TRADICIONES
NAVIDEÑAS
No hace mucho que
el Tío, ni bien asomó el
invierno y sintió el frío calándole hasta los huesos, me pidió que lo arropara
con bufanda, gorro, poncho y botines de caña alta.
Cumplí con su
pedido no solo por evitarle una pulmonía de mil demonios, sino porque tenía
curiosidad por saber cómo se lo veía con una vestimenta diferente a su traje de
Lucifer.
–¡Qué buen mozo!
–exclamó mirándose, de arriba abajo, en el espejo–. Con esta pinta loca cualquiera
puede conquistar el corazón de una sueca que busca un hombre exótico, capaz de
encenderle la hoguera del amor en sus noches de invierno...
–No es tan fácil,
Tío –aclaré, mientras destapaba la botella de vinglögg (vino para preparar ponche navideño), que compré para invitarle en su primer invierno
en Suecia, aunque todavía no cayó la nieve ni el paisaje se vistió de novia.
El Tío, que posee
la facultad de mirar a través de las paredes lo que hacen los vecinos, sintió
desde hace días los olores de la Navidad, diferentes al de los gases malignos
del interior de la mina. Y, al verme vaciar el contenido de la botella en una
tetera puesta sobre una hornilla, con clavo de olor, canela y pasas de uva, se
calentó las manos con el vaho de la respiración y preguntó:
–¿Por qué
compraste vinglögg, cuando podías haber comprado el Casillero del Diablo?
–Porque es la
bebida tradicional de la Navidad en Suecia. Se toma en invierno para aplacar el
frío y templar el cuerpo –le expliqué mientras mecía con una cuchara las pasas,
la canela y los clavos de olor en la tetera.
Después vacié el
humeante líquido en una taza y se la pasé al Tío, quien, al sentir el aroma del
alcohol, se acomodó en su trono, con los ojos iluminados por la alegría y los
dientes perlados por la sonrisa.
–Hummm... –musitó
al primer sorbo, relamiéndose los labios–. Esto me recuerda al té con trago y
al sucumbé, que se toman en las frígidas noches del altiplano boliviano.
El Tío, que hasta
entonces también vio los adornos de la Navidad en la vivienda de los vecinos,
obedeció al natural impulso de su curiosidad y lanzó la pregunta:
–¿Qué simboliza
ese arbolito de plástico, lleno de cintas, esferas, luces y regalos, que la
gente tiene en el lugar más llamativo de su sala?
–Dicen que
simboliza el árbol que Dios puso en el Paraíso –contesté–. De ese árbol cuelgan
las frutas de la vida, representadas por manzanas, nueces, bizcochos y, en
sentido figurativo, por adornos esféricos dorados y plateados, y luces
multicolores que se encienden en vísperas de Noche Buena.
–¡Noche Buena! ¿Cuándo es Noche Buena? –indagó atravesándome con
la mirada y alisándose las barbas.
–El 24 de
diciembre, que es la noche en que nació Jesucristo. Dicen que para redimir a
los hombres de buena fe y construir un reino de paz y amor en la Tierra.
El Tío se quedó
callado y dubitativo, quizás pensando en que él, en su condición de absoluto
soberano de las tinieblas, era el único que sabía lo que era una noche buena y una noche mala. Luego aligeró otro sorbo de vinglögg, sin ch’allarle a la Pachamama, y dijo:
–¿Y cómo se enteraron
del nacimiento del Redentor de la humanidad?
–Por medio de una
estrella que iluminó los cielos del Oriente. Los Reyes Magos, llamados Melchor,
Gaspar y Baltasar, al enterarse del nacimiento del Macías en un pobre pesebre
de Belén, acudieron, a lomo de camello, a adorarlo, llevándole preciosos
regalos. La tradición cuenta que fueron guiados por la estrella hasta el mismo
lugar donde su santa madre lo tenía entre sus brazos después de un parto
indoloro, a diferencia del resto de las mujeres que fueron condenadas a parir
con dolor debido al pecado cometido por Eva, quien fue echada del Edén por
haber contrariado las palabras de su Creador y haber cedido a las tentaciones
de la serpiente de Satanás.
–¡Ah, carajo!
–prorrumpió–. Esto que me refieres parece un cuento de hadas. Pero, bueno,
dejemos de hablar del Redentor y pasemos a otro tema. Cuéntame, por ejemplo,
dónde y cómo pasaste tu primera Navidad en Suecia...
–En un hotel de
refugiados políticos, donde me llevaron los policías de inmigración apenas pisé
el aeropuerto de Estocolmo. El administrador del hotel alzó su copa de
aguardiente y brindó por la felicidad y la buena suerte. Al pie del arbolito,
que en realidad era la rama de un abeto natural, estaban los regalos empaquetados
y amarrados con cintas multicolores. El administrador, un hombre alto, robusto
y rubio como todos los vikingos, puso su taza en la mesa y, gritando el nombre
de cada uno de los presentes, repartió los paquetes con un gesto amable y una
sonrisa de ceja a oreja. A mí me tocó una bolsita de condones Black.
–¿Y para qué
condones si no tenías ni mujer? –sonrió el Tío y sorbió el vinglögg con
fruición.
No supe qué
contestar. Me ruboricé como si el mismo vinglögg me hubiese quemado por
dentro y, sin darle más chances, preferí proseguir con mi relato:
–Los niños
estaban reunidos en otra sala, donde entró un hombre disfrazado de Papá Noel;
tenía gorro, máscara con los pómulos rosados y barba blanca; un traje rojo que
le daba la apariencia de estar embarazado y unos botines de cabritilla; llevaba
una bolsa de regalos al hombro y una lista de nombres en la mano.
El Tío sopló el
líquido humeante y preguntó:
–¿Y quién es ese
personaje tan extraño, vestido de rojo como los demonios?
–Es Papá Noel
–contesté–. Es el personaje central de estas fiestas de derroche y alegría, de
farra y glotonería. Según la tradición escandinava, este viejito vive en los
bosques nevados al norte de Finlandia, desde donde llega una vez al año, pero
una sola vez, en un trineo tirado por renos. Los niños lo esperan con ansiedad,
porque les trae los regalos con los cuales ellos sueñan todo el año.
Antiguamente, aparecía por las chimeneas y, antes de desaparecer, depositaba
los regalos debajo de las almohadas o dentro de los calcetines que los niños
colgaban en la ventana. Mas ahora, que vivimos en una sociedad de consumo
desenfrenado, los niños saben que Papá Noel no existe, pero igual lo esperan
año tras año.
–Qué
coincidencia. Papá Noel y yo nos parecemos mucho –dijo ensimismado–. Él da
regalos a los niños y yo les doy el mineral como regalo a los mineros. Él aparece y desaparece por las chimeneas, y yo
aparezco y desaparezco en las galerías...
–Sí, Tío –le
dije–, pero en algo más se parecen.
–¿En qué, pues?
–En que Papá Noel,
a modo de castigo, no distribuye regalos a los niños desobedientes, como tú no
concedes los pedidos a quienes no te respetan ni te rinden pleitesía.
–¡Bien dicho,
carajo! –concluyó, tomándose con gusto el último sorbo de vinglögg.
No hay comentarios :
Publicar un comentario