daban, valía la pena dedicarse a la literatura; pero no me
dejé vencer por el pesimismo y, a pesar de los escasos estímulos con que cuenta
un narrador de historias, seguí escribiendo incluso a sabiendas de que los
escritores, salvo muy pocas excepciones, no pueden vivir de su oficio de artesanos palabreros, por mucho de que
fueran oficialmente reconocidos, debido a que en la inmensa fauna literaria son
muchos los invitados pero muy pocos los elegidos.
Comprendí también que no bastaba con ser un brillante
narrador y un excepcional expositor de ideas políticas. Lo esencial estribaba
en ser un meticuloso observador de la realidad social y un auténtico intérprete
de los sentimientos humanos; dos factores esenciales de la creación literaria
que deben estar en perfecto equilibrio. Lo otro, lo que corresponde a los
mecanismos socioeconómicos que generan cambios en una sociedad, no dependen de
la genialidad de las obras literarias, sino de los sistemas políticos en
función de gobierno.
Asimismo, y contrariamente a lo que muchos se imaginan,
la literatura no es un quehacer de ociosos ni improvisados, que en épocas de
depresión social y desocupación surgen como hongos después de las lluvias, sino
una actividad que exige disciplina, responsabilidad y esfuerzo constante.
Quizás por eso, una de las mayores preocupaciones del escritor es escribir cada
vez más y mejor, convencido de que, a veces, el oficio de escribir resulta tan
difícil como meter un elefante en una botella, sobre todo, cuando la magnitud
de lo que se quiere contar no cabe en una simple hoja de papel.
Considero que el acto de escribir no es un hecho
excepcional ni una virtud reservada sólo para unos pocos elegidos ni una tarea divina, habida cuenta de que cualquiera
de nosotros podría crear historias o poemas que expresen sentimientos y
pensamientos. Además, siempre he creído que todos tenemos algo de narradores,
ya que nos pasamos los días contando a nuestros conocidos los episodios de
nuestra vida, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
Si la tradición oral le acompañó al hombre desde sus
orígenes, entonces es lógico concebir la idea de que la necesidad de expresarse
de manera oral o escrita no es un privilegio reservado sólo para los grandes
literatos, sino una actividad que puede desarrollar cualquier ciudadano, así no
tenga destellos de genialidad ni deje un notable legado literario para la
posteridad.
Estoy consciente de que no todas las ideas llevadas al
papel tienen un valor literario relativo, así estén escritas con sobriedad y
transparencia, debido a que la obra de un autor es una suerte de hojarasca que
es dispersada por el tiempo, y de la cual no queda sino aquello que tiene un
cierto valor sustancial, aquello que se escribió con la experiencia vivida, con
la lucidez de la mente y la sensibilidad del corazón.
Por otro lado, desde un principio supe que la escritura
no es un oficio vano, sino una suerte de semillas que un día se siembran en el
camino y que otro día se cosechan como frutos maduros. Esto ocurre cuando se
escribe por puro gusto y no por buscar la fama ni la fortuna. Tampoco comparto
la idea de que un escritor debe buscar su eternidad a través de la literatura,
porque tengo la certeza de que la vida, con o sin el escritor, seguiría
inevitablemente su curso; lo contrario, implicaría querer parar las agujas de
un reloj para que no marquen las horas.
No hay comentarios :
Publicar un comentario