miércoles, 26 de julio de 2017


LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE FILIPPO

¿Qué se puede decir de un luchador social como Filemón Escóbar? Supongo que son muchos quienes conservan en su memoria una imagen particular del dirigente político y sindical, con sus virtudes y defectos, sus encendidas polémicas y sus declaraciones públicas, unas veces, acertadas y, otras, controvertidas, como en cualquier hombre cuya ocupación consistía en analizar la realidad social, política y económica de un país que no deja de sorprendernos cada día por su esencia compleja y contradictoria.

Debo confesar que Filippo, conocido también como el Flaco en el seno familiar, era en realidad mi tío, el hermano menor de mi señora madre, Gloria Lora Escóbar. Por eso mismo, me embarga su partida y, al mismo tiempo, me llena de orgullo el simple hecho de haber sido su pariente; un privilegio que me permitió conocerlo en algunas de sus facetas menos mentadas entre sus amigos y enemigos.

El cuarto de los solteros

En cierta ocasión, cuando alcancé el umbral de la pubertad, me pidió que cuidara el cuarto que disponía en el campamento II del centro minero de Siglo XX, conocido por sus camaradas como el cuarto de los solteros, donde me enfrenté a un ambiente de pesado aire y pocos muebles. Lo primero que me impresionó fue ver pipas de todos los tamaños, colores y marcas, esparcidas por doquier, y en el piso un manto de cenizas y tabaco, que él fumaba de manera empedernida. De ahí que no es casual que el cáncer de pulmón haya sido la enfermedad que le aceleró la muerte.

Lo que muchos todavía desconocen es que Filippo, para bien o para mal, era el hermano menor del ideólogo trotskista Guillermo Lora Escóbar y del caudillo y mártir obrero César Lora Escóbar. Filippo se inició como dirigente minero en el distrito de Siglo XX y, en mérito a su lucha por mejorar las condiciones de vida de sus compañeros de clase, llegó a ser uno de los principales miembros de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia y de la Central Obrera Boliviana.

Una vida en la clandestinidad

Lo encontré esporádicamente durante los años de la represión política desencadenada por el régimen dictatorial de Hugo Banzer Suárez. Aparecía en mi casa por las noches y por las noches desaparecía, para no despertar sospechas en el vecindario. Estaba acostumbrado a la dura vida clandestina. Así vivió y sobrevivió durante la represión del Comando Político del MNR, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales; era ingenioso para disfrazarse y mimetizarse entre la gente, sin que nadie advirtiera su presencia ni lo reconociera.

Recuerdo que una vez, ya entrada la noche, llegó a mi casa, ubicada en la ahora Avenida María Barzola, a poco de haber burlado el control policial en las trancas de Huanuni y Llallagua. Cuando le abrí la puerta, no pude reconocerlo porque estaba ataviado con una indumentaria típica de los hippies de los años 60, con botines de caña alta, chaqueta de cuero revuelto, peluca hasta los hombros, mostachos largos, gafas oscuras y gorro con borla en la nuca; desde luego que él usaba gorritas desde entonces, pero no tanto por seguir la tradición iniciada por su amigo Liber Forti, sino más bien para disimular su prematura calvicie, que para él no era nada elegante, quizás por eso admiraba la cabellera cetrina y espesa de quien la lucía como un tupe en la cabeza.

Una de esas noches, antes de despedirse y partir con rumbo desconocido, me pidió que le regalara mis juegos de lego, diciéndome que les serviría a sus hijos, y me pidió mi poncho de alpaca a cambio de una chamarra de cuero que nunca vi ni llegó a mis manos. Sólo años más tarde, al experimentar en carne propia las vicisitudes de la persecución y la clandestinidad, comprendí que el falso compromiso era una de las tantas formas de sobrevivencia de un clandestino con responsabilidades familiares. 

El amigo de los libros

En esos mismos años de clandestinidad, despedido de su fuente laboral por su actividad subversiva, se refugió en las ciudades, donde aprovechó su tiempo para leer y escribir, aunque él solía decir que leía y escribía sólo en sus ratos de ocio. Sin embargo, lo cierto es que Filippo tenía siempre un libro a mano; así lo conocieron los dirigentes universitarios de la UMSA durante el gobierno de Alfredo Ovando Candia, cuando se encontraba en calidad de huésped-clandestino en el último piso del Monoblock y, más tarde, cuando un grupo de curas le ofreció cobijo y trabajo como profesor de filosofía y literatura en un colegio secundario de Cochabamba, donde los alumnos lo conocían por su nombre ficticio y lo trataban de hermano, creyendo que era un cura más y no un refugiado de la sañuda persecución banzerista.


