sábado, 25 de junio de 2016


PALABRAS DE UN FICTICIANO ENCANTADO

La publicación de mi libro Fugas y socavones, lanzada por la editorial mexicana Ficticia, como el décimo volumen de la Colección Biblioteca de Cuento Anís del Mono, ha sido una buena ocasión para enlazar amistad con algunos amigos y reencontrarme con un México que, desde mi primera visita en 1984, no dejó de sorprenderme ni maravillarme.

La presentación del mencionado libro, tanto en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel de Allende como en la Casa del Libro de la UNAM, me permitió compartir opiniones y emociones con varios escritores que, aparte de su cordialidad y entusiasmo desmedido por el arte de la palabra escrita, tenían un vivo interés por la literatura de quien, a pesar de vivir en Suecia desde hace más de dos décadas, insiste en re-crear historias ambientadas en el altiplano boliviano.

Por eso mismo, estando ya de retorno en Estocolmo y en medio del frígido invierno, siento la necesidad de manifestarles mis agradecimientos, para que las palabras no se me escapen de la memoria y para evitar que mi hondo sentido de gratitud no se esfume en las penumbras del tiempo.

No era mucho lo que pensaba decirles, salvo lo sustancial como para quedarme con la conciencia tranquila y el regusto de saber que mi puño obedeció al dictado del corazón, como cada vez que me siento impulsado a manifestar las ideas que brotan desde lo más hondo de mi ser. 

He aquí, pues, las confesiones de un ficticiano encantado que, debido a las premuras del tiempo y los imprevistos de las circunstancias, no llegó a pronunciar las siguientes palabras:

La primera vez que escuché hablar de una ciudad virtual llamada Ficticia, no pensé dos veces en aventurarme en ella y, hechizado por sus fascinantes historias, me sujeté al timón de mi nave literaria y zarpé desde la Thulle de los vikingos. Navegué por la Red rumbo a la ciudad que ofrecía más riquezas que El Dorado, hasta que desembarqué en el Puerto Libre, con más ilusiones que las llevadas por Colón en sus carabelas y por Cortés en las alforjas de su caballo. La travesía, fraguada por las aventuras de la imaginación, se tornó en una verdadera odisea, pues llegué atado al mástil como Ulises, rehuyendo las voces encantadoras de las sirenas poéticas, quienes quisieron desviar mi rumbo, quizás, para evitar que compartiera con ustedes mi amistad y mis cuentos templados en los yunques de la realidad y la fantasía.


Como todo visitante, llegado de allende los mares, encontré en esta urbe moderna, secular y cosmopolita, una serie de niveles, zonas y recintos habitados por los fantasmas de la inventiva, y cuyas columnas y ventanas, expuestas a cielo abierto como las calzadas de la grandiosa Tenochtitlan, conducían al visitante de link en link, cautivándolo con el esplendor de su grandeza y su belleza, y con algunos cuentos que, una vez transmitidos por medios electrónicos, constituían motivos de asombro y maravilla.

Estando con ustedes constaté que no nos reuníamos como nuestros antepasados, alrededor del fuego ni en la boca de las cavernas, sino en una tertulia inolvidable, con bebidas espirituosas que, sabiendo tan exquisitas como el anís del mono, nos otorgaban la gracia de entrar en el reino de Dionisos, con la misma levedad con que Alicia ingresó al país encantando a través del espejo.

Ya se sabe que Ficticia, según refieren los mitos y leyendas, era un pájaro que concedía inmortalidad y procuraba dotes de narrador a quien lograba atraparlo en el sueño o en la realidad. Se cuenta que esa rara avis, que los aztecas comparaban con sus deidades ancestrales, lucía un plumaje de encendidos colores y una voz que, templando los violines del corazón, embelesaba también a los más diestros cuenteros, quienes enmudecían alrededor del fuego, donde se daban cita, noche tras noche, algunos seres ávida de escuchar cuentos de encantos y espantos.

