EL LENGUAJE POSESIVO Y PATRIARCAL
El lenguaje, que ha evolucionado a lo largo de la
historia, modificándose conforme a los cambios experimentados en las estructuras
socioeconómicas, es un vehículo de transmisión del pensamiento de una
colectividad, que maneja códigos lingüísticos para expresar sus ideas, usos y
costumbres.
Desde el remoto pasado, como consecuencia natural
de la ideología patriarcal, se perpetuaron los patrones lingüísticos que
empoderaron a los hombres como a la fuerza dominante en la sociedad, que
convirtió a la mujer en ciudadana de segunda
categoría, habida cuenta de que el lenguaje, al tratarse de una
construcción sociocultural establecida durante milenios, es un legado que usan
los humanos, indistintamente de la edad o identidad sexual, para comunicarse
con sus semejantes.
El lenguaje sexista y
patriarcal, en la mayoría de las culturas, se usa como un instrumento que favorece
más al género masculino que al femenino, al margen de que las mujeres ocuparon tradicionalmente
los escalones más bajos de la pirámide social, económica y cultural, mientras
los hombres tenían el control de las instituciones que normaban la conducta de la
convivencia ciudadana desde una perspectiva posesiva y machista, como si su
palabra hubiese sido la única que tenía más autoridad y credibilidad ante la
colectividad.
Aunque la dominación del
hombre sobre la mujer se inició aproximadamente hace seis millones de años,
cuando la agricultura dio una sobreproducción que requirió de otras fuerzas de
trabajo, la formación de un ejército y un Estado, la supremacía del hombre se
acentuó y reprodujo patrones sexistas ancestrales en el comportamiento humano.
Desde que se estableció
la propiedad privada sobre la propiedad colectiva, la supremacía masculina se reflejó
también en el manejo del lenguaje cotidiano y los individuos se acostumbraron a
hablar de manera posesiva, incluso a creer que poseen sensaciones que ni siquiera
son materiales, como el dolor, amor o problema. No en vano es frecuente escuchar la frase: Tengo un problema, como si la palabra problema fuese un elemento concreto que
se posee y no una expresión abstracta de las dificultades.
Es lógico que en una sociedad
donde no sólo se poseen bienes materiales para la satisfacción y el goce
personal, sino también privilegios de los cuales gozan unos pocos a costa de
otros, como los dueños de los medios de producción del sistema capitalista,
donde unos cuantos se benefician de las ganancias generadas por la fuerza de
trabajo de las mayorías, entre las que se encuentran las mujeres.
El concepto de posesión y
la palabra tener se manifiestan,
asimismo, en otros planos de la vida sociocultural. De modo que es natural que
la gente diga: mi médico (y no el
médico que me trata la enfermedad), mi
profesor (y no el profesor que me enseña), mi arquitecto (y no el arquitecto que construye la casa), como si
estos profesionales formaran parte de su propiedad privada, aunque la necesidad
de poseer no es una facultad innata de los seres humanos, programada
genéticamente desde la noche de los tiempos, sino una facultad adquirida en un contexto
social determinado, donde las personas no sólo poseen bienes materiales, sino
también personas, como si estas no fuesen sujetos sino objetos sin alma ni
cerebro.
El Estado burgués, basado
en la propiedad privada de los medios de producción y la desigualdad social,
institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre la mujer. Se
puede afirmar que el Estado tiene el ADN patriarcal y a nadie le resulta extraño que el hombre hable de
la mujer como un bien privado o un objeto adquirido en un bazar.
Lo cierto es que el verbo
tener se emplea siempre que se quiere
hablar de manera posesiva. El hombre cuando se refiere a sus hijos habla como
si fuesen su propiedad privada y cuando habla de la madre de sus hijos suele decir:
mi mujer o mi esposa y no la mujer con
quien comparto mi vida y es la madre de nuestros hijos. El hombre se hace
la idea de que es dueño y amo de la mujer, como parte de una sociedad donde
prima la propiedad privada y la mentalidad patriarcal.
El hombre cree poseer el
cuerpo y los sentimientos de la mujer; cuando en realidad, los sentimientos, el
cuerpo y los pensamientos le pertenecen solo a ella y que nadie puede convertir
el amor ajeno en una propiedad privada. Sin embargo, en una sociedad patriarcal,
el hombre cree haber privatizado todo como por mandato divino, incluso el amor y el dolor; sensaciones que no pueden verse ni tocarse y mucho menos
poseerse, medirse o pesarse. Por lo tanto, lo que se llama tener dolor o tener amor
no son más que expresiones simbólicas o metafóricas.
Si bien es cierto que la revolución industrial,
que trajo consigo un inusitado desarrollo de la economía y la tecnología,
incorporó a la mujer al sistema de producción capitalista, convirtiéndola en una obrera asalariada, es cierto también que la
convirtió en un ser doblemente explotada, ya que el rol de la mujer, como madre
y esposa, no puede analizarse al margen de la sociedad capitalista, que hizo de
ella una esclava doméstica y una esclava de los medios de producción, aparte de
que el Estado patriarcal, basado en la propiedad privada y la desigualdad
social, institucionalizó el supuesto derecho que tiene el hombre sobre ella,
cuya principal función consiste en procrear hijos, atender al marido y aportar,
en el mejor de los casos, a la economía familiar.
El lenguaje machista y
patriarcal es el reflejo de una sociedad construida de manera jerárquica y
piramidal, donde los hombres ocupan la cúspide, con todos los privilegios y
ventajas que les concede su condición de machos,
y las mujeres ocupan la base de la pirámide social, sin más derecho que ser
madres, esposas o hijas, aunque ellas sean -y siempre fueron- el motor que se
mueve, desde el silencio y el anonimato, detrás de los hombres y de muchas de
las ideas que transformaron las estructuras socioeconómicas y la vida cultural
de las sociedades existentes hasta nuestros días.
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