Fue en aquella época que leyó una montonera de libros de literatura y filosofía no sólo porque tenía que preparar sus lecciones para impartírselas a sus alumnos, sino también porque tenía la necesidad de completar su bagaje cultural con una lectura que contribuyera a sus conocimientos de marxismo, leninismo y trotskismo; lecturas que después, tras el Decreto Supremo 21060 y la relocalización minera en 1985, le sirvieron para complementar sus teorías en torno a complementariedad de los opuestos, la ecología medioambientalista y el indigenismo katarista, que lo llevaron a apartarse definitivamente de las concepciones del marxismo ortodoxo para declinar hacia las concepciones pluralistas y electoralistas; una discusión que sostuvimos durante toda una noche en la casa de mi madre, mientras nos vaciábamos las botellas de vino que mi padrastro añejó en el depósito de su casa, ubicada en un barrio de la ciudad de Estocolmo.
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El reencuentro en Suecia

Al cabo de unos años, cuando nos reencontramos en Suecia, me comentó que el alcalde potosino René Joaquino era su candidato a la presidencia en las elecciones que se avecinaban, y me enseñó el programa que recién había elaborado como declaración de principios de Alianza Social (AS), convencido de que Joaquino sería el mejor contrincante de Evo Morales en el proceso electoral.

Ese mismo día, mi madre, que era su hermana mayor por dos años, lo invitó a sentarse a la mesa para almorzar. Y, a modo de demostrarle el cariño y respeto que se tuvieron desde la infancia, se esforzó por cocinar platillos con sabor boliviano, y cuando lo llamó, lo hizo por su apelativo de Flaco, que ella solía reducirlo al diminutivo de Flaquito. No era para menos, pues Filippo siempre fue delgado y espigado, probablemente, porque tenía los genes de su padre de ascendencia palestina, quien nunca le dio su apellido ni lo reconoció como a su hijo legítimo.

Al término del almuerzo, recorrió la silla y se puso de pie, se quitó la chompa, la camisa y la camiseta y, dándose media vuelta, nos mostró la enorme cicatriz que tenía en la espalda, tras la intervención quirúrgica que le realizaron en Santiago de Chile. Dio saltos con los brazos en alto y, tocando con los dedos de la mano el cielo raso del comedor, dijo con gran ahínco: ¡No tengo nada! ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!... Aunque todos sabíamos que le quitaron medio pulmón y que el cáncer no era como la gripe que se iba del cuerpo.

Él volvió a sentarse a la mesa y, como es natural, conversamos de manera larga y tendida sobre la vida política del país; un tema que a él le apasionaba tanto como tomarse café, fumarse cigarrillos o leer las publicaciones que caían en sus manos. No es casual que, mientras recordábamos su pasado como militante del Partido Obrero Revolucionario (POR), me clavó su mirada escudriñadora y dijo: Lo único que tengo que agradecerle a Guillermo (Lora) es mi gusto por la lectura. Él me inculcó el hábito de la lectura.

Todos tenemos que morir de algo

Todos sabíamos que, por prescripción médica, estaba terminantemente prohibido de que volviera a fumar, pero él, de manera obstinada, seguía queriendo pitar, al menos para aplacar un instante su adicción crónica al tabaco. Mi tía Olga lo acechaba de cerca, intentando evitar que Filippo se llevara la hebra del cigarrillo a la boca. Así fue como una tarde, apenas salimos al patio para tomarnos un baño de sol, lo sorprendió pitando. Ella se plantó delante de él y, en tono de reproche, le dijo: ¡Eres el colmo, Flaco, no puedes seguir fumando! A lo que él, con una mirada de sorna y echando una bocanada de humo, le replicó: ¡Va, que importa, oye! ¡No molestes, oye!¡Todos tenemos que morirnos de algo!


Para entonces, Filippo había sido excluido del Movimiento Al Socialismo (MAS), acusado de haber recibido dineros de la embajada norteamericana para darles cancha libre a los mercenarios de la DEA. Él juraba que esas acusaciones eran patrañas montadas por los asesores cubanos del gobierno, porque nunca recibió un solo centavo de nadie y mucho menos de los gringos interesado por erradicar las plantaciones de coca en el Chapare; más todavía, estaba convencido de que las falsas acusaciones eran los mismos métodos estalinistas, que se usaron en la Unión Soviética durante los años de purga contra los trotskistas y críticos de la burocracia del Kremlin.

Un obrero intelectual

Un día, después del almuerzo, salíamos de la casa de mi madre y nos fuimos a dar unas vueltas por los bosques de Tyresö, donde aprovechamos para conversar sobre diversos temas que eran de su dominio. Fue entonces que me di cuenta de que Filippo, a diferencia de la mayoría de los mineros, era un obrero intelectual, un autodidacta que no sólo leía, sino que también escribía con la misma pasión con que se dedicaba a sus quehaceres de dirigente político y sindical.