Ahora, convertido en ciudadano honorable de Ficticia, me siento feliz de formar parte del concilio, de ese selecto grupo de ficticianos a la cabeza del cuentista y taurómaco Marcial Fernández, la fotógrafa Mónica Villa, el mago en cibernética Raúl José Santos y el cartógrafo y futbolista fanático Diego García del Gállego. Me siento feliz porque sé que Ficticia, gobernada por el dios lector, es una ciudad construida con más precisión que la mítica Babilonia y con tantos cuentos como los que conservó entre sus ruinas la biblioteca de Alejandría. Pero algo más, Ficticia, como toda ciudad virtual, exenta de cortinas de hierro, muros de Berlín y murallas chinas, tiene la virtud  de agruparnos a los ficticianos del más aquí y del más allá, con el único propósito de compartir lo que vimos y oímos, lo que pensamos y sentimos, lejos de la absurda noción de fronteras y del vocinglero chauvinismo, pues en esta comunidad literaria, a diferencia de lo establecido por el imperio de la globalización, se respeta la diversidad de voces, razas, credos y culturas.

En Ficticia se formó un rico mosaico multicultural y se erigió un templo mayor, donde actualmente se conjugan intereses comunes y donde todos, o casi todos, nos miramos la imagen en el espejo del otro; más todavía, Ficticia, como bien reza en su acta de fundación, no tiene afanes de lucro, salvo poner a salvo uno de las joyas más preciadas de la narrativa como es el cuento, una verdadera pieza de orfebrería cuando el artesano palabrero sabe trabajarla con la maestría de un joyero. No cabe duda, el cuento es -y será- el diamante labrado entre las piedras preciosas del cofre literario.

Por lo demás, ahora que pertenezco legítimamente a la comunidad de Ficticia, debo agradecerles por haberme acogido con los brazos abiertos, puesto que al retornar a la tierra de los vikingos, con el corazón agitado como un caballo al galope, me traje el recuerdo de un sueño convertido en realidad, un hermoso libro editado en la colección Biblioteca de Cuentos Anís del Mono y, algo que es fundamental en la vida, la sincera promesa de unos amigos que están dispuestos a conservar la amistad a pesar del tiempo y la distancia, poniendo en jaque a la indiferencia y procurando, una vez más, que la realidad supere a la fantasía.

Foto: De Izq. a der. Armando González, Víctor Montoya, Marcial Fernández y Leo Eduardo Mendoza.

viernes, 24 de junio de 2016


LAS FOGATAS DE SAN JUAN

Una ama de casa en el distrito minero de Siglo XX, que perdió a su marido en la masacre de San Juan, deseó, todos los días y todas las noches, la muerte del general René Barrientos Ortuño, hasta que una tarde, al escuchar el informativo en radio La Voz del Minero, se anotició del trágico fallecimiento del dictador tarateño. Entonces su alegría no conoció límites y saltó en el aire como una niña. Se quitó el delantal y corrió hacia la calle, donde levantó las manos al cielo y, con lágrimas de felicidad estallándole en los ojos, gritó a pulmón lleno:

–¡Ha muerto el dictador! ¡Ha muerto el dictador!...

La gente no tardó en aglomerarse alrededor de ella, quien no cesaba de gritar, con la mayor emoción de su alma, que el dictador había muerto como ella lo deseó desde la madrugada en que acribillaron a su marido.

–¡¡¡Ha muerto el dictador!!! –exclamaron los presentes, abrazándose con efusiva algarabía, como cuando se gana el mayor premio de la lotería.

En efecto, aquel domingo 27 de abril de 1969, cuando el helicóptero del dictador levantaba vuelo en la quebrada de Arque, donde arengó contra los Castro-comunistas y defendió el pacto militar-campesino, la hélice se enredó en el cable del telégrafo y el helicóptero, luego de dar giros como un moscardón herido, cayó envuelto en llamas. Así acabó el dictador, calcinado en la misma nave que le obsequiaron sus asesores del Norte.

