PALABRAS DE UN
FICTICIANO ENCANTADO
La publicación de mi
libro Fugas y socavones, lanzada por
la editorial mexicana Ficticia, como el décimo volumen de la Colección
Biblioteca de Cuento Anís del Mono, ha sido una buena ocasión para enlazar
amistad con algunos amigos y reencontrarme con un México que, desde mi primera
visita en 1984, no dejó de sorprenderme ni maravillarme.
La presentación del
mencionado libro, tanto en el Centro Cultural El Nigromante en San Miguel de Allende como en la Casa del Libro de
la UNAM, me permitió compartir opiniones y emociones con varios escritores que,
aparte de su cordialidad y entusiasmo desmedido por el arte de la palabra
escrita, tenían un vivo interés por la literatura de quien, a pesar de vivir en
Suecia desde hace más de dos décadas, insiste en re-crear historias ambientadas
en el altiplano boliviano.
Por eso mismo, estando ya
de retorno en Estocolmo y en medio del frígido invierno, siento la necesidad de
manifestarles mis agradecimientos, para que las palabras no se me escapen de la
memoria y para evitar que mi hondo sentido de gratitud no se esfume en las
penumbras del tiempo.
No era mucho lo que
pensaba decirles, salvo lo sustancial como para quedarme con la conciencia
tranquila y el regusto de saber que mi puño obedeció al dictado del corazón,
como cada vez que me siento impulsado a manifestar las ideas que brotan desde
lo más hondo de mi ser.
He aquí, pues, las confesiones
de un ficticiano encantado que, debido a las premuras del tiempo y los
imprevistos de las circunstancias, no llegó a pronunciar las siguientes
palabras:
La primera vez que
escuché hablar de una ciudad virtual llamada Ficticia, no pensé dos veces en
aventurarme en ella y, hechizado por sus fascinantes historias, me sujeté al
timón de mi nave literaria y zarpé desde la Thulle de los vikingos. Navegué por
la Red rumbo a la ciudad que ofrecía más riquezas que El Dorado, hasta que
desembarqué en el Puerto Libre, con más ilusiones que las llevadas por Colón en
sus carabelas y por Cortés en las alforjas de su caballo. La travesía, fraguada
por las aventuras de la imaginación, se tornó en una verdadera odisea, pues
llegué atado al mástil como Ulises, rehuyendo las voces encantadoras de las
sirenas poéticas, quienes quisieron desviar mi rumbo, quizás, para evitar que
compartiera con ustedes mi amistad y mis cuentos templados en los yunques de la
realidad y la fantasía.
Como todo visitante,
llegado de allende los mares, encontré en esta urbe moderna, secular y
cosmopolita, una serie de niveles, zonas y recintos habitados por los fantasmas
de la inventiva, y cuyas columnas y ventanas, expuestas a cielo abierto como
las calzadas de la grandiosa Tenochtitlan, conducían al visitante de link en
link, cautivándolo con el esplendor de su grandeza y su belleza, y con algunos
cuentos que, una vez transmitidos por medios electrónicos, constituían motivos
de asombro y maravilla.
Estando con ustedes
constaté que no nos reuníamos como nuestros antepasados, alrededor del fuego ni
en la boca de las cavernas, sino en una tertulia inolvidable, con bebidas
espirituosas que, sabiendo tan exquisitas como el anís del mono, nos otorgaban
la gracia de entrar en el reino de Dionisos, con la misma levedad con que
Alicia ingresó al país encantando a través del espejo.
Ya se sabe que Ficticia,
según refieren los mitos y leyendas, era un pájaro que concedía inmortalidad y
procuraba dotes de narrador a quien lograba atraparlo en el sueño o en la
realidad. Se cuenta que esa rara avis,
que los aztecas comparaban con sus deidades ancestrales, lucía un plumaje de
encendidos colores y una voz que, templando los violines del corazón,
embelesaba también a los más diestros cuenteros, quienes enmudecían alrededor
del fuego, donde se daban cita, noche tras noche, algunos seres ávida de
escuchar cuentos de encantos y espantos.
Ahora, convertido en
ciudadano honorable de Ficticia, me siento feliz de formar parte del concilio,
de ese selecto grupo de ficticianos a la cabeza del cuentista y taurómaco
Marcial Fernández, la fotógrafa Mónica Villa, el mago en cibernética Raúl José
Santos y el cartógrafo y futbolista fanático Diego García del Gállego. Me
siento feliz porque sé que Ficticia, gobernada por el dios lector, es una
ciudad construida con más precisión que la mítica Babilonia y con tantos
cuentos como los que conservó entre sus ruinas la biblioteca de Alejandría.
Pero algo más, Ficticia, como toda ciudad virtual, exenta de cortinas de
hierro, muros de Berlín y murallas chinas, tiene la virtud de agruparnos a los ficticianos del más aquí
y del más allá, con el único propósito de compartir lo que vimos y oímos, lo
que pensamos y sentimos, lejos de la absurda noción de fronteras y del
vocinglero chauvinismo, pues en esta comunidad literaria, a diferencia de lo
establecido por el imperio de la globalización, se respeta la diversidad de
voces, razas, credos y culturas.
En Ficticia se formó un
rico mosaico multicultural y se erigió un templo mayor, donde actualmente se
conjugan intereses comunes y donde todos, o casi todos, nos miramos la imagen
en el espejo del otro; más todavía, Ficticia, como bien reza en su acta de
fundación, no tiene afanes de lucro, salvo poner a salvo uno de las joyas más
preciadas de la narrativa como es el cuento, una verdadera pieza de orfebrería
cuando el artesano palabrero sabe trabajarla con la maestría de un joyero. No
cabe duda, el cuento es -y será- el diamante labrado entre las piedras
preciosas del cofre literario.
Por lo demás, ahora que
pertenezco legítimamente a la comunidad de Ficticia, debo agradecerles por
haberme acogido con los brazos abiertos, puesto que al retornar a la tierra de
los vikingos, con el corazón agitado como un caballo al galope, me traje el
recuerdo de un sueño convertido en realidad, un hermoso libro editado en la
colección Biblioteca de Cuentos Anís del Mono y, algo que es fundamental en la
vida, la sincera promesa de unos amigos que están dispuestos a conservar la
amistad a pesar del tiempo y la distancia, poniendo en jaque a la indiferencia
y procurando, una vez más, que la realidad supere a la fantasía.
Foto: De Izq. a der.
Armando González, Víctor Montoya, Marcial Fernández y Leo Eduardo Mendoza.
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