Conocía la realidad de los mineros desde el interior de la mina y se relacionó con los dirigentes legendarios del sindicalismo nacional. Por cuanto no es casual que en su libro Semblanzas, que es un magnificó testimonio personal y colectivo, aparezcan bosquejadas las biografías de varios de ellos, como Juan Lechín Oquendo, Simón Reyes, César Lora, Isaac Camacho, Federico Escóbar, Irineo Pimentel y Domitila Barrios de Chungara, sin dejar de lado a otros personajes de la política nacional y a un par de gerentes de la Empresa Minera Catavi.

No cabe duda de que Filippo era uno de los pocos obreros intelectuales, gracias a su inteligencia natural y sus ganas de saber cada vez más, más y más, como quien quiere superarse a sí mismo en su condición de persona sentipensante. No es nada raro que, entre la variada gama de dirigentes mineros de todos los tiempos, haya sido el único o casi el único que tenía la facultad de metamorfosearse de su condición de topo en ratón de biblioteca.

De llok’allas y mangueros

Cualquiera que conversaba con Filippo, se daba cuenta de que este hombre, de recio temple y actitud impulsiva, que estaba acostumbrado a llamar las cosas por su verdadero nombre; al blanco, blanco y al negro, negro, era una piedra en el zapato de los gobernantes, a quienes, sin consideraciones ni pelos en la lengua, los trataba de carajitos, cojudos y llok’allas. En cierta ocasión, cuando le hice notar que sus expresiones eran peyorativas y rayaban en el menosprecio y la discriminación, me contestó que no tenía otra forma de referirse a los traidores del pueblo, a los mangueros del gobierno y a los tránsfugas que nunca lucharon contra las dictaduras militares para recuperar la democracia cautiva, que no sabían lo que eran las cárceles, las torturas ni el exilio; pero que, sin embargo, se treparon al poder para desvirtuar los principios del programa que él mismo elaboró antes de que se fundara el MAS, con una sigla que le compraron a un falangista cruceño.

Lo interesante es que Filippo, antes y después de su participación en el parlamento boliviano, donde se hizo conocido por agarrarles a t’ajllazos (sopapos) a sus adversarios políticos, no podía estar sin leer ni hacer apuntes de su experiencia, con la convicción de que todo esto le serviría para escribir sus libros que, con el apoyo de sus amigos y dineros de su propio bolsillo, se publicaron uno a uno. De los cinco libros que conozco, De la revolución al Pachakuti es el que mejor refleja los triunfos y las derrotas en su vida, desde su infancia encerrada en un orfelinato para huérfanos de la Guerra del Chaco, su formación como dirigente sindical, su participación en las dos cámaras del parlamento boliviano y sus posteriores roces con el poder político; un poder que se le esfumó de su control y de sus manos, porque tuvo la mala suerte de haber sido estrangulado por el mismo Frankestein que él intentó crear a su imagen y semejanza.

A mi retorno a Bolivia, cuando me encontraba de paso por Cochabamba, me llamó por teléfono para invitarme a su cumpleaños. Le agradecí por el cometido, pero le expliqué que no podía asistir porque tenía previsto, desde hacía mucho tiempo, una reunión importante con unos amigos. Él subió el tono de su voz y, casi gritándome desde el otro cabo del teléfono, me dijo: ¡Qué reunión importante ni qué ocho cuartos. En este país no hay otro tipo más importante que yo, así que tienes que venir nomás, oye… Si no vienes, te voy a cortar los huevos, carajo! Con amenazas y todo, no pude deshacerme de mi compromiso ni pude asistir a celebrar su cumpleaños. Desde ese día, no volvimos a hablarnos ni a fundirnos en un afectuoso abrazo entre un tío y un sobrino.

El legado de un carismático hombre

Ahora que Filippo no está ya con nosotros, sólo nos queda su legado de lucha, sus libros con experiencias vividas y sufridas, sus malas palabras, sus actitudes irreverentes contra los poderes de dominación y sus sabias enseñanzas que nos harán falta a todos, a los que estaban con él y a los que estaban en contra, porque Filippo correspondía a esa categoría de hombres que, a pesar de su partida, permanecerá en la memoria histórica del pueblo y brillará con luz propia en la constelación de los mejores líderes políticos y sindicales que parió el movimiento obrero boliviano.


Asimismo, el Filippo humanista, revolucionario y contestatario, seguirá siendo mi tío Flaco, con quien tenía coincidencias y discrepancias, pero también con quien tuve la fortuna de compartir inolvidables momentos tanto dentro como fuera del país, y a quien siempre lo recordaré con un profundo cariño y respeto, porque de él aprendí mucho, como de un maestro armado de conocimientos, aunque él nunca tuvo la intención de enseñarme nada, atenido a la idea de que un escritor, como me lo dijo en una de nuestras charlas, es una persona que aprende más de los libros que de las conversaciones que se las lleva el viento.