Ese mismo día, en que la noticia generó desmesuradas especulaciones, no faltaron las amas de casa que, como en una fiesta de comadres, hicieron correr la voz de que el general René Barrientos Ortuño murió como ellas lo desearon: devorado por el fuego de las fogatas de San Juan, como si se hubiese cumplido un sueño premonitorio, que todas incubaron en lo más profundo de su corazón.

–Barrientos ha muerto en su ley –dijo una voz en medio del tumulto–, viajando por el aire como todo militar de aviación.

–¡Cierra el pico, carajo! –se impuso otra voz–. No ha muerto en su ley, sino en un horno crematorio, como deben morir los enemigos del pueblo.

Para las amas de casa, que perdieron a sus seres queridos en la masacre de San Juan, el dictador no era el “General del Pueblo”, sino el “General de la Muerte”; el mismo milico que ordenó a sus subalternos, armados hasta los dientes, meter bala a sangre fría en Llallagua y Siglo XX.

Así fue como en la madrugada del 24 de junio de 1967, los uniformados del Ejército, deslizándose como perros de caza por las laderas del cerro, cercaron los campamentos mineros, donde se suponía que estaban los extremistas de izquierda, listos para encender la chispa de la lucha armada y sumarse a la guerrilla de los barbudos en Ñancahuazú.

El general René Barrientos Ortuño, decidido a  gobernar el país con mano de hierro, sabía que la mejor manera de liquidar a los subversivos era con el lenguaje de las armas. Por eso sus escuadrones de la muerte, amparados por la oscuridad y aprovechándose de la festividad de San Juan, abrieron fuego desde todos los frentes, mientras hombres, mujeres y niños caían como muñecos ensangrentados sobre el rescoldo de las fogatas de San Juan.

Eso sí, lo que no sabía el dictador, que tenía más muertos en su conciencia que galones en su uniforme militar, era que todas las fechorías se pagan en la vida, como él pagó sus crímenes el día en que su helicóptero se precipitó como una flameante antorcha, al mismo tiempo que una misteriosa voz le repetía: ¡Quien a fuego mata, a fuego muere!  

–¡El dictador ha muerto! –repitieron todos al unísono, sumándose al coro de gritos, que empezó con un solo grito, el grito de una ama de casa, quien escuchó la noticia por radio La Voz del Minero, sin sospechar que su grito de júbilo, al cabo de un tiempo, se transformaría en una marea de gritos apoderándose de Llallagua y Siglo XX.

La alegría era tan grande que, en el seno de las familias mineras, la luz de la esperanza volvió a filtrarse en sus vidas y los sueños de libertad volvieron a florecer en sus corazones, con la misma intensidad con que las amas de casa, en actitud de venganza por la masacre, le desearon la peor muerte al dictador: arder como los troncos arden en las fogatas de San Juan. 

lunes, 6 de junio de 2016


PATRIMONIO HISTÓRICO DE LOS MINEROS EN SIGLO XX

Estar en la histórica Plaza del Minero de Siglo XX, donde se rememora el glorioso pasado del movimiento obrero, implica situarse en un escenario que reúne todas las peculiaridades de un verdadero patrimonio histórico, que debe conservarse para la posteridad, como parte de la memoria colectiva de los trabajadores del subsuelo y como un monumento vivo de las luchas sociales que tuvieron lugar en este espacio abierto entre el edificio sindical y los campamentos mineros.

En este territorio de hombres y mujeres valientes, que ofrendaron sus vidas a la causa de los oprimidos que, desde la época de la industrialización minera, que introdujo un sistema de explotación de carácter capitalista, se organizaron los sindicatos para defender sus intereses de clase, convencidos de que la lucha contra la injusticia social y la pobreza estremecedora sólo sería posible mediante un programa de reivindicaciones socioeconómicas, como instrumento político del pensamiento ideológico y la unidad monolítica de los trabajadores.

