JESUCRISTO, EL NAZARENO
Bastó mirar esta
fotografía para comprender que los alfareros latinoamericanos venden tu imagen
pintada con los mismos colores que representa su población tras más de
quinientos años de colonización y mestizaje.
Esta misma fotografía me
despertó la curiosidad de saber algo más sobre tu vida. Claro está, cómo no me
voy a sentir intrigado por las proezas de quien era capaz de caminar sobre la
superficie del agua, sin hundirse ni mojarse, que amainaba las tempestades con
un soplo, que convertía el agua en vino y la tierra en pan, que saciaba la sed
y el hambre de miles de personas con sólo cinco panes y dos pescados, que
curaba a los enfermos y resucitaba a los muertos.
Sin embargo, varias de
mis preguntas han quedado sin respuestas. Nadie puede explicarme, por ejemplo,
cómo te concibieron por obra y gracia del Espíritu Santo en el vientre de
María, una mujer que era virgen a pesar de tener marido y que siguió siendo
virgen después del parto. Es misteriosa tu encarnación, por eso supongo que si
eres el hijo de Dios, hecho hombre para redimir al género humano, no eres el
hijo biológico de José, el carpintero y legítimo marido de tu madre, sino sólo
su hijo adoptivo.
Tampoco se sabe la fecha
exacta de tu nacimiento; unos dicen que fue durante el reinado de Augusto;
otros, en cambio, aseveran que llegaste al mundo durante el gobierno de
Herodes, el tirano de Judea y enamorado de Salomé, su bellísima hijastra,
quien, a cambio de entregarle las llaves de su amor, le pidió la cabeza decapitada
de Juan Bautista, el profeta que vivió en el desierto, alimentándose con
saltamontes y miel salvaje, y quien, metido en las aguas del río Jordán,
bautizó a los creyentes, anunciándoles con voz encendida: ¡El verdadero
Mesías está ya en camino y pronto se hará el Reino de Dios!...
Cuando los adivinos y
sacerdotes le anunciaron a Herodes que habías nacido en un pesebre de Belén,
con la misión de gobernar a tu pueblo e instaurar un imperio de paz y de amor,
Herodes se sobrecogió de asombro y, acosado por el pánico, mandó a degollar a
los niños menores de tres años, temeroso de que el príncipe de la paz,
anunciado por las profecías, hubiese ya nacido cerca de sus narices. Lo demás
es puro cuento, y tú lo sabes bien. Te salvaste del filo de la espada por
milagro y por milagro fuiste a dar en Egipto y otra vez en Nazaret. Pero lo que
no queda claro es la fecha de tu nacimiento. Si los investigadores de las
Sagradas Escrituras dicen que Herodes murió cuatro años antes de tu nacimiento,
entonces habría que deducir que naciste algunos años antes de la muerte de
Herodes. Es decir, la llamada Era común, que también lleva tú nombre,
está cronológicamente mal calculada.
Los cuatro evangelios,
así como no revelan varios detalles de cómo viviste hasta los 30 años de edad,
aparte de la suposición de que ejercías de carpintero como tu padre adoptivo y
diestro polemista contra los fariseos y saduceos, tampoco revelan qué idiomas
hablabas, además de ese dialecto cercano al hebreo, que te identificaba como a
Galileo. Algunas veces pienso que, por ser el hijo de Dios, creador del cielo y
de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles, dominabas todas las
lenguas que él mismo las confundió por castigo en la Torre de Babel. Otras
veces me sigo preguntando si acaso hablabas el griego y el latín; de no haber
sido así, ¿en qué idioma te comunicabas con el procurador romano Poncio Pilato
y en qué idioma conversabas con los forasteros que cruzaban tu camino?
¿Conocías La República de Platón y El Estado de Aristóteles? ¿Sabías
algo sobre los dioses del Olimpo y las tragedias griegas?... Los evangelios no
me dan las respuestas por mucho que las busco sobre líneas y entre líneas. De
modo que, recogido en mis dudas e interrogantes, me veo obligado a sacar mis
propias conclusiones, que no siempre son coherentes ni satisfactorias.
Si aún no lo sabías, te
anuncio que eres un Jesucristo hecho a imagen y semejanza de cada pueblo, raza
y cultura. Tal vez por eso, en los mercados de la América mestiza se venden
Jesucristos blancos y Jesucristos morenos, ya que en los cuatro evangelios,
donde se citan tus palabras y se describen tus milagros, no se menciona casi
nada sobre tu aspecto físico. Nadie parece saber si fuiste alto o bajo, gordo o
flaco; si tenías el pelo negro o rubio, rizado o lacio. Ningún apóstol te ha
descrito con ese lujo de detalles tan propio en los protagonistas de los
novelistas o dramaturgos, aunque algunos pintores intentaron retratarte con la
melena desgreñada y la barba crecida, el cuerpo magro y el rostro macilento,
una imagen a la que nos fuimos acostumbrando con el correr de los siglos.
Los cuatro evangelios,
escritos probablemente entre los años 70 y 80 después de tu muerte y
resurrección, se refieren sólo a los dos o tres últimos años de tu vida
pública, en los cuales escogiste a tus apóstoles y predicaste verdades
profundas, perseguido por tiranos y fariseos, quienes consideraban tus palabras
un fenómeno sacrílego de peligrosa agitación y, lo que es peor, no veían en ti
al redentor de la humanidad, sino al simple impostor que, vestido en harapos,
se mezclaba con los pordioseros, las prostitutas y los pecadores. Por lo tanto,
el Mesías esperado por el pueblo hebreo no eras tú, que decías haber llegado
para liberarnos del pecado original, sino en ese otro que llegaría ataviado
como un verdadero rey, dispuesto a sentarse en su trono para gobernar a su
pueblo.
Los tres años que
predicaste contra viento y marea, infundiendo una sencillez y una pureza sin
par, no fueron suficientes para hacerte profeta en tu propia tierra ni para
salvarte del suplicio final, pues en una de tus visitas a Jerusalén, la ciudad
prometida, fuiste delatado por uno de tus doce apóstoles y hecho prisionero por
Poncio Pilato, quien, por medio de un consenso en el que tus enemigos votaron en
contra de tu libertad, te condenó a morir crucificado entre dos ladrones. O sea
que a los 33 años de edad, tú, Hombre y Dios a la vez, recorriste el largo
camino del Gólgota, sin poderte salvar de la cruz, los látigos y la corona de
espinas.
Desde entonces, tú, que
asumiste el castigo por nosotros los pecadores y sacrificaste tu vida para
salvarnos de las calamidades, te has convertido en el talismán de los falsos
profetas, en cuyas iglesias usan tu imagen y tu nombre para predicar evangelios
ajenos a los que nos legaron tus apóstoles, quienes, fieles a las sabias
enseñanzas de su Maestro, nos acercaron a uno de los testimonios más
trascendentales de todos los tiempos.
Por todo lo expuesto, no
importa que me quede suspendido entre las dudas, o me cambien las preguntas
cuando ya tengo las respuestas, puesto que estoy convencido de que a veces,
como bien decía Jorge Luis Borges, son más importantes los enigmas que las
explicaciones.
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