Siempre será recordado

El Filippo de los ojos grandes y claros, la piel algo picada por el acné de la adolescencia y la voz con inflexiones de mando, el Filippo con la pinta del playboy minero y la risa amigable que, cuando estaba de buen humor, podía estallar en una sonora carcajada, será siempre recordado por esa llama interior que lo convertía en un personaje ineludible y carismático. De su inteligencia natural y su fecunda verba, que despertaba la admiración de los suyos y la furia de sus enemigos, no hay nada que hablar, salvo que sus ideas, transformadas en palabras, se le disparaban como dardos por la boca, unas veces para defender sus principios ideológicos y otras veces para ofender a sus adversarios.

Con todo, el Filippo intelectual será el que permanecerá entre nosotros a través de sus obras, puesto que no necesitó de intermediarios ni plumas prestadas para escribir, con su puño y letra, algunas de las tesis políticas fundamentales del movimiento obrero boliviano, como no necesitó de voces prestadas ni correctores de pruebas para escribir su historia personal, desde Testimonio de un militante obrero hasta su libro Semblanzas que, con sus aciertos y desaciertos, resultó ser la historia de todo un pueblo. En esto radicaba, probablemente, la importancia de llamarse FILIPPO, con mayúsculas.

Imágenes

Filippo con su infaltable bolsa de coca
Filippo en su biblioteca
Filemón Escóbar, Víctor Montoya y Olga Vásquez
Interviene en un ampliado minero en su juventud

viernes, 7 de julio de 2017

José Martínez, Pastor Mamani, Víctor Montoya, Jaime Flores y Edgar “Huracán” Ramírez 

SE PRESENTÓ CRÓNICAS MINERAS EN LLALLAGUA

El pasado 23 de junio, en un solemne acto que tuvo lugar en la población minera de Siglo XX- Llallagua, se presentó Crónicas Mineras, la reciente obra del escritor Víctor Montoya, dentro del marco de las actividades realizadas con motivo de la conmemoración de los 50 años de la masacre de San Juan, que fue perpetrada por la entonces dictadura militar de René Barrientos Ortuño, en la madrugada del 24 de junio de 1967. 

Los responsables de presentar el libro, José Martínez, Jaime Flores López y Oliver Ayaviri, junto a los comentarios de Edgar Huracán Ramírez (jefe del Sistema de Archivo Histórico Minero de Comibol) y Pastor Segundo Mamani (Presidente de la Corte Suprema de Justicia), coincidieron en que Crónicas Mineras es una obra que tiene un enorme valor histórico, debido a que rescata una parte de la memoria colectiva de los mineros, a través de crónicas que giran en torno a las masacres mineras y la trayectoria de varios dirigentes sindicales del movimiento obrero boliviano.   

El autor, como todo cronista fiel a su época y sus ideas, conoció personalmente a varios de los protagonistas de su obra. Sus palabras son certeras y sus juicios válidos, pues una cosa es escribir sobre algo que se investiga en bibliografías y otra muy distinta sobre algo que se narra en primera persona y luego de haber conversado con los personajes retratados con un estilo periodístico elegante, introspectivo y revelador.

Cónicas Mineras es una buena y amena síntesis de algunos episodios históricos rescatados de la memoria de un pueblo que, en los periodos más trágicos de su pasado, soportó dictaduras militares, apresamientos, torturas, destierros y crímenes de lesa humanidad, pero que nunca renunció a sus sueños ni esperanzas de forjar una sociedad más justa y libre, donde todos los ciudadanos pudieran gozar de las prerrogativas del Estado de Derecho.

Víctor Montoya, escritor reconocido por su vasta producción literaria tanto a nivel nacional como internacional, no deja de sorprendernos con estas crónicas que, a diferencia de su obra narrativa en el género del cuento o la novela, lo muestran de cuerpo entero, con sus preocupaciones más íntimas y sus experiencia adquiridas en el seno de los mineros, a quienes los considera los mentores de sus fundamentos ideológicos. Él mismo, refiriéndose a la gran influencia que el mundo minero tuvo en su vida, afirmó: Los mineros han marcado a fuego mi vida y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto abstracto, sino un derecho fundamental que debe conquistarse para vivir en una sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más que nadie.
 
El autor del libro, afirmándose en el testimonio de mineros y palliris, de artistas plásticos y escritores, narra la dramática realidad de los trabajadores del subsuelo que, aun habiéndose constituido en el pilar fundamental del naciente capitalismo boliviano, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, se quedaron al margen de las ganancias millonarias de los barones del estaño y de los órganos del poder, cuyas políticas extractivistas