En esta Plaza del Minero, testigo mudo de la larga tradición del sindicalismo revolucionario, se forjaron los mejores líderes del proletariado nacional y, desde el balcón del edificio sindical construido en piedra labrada, se pronunciaron discursos incendiarios contra la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales, al son del estridente ulular de la sirena instalada en la parte superior del edificio, que servía para despertar a los obreros que ingresaban a trabajar en primera punta, para convocar a las marchas y asambleas y, como si fuera poco, para alertar a las familias mineras en épocas de represión política, masacres e intervenciones militares.

En esta plaza repleta de obreros, amas de casa, estudiantes y fuerzas vivas de la población de Llallagua, se trazaron los lineamientos estratégicos que debían seguir las bases para liberarse de la opresión imperialista. En esta plaza zumbaba el aire cada vez que detonaban los cachorros de dinamita y desde esta misma plaza se transmitían al vivo, a través de los micrófonos de Radio la Voz del Minero, los acontecimientos que se ponían al rojo vivo, mientras el clamor popular, entre pancartas y consignas de protesta, reafirmaba la decisión de luchar contra los gobiernos hambreadores y vende patrias.

Sin embargo, esta misma plaza, donde se erige el majestuoso monumento al minero, portando la perforadora en una mano y el fusil en la otra, existe menos lucidez que en los años dorados del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, ni siquiera el busto de César Lora y el monumento de Federico Escóbar Zapata, que representan la grandiosidad de los dirigentes revolucionarios de otros tiempos, ponen a salvo todo el legado histórico que se heredó a lo largo de un siglo. Todo parece indicar que las brumas del olvido, que se aproximan sigilosamente desde más allá de los cerros, están dispuestas a esconder bajo sus fúnebres mantos los símbolos más emblemáticos de la heroica clase obrera.

No es casual que esta situación de olvido responda, en gran medida, a la desidia de las autoridades ediles de este distrito minero y a la amnesia colectiva que, sin quererlo o sin saberlo, suele borrar los vestigios históricos de la memoria. Lo más grave es que esta plaza, que debía conservarse como un patrimonio histórico de los mineros en la región, corre el riesgo de convertirse en un simple mercado de enseres y artículos de compra-venta, sin considerar que aquí se concentraban los trabajadores en apoteósicas asambleas, que aquí se libraron batallas enconadas contra los guardianes de la oligarquía y que aquí se perpetraron masacres durante las dictaduras militares.


Siempre que uno retorna a esta plaza, atraído por la fuerza telúrica de su glorioso pasado, siente que el tiempo pasó de manera inexorable y que muchas cosas cambiaron desde el nefasto DS. 21060. Por ejemplo, da pena que los edificios de arquitectura moderna, levantados cerca del edificio sindical, se ciernan como gigantes espectros de ladrillos y cristales detrás del monumento al minero, pero da mucha más pena que las casetas de los comerciantes estén a punto de invadir los predios de la Plaza del Minero, con sus variados productos expuestos ante los transeúntes que pasan y repasan como si estuviesen en una calle cualquiera de una población cualquiera.

Aunque los guardianes de este patrimonio histórico aconsejan a las autoridades ediles no ceder ante la presión de los comerciantes, que privilegian sus intereses mezquinos en desmedro de los intereses colectivos, lo cierto es que los rentistas mineros, los miembros de la Federación Sindical de Trabajadores de Bolivia (FSTMB) y los ejecutivos de la Central Obrera Boliviana (COB), no deben bajar la guardia ni dar un paso atrás en su posición de resguardar los bienes de la clase obrera, que hoy constituyen una suerte de reliquias que se consiguieron con sacrificio, sangre y sudor.

En consecuencia, y sin mayores explicaciones ni preámbulos, es lógico deducir que esta plaza, lejos de convertirse en un centro del comercio informal y caótico, debe conservar su estatus de PATRIMONIO HISTÓRICO DE LOS MINEROS EN SIGLO XX. Toda opinión contraria a este sincero deseo compartido por los ex trabajadores de este combativo distrito del norte de Potosí, será considerada como un flagrante atentado contra la memoria histórica del movimiento obrero boliviano.