LAS FOGATAS DE
SAN JUAN
Una
ama de casa en el distrito minero de Siglo XX, que perdió a su marido en la
masacre de San Juan, deseó, todos los días y todas las noches, la muerte del
general René Barrientos Ortuño, hasta que una tarde, al escuchar el informativo
en radio La Voz del Minero, se anotició del trágico fallecimiento del dictador
tarateño. Entonces su alegría no conoció límites y saltó en el aire como una
niña. Se quitó el delantal y corrió hacia la calle, donde levantó las manos al
cielo y, con lágrimas de felicidad estallándole en los ojos, gritó a pulmón
lleno:
–¡Ha
muerto el dictador! ¡Ha muerto el dictador!...
La
gente no tardó en aglomerarse alrededor de ella, quien no cesaba de gritar, con
la mayor emoción de su alma, que el dictador había muerto como ella lo deseó
desde la madrugada en que acribillaron a su marido.
–¡¡¡Ha
muerto el dictador!!! –exclamaron los presentes, abrazándose con efusiva
algarabía, como cuando se gana el mayor premio de la lotería.
En efecto, aquel domingo 27 de abril de 1969,
cuando el helicóptero del dictador levantaba vuelo en la quebrada de Arque,
donde arengó contra los Castro-comunistas y defendió el pacto
militar-campesino, la hélice se enredó en el cable del telégrafo y el helicóptero,
luego de dar giros como un moscardón herido, cayó envuelto en llamas. Así
acabó el dictador, calcinado en la misma nave que le obsequiaron sus asesores
del Norte.
Ese
mismo día, en que la noticia generó desmesuradas especulaciones, no faltaron
las amas de casa que, como en una fiesta de comadres, hicieron correr la voz de
que el general René Barrientos Ortuño murió como ellas lo desearon: devorado
por el fuego de las fogatas de San Juan, como si se hubiese cumplido un sueño
premonitorio, que todas incubaron en lo más profundo de su corazón.
–Barrientos ha muerto en su ley –dijo una voz en medio del tumulto–, viajando por el aire como todo militar de aviación.
–¡Cierra
el pico, carajo! –se impuso otra voz–. No ha muerto en su ley, sino en un horno
crematorio, como deben morir los enemigos del pueblo.
Para
las amas de casa, que perdieron a sus seres queridos en la masacre de San Juan,
el dictador no era el “General del Pueblo”, sino el “General de la Muerte”; el
mismo milico que ordenó a sus subalternos, armados hasta los dientes, meter
bala a sangre fría en Llallagua y Siglo XX.
Así
fue como en la madrugada del 24 de junio de 1967, los uniformados del Ejército,
deslizándose como perros de caza por las laderas del cerro, cercaron los
campamentos mineros, donde se suponía que estaban los extremistas de
izquierda, listos para encender la chispa de la lucha armada y sumarse a la
guerrilla de los barbudos en Ñancahuazú.
El
general René Barrientos Ortuño, decidido a
gobernar el país con mano de hierro, sabía que la mejor manera de liquidar a los subversivos era con el lenguaje de las armas. Por eso sus
escuadrones de la muerte, amparados por la oscuridad y aprovechándose de la
festividad de San Juan, abrieron fuego desde todos los frentes, mientras
hombres, mujeres y niños caían como muñecos ensangrentados sobre el rescoldo de
las fogatas de San Juan.
Eso
sí, lo que no sabía el dictador, que tenía más muertos en su conciencia que
galones en su uniforme militar, era que todas las fechorías se pagan en la
vida, como él pagó sus crímenes el día en que su helicóptero se precipitó como
una flameante antorcha, al mismo tiempo que una misteriosa voz le repetía: ¡Quien a fuego mata, a fuego muere!
–¡El
dictador ha muerto! –repitieron todos al unísono, sumándose al coro de gritos,
que empezó con un solo grito, el grito de una ama de casa, quien escuchó la
noticia por radio La Voz del Minero, sin sospechar que su grito de júbilo, al
cabo de un tiempo, se transformaría en una marea de gritos apoderándose de
Llallagua y Siglo XX.
La
alegría era tan grande que, en el seno de las familias mineras, la luz de la
esperanza volvió a filtrarse en sus vidas y los sueños de libertad volvieron a
florecer en sus corazones, con la misma intensidad con que las amas de casa, en
actitud de venganza por la masacre, le desearon la peor muerte al dictador:
arder como los troncos arden en las fogatas de San Juan.
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