sábado, 15 de diciembre de 2018


EL LENGUAJE POSESIVO Y PATRIARCAL

El lenguaje, que ha evolucionado a lo largo de la historia, modificándose conforme a los cambios experimentados en las estructuras socioeconómicas, es un vehículo de transmisión del pensamiento de una colectividad, que maneja códigos lingüísticos para expresar sus ideas, usos y costumbres.

Desde el remoto pasado, como consecuencia natural de la ideología patriarcal, se perpetuaron los patrones lingüísticos que empoderaron a los hombres como a la fuerza dominante en la sociedad, que convirtió a la mujer en ciudadana de segunda categoría, habida cuenta de que el lenguaje, al tratarse de una construcción sociocultural establecida durante milenios, es un legado que usan los humanos, indistintamente de la edad o identidad sexual, para comunicarse con sus semejantes.

El lenguaje sexista y patriarcal, en la mayoría de las culturas, se usa como un instrumento que favorece más al género masculino que al femenino, al margen de que las mujeres ocuparon tradicionalmente los escalones más bajos de la pirámide social, económica y cultural, mientras los hombres tenían el control de las instituciones que normaban la conducta de la convivencia ciudadana desde una perspectiva posesiva y machista, como si su palabra hubiese sido la única que tenía más autoridad y credibilidad ante la colectividad.

Aunque la dominación del hombre sobre la mujer se inició aproximadamente hace seis millones de años, cuando la agricultura dio una sobreproducción que requirió de otras fuerzas de trabajo, la formación de un ejército y un Estado, la supremacía del hombre se acentuó y reprodujo patrones sexistas ancestrales en el comportamiento humano.

Desde que se estableció la propiedad privada sobre la propiedad colectiva, la supremacía masculina se reflejó también en el manejo del lenguaje cotidiano y los individuos se acostumbraron a hablar de manera posesiva, incluso a creer que poseen sensaciones que ni siquiera son materiales, como el dolor, amor o problema. No en vano es frecuente escuchar la frase: Tengo un problema, como si la palabra problema fuese un elemento concreto que se posee y no una expresión abstracta de las dificultades.

Es lógico que en una sociedad donde no sólo se poseen bienes materiales para la satisfacción y el goce personal, sino también privilegios de los cuales gozan unos pocos a costa de otros, como los dueños de los medios de producción del sistema capitalista, donde unos cuantos se benefician de las ganancias generadas por la fuerza de trabajo de las mayorías, entre las que se encuentran las mujeres.

El concepto de posesión y la palabra tener se manifiestan, asimismo, en otros planos de la vida sociocultural. De modo que es natural que la gente diga: mi médico (y no el médico que me trata la enfermedad), mi profesor (y no el profesor que me enseña), mi arquitecto (y no el arquitecto que construye la casa), como si estos profesionales formaran parte de su propiedad privada, aunque la necesidad de poseer no es una facultad innata de los seres humanos, programada genéticamente desde la noche de los tiempos, sino una facultad adquirida en un contexto social determinado, donde las personas no sólo poseen bienes materiales, sino también personas, como si estas no fuesen sujetos sino objetos sin alma ni cerebro.

El Estado burgués, basado en la propiedad privada de los medios de producción y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre la mujer. Se puede afirmar que el Estado tiene el ADN patriarcal y a nadie le resulta extraño que el hombre hable de la mujer como un bien privado o un objeto adquirido en un bazar.

Lo cierto es que el verbo tener se emplea siempre que se quiere hablar de manera posesiva. El hombre cuando se refiere a sus hijos habla como si fuesen su propiedad privada y cuando habla de la madre de sus hijos suele decir: mi mujer o mi esposa y no la mujer con quien comparto mi vida y es la madre de nuestros hijos. El hombre se hace la idea de que es dueño y amo de la mujer, como parte de una sociedad donde prima la propiedad privada y la mentalidad patriarcal.

El hombre cree poseer el cuerpo y los sentimientos de la mujer; cuando en realidad, los sentimientos, el cuerpo y los pensamientos le pertenecen solo a ella y que nadie puede convertir el amor ajeno en una propiedad privada. Sin embargo, en una sociedad patriarcal, el hombre cree haber privatizado todo como por mandato divino, incluso el amor y el dolor; sensaciones que no pueden verse ni tocarse y mucho menos poseerse, medirse o pesarse. Por lo tanto, lo que se llama tener dolor o tener amor no son más que expresiones simbólicas o metafóricas.

Si bien es cierto que la revolución industrial, que trajo consigo un inusitado desarrollo de la economía y la tecnología, incorporó a la mujer al sistema de producción capitalista, convirtiéndola en una obrera asalariada, es cierto también que la convirtió en un ser doblemente explotada, ya que el rol de la mujer, como madre y esposa, no puede analizarse al margen de la sociedad capitalista, que hizo de ella una esclava doméstica y una esclava de los medios de producción, aparte de que el Estado patriarcal, basado en la propiedad privada y la desigualdad social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre ella, cuya principal función consiste en procrear hijos, atender al marido y aportar, en el mejor de los casos, a la economía familiar.

El lenguaje machista y patriarcal es el reflejo de una sociedad construida de manera jerárquica y piramidal, donde los hombres ocupan la cúspide, con todos los privilegios y ventajas que les concede su condición de machos, y las mujeres ocupan la base de la pirámide social, sin más derecho que ser madres, esposas o hijas, aunque ellas sean -y siempre fueron- el motor que se mueve, desde el silencio y el anonimato, detrás de los hombres y de muchas de las ideas que transformaron las estructuras socioeconómicas y la vida cultural de las sociedades existentes hasta nuestros días.

jueves, 13 de diciembre de 2018


TRADICIONES NAVIDEÑAS

No hace mucho que el Tío, ni bien asomó el invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.

Cumplí con su pedido no solo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de Lucifer.

–¡Qué buen mozo! –exclamó mirándose, de arriba abajo, en el espejo–. Con esta pinta loca cualquiera puede conquistar el corazón de una sueca que busca un hombre exótico, capaz de encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
 
–No es tan fácil, Tío –aclaré, mientras destapaba la botella de vinglögg (vino para preparar ponche navideño), que compré para invitarle en su primer invierno en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.

El Tío, que posee la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una tetera puesta sobre una hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:

–¿Por qué compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?

–Porque es la bebida tradicional de la Navidad en Suecia. Se toma en invierno para aplacar el frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía con una cuchara las pasas, la canela y los clavos de olor en la tetera.

Después vacié el humeante líquido en una taza y se la pasé al Tío, quien, al sentir el aroma del alcohol, se acomodó en su trono, con los ojos iluminados por la alegría y los dientes perlados por la sonrisa.

–Hummm... –musitó al primer sorbo, relamiéndose los labios–. Esto me recuerda al té con trago y al sucumbé, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.  

El Tío, que hasta entonces también vio los adornos de la Navidad en la vivienda de los vecinos, obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:

–¿Qué simboliza ese arbolito de plástico, lleno de cintas, esferas, luces y regalos, que la gente tiene en el lugar más llamativo de su sala?

–Dicen que simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces multicolores que se encienden en vísperas de Noche Buena.

¡Noche Buena! ¿Cuándo es Noche Buena? –indagó atravesándome con la mirada y alisándose las barbas.

–El 24 de diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.

El Tío se quedó callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo: 

–¿Y cómo se enteraron del nacimiento del Redentor de la humanidad?

–Por medio de una estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor, Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre de Belén, acudieron, a lomo de camello, a adorarlo, llevándole preciosos regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir con dolor debido al pecado cometido por Eva, quien fue echada del Edén por haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones de la serpiente de Satanás.

–¡Ah, carajo! –prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno, dejemos de hablar del Redentor y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo, dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...

–En un hotel de refugiados políticos, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito, que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto y rubio como todos los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre de cada uno de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.

–¿Y para qué condones si no tenías ni mujer? –sonrió el Tío y sorbió el vinglögg con fruición.

No supe qué contestar. Me ruboricé como si el mismo vinglögg me hubiese quemado por dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:

–Los niños estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel; tenía gorro, máscara con los pómulos rosados y barba blanca; un traje rojo que le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba una bolsa de regalos al hombro y una lista de nombres en la mano.

El Tío sopló el líquido humeante y preguntó:

–¿Y quién es ese personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?

–Es Papá Noel –contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad, porque les trae los regalos con los cuales ellos sueñan todo el año. Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan año tras año.

–Qué coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos mucho –dijo ensimismado–. Él da regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él  aparece y desaparece por las chimeneas, y yo aparezco y desaparezco en las galerías...

–Sí, Tío –le dije–, pero en algo más se parecen.

–¿En qué, pues?

–En que Papá Noel, a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.

–¡Bien dicho, carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.

martes, 11 de diciembre de 2018


EL PATRIARCADO INVISIBILIZÓ A LA MUJER

La sociedad, además de sostenerse sobre pilares socioeconómicos, está estructurada sobre la base de una tradición cultural y un sistema de normas éticas y morales, que responden a los intereses del patriarcado a través de ideas que se manifiestan por medio de determinados códigos lingüísticos, que no son otra cosa que construcciones culturales que se transmiten, de manera consciente e inconsciente, de padres a hijos y de hijos a nietos.

El sistema patriarcal institucionalizó el dominio masculino en el seno de la familia y, consiguientemente, proyectó este dominio en todos los ámbitos de la vida social. Desde entonces, la mujer ha sido ignorada en los procesos de cambios trascendentales que se han producido en las sociedades existentes hasta nuestros días y, como si fuera poco, la mujer ha sido invisibilizada en la historia como un elemento ajeno a los cambios hegemonizados por los hombres.

La invisibilización consistía en omitir la presencia de determinado grupo social, mediante la discriminación, el racismo, la xenofobia, la homofobia, el racismo o el sexismo; en el caso concreto que se aborda en esta nota, la invisibilización afectó particularmente a las mujeres en varios planos de la vida familiar y social, como ocurrió en la relación entre la mujer y el trabajo.

Desde hace varios siglos se ha impuesto una conceptualización de trabajo, que contemplaba como tal  solo a la actividad productiva que se desarrollada en el ámbito público, pero no así en el ámbito doméstico, donde el trabajo de la mujer no tenía remuneración y estaba considerado como una obligación familiar, debido, en gran medida, al hecho de que existía una antigua división del trabajo entre los sexos, en la que las mujeres debían hacerse cargo del trabajo doméstico, en tanto los hombres debían hacerse cargo del trabajo que se realizaba fuera de casa; es decir, en el ámbito público, donde las mujeres estaban ausentes hasta que irrumpió el sistema capitalista, que requirió de la fuerza de trabajo de hombres, mujeres y niños.

En los estamentos de poder, la ideología de la supremacía masculina excluyó a la mitad de la humanidad, representada por las mujeres, quienes fueron tratadas como sujetos de ideas cortas y cabelleras largas, que hablaban mucho pero que no decían nada, que eran incapaces de aportar con inteligencia propia al desarrollo de las naciones. Los hombres las preferían como madres, esposas, amantes y, en el peor de los casos, como animales de carga.

El sistema patriarcal no sólo tuvo una intención discriminadora contra la mujer, sino el propósito de confirmar la supremacía del hombre, que controlaba todos los poderes de dominación socioeconómicos; es más, en varias culturas se limitó la participación de las mujeres en la formación de los sistemas educativos, donde la enseñanza de las ciencias humanísticas y tecnológicas estaban reservadas exclusivamente para los hombres 

El patriarcado, al ser una construcción cultural, dividía la vida social en una esfera pública y otra privada. La esfera pública correspondía al dominio masculino, mientras la esfera privada correspondía al mundo femenino; una realidad que instituyó la idea de que la mujer no podía ser excelente como “académica” sino como “ama de casa”. Por lo tanto, su obligación debía ser la de aprender a cocinar, asear, bordar, cuidar a los hijos y atender al marido. Se le negó la oportunidad a ocupar una posición superior al hombre en la vida social, política, económica y cultural. No podía votar ni postularse a cargos jerárquicos dentro de la administración pública y gubernamental. La mujer, simple y llanamente, debía cumplir el rol de secundar al hombre como su sombra, de manera sumisa y sin levantar la voz.

Ella siempre estuvo marginada y relegada a asuntos propios de su supuesta naturaleza: concebir hijos, cuidar a los ancianos y ocuparse de los quehaceres domésticos. No en vano los nombres de muchas profesiones estaban en género masculino, porque estas profesiones no eran ejercidas por las mujeres, quienes, estaban destinadas a quedarse en casa por normas patriarcales, prejuicios machistas y tradiciones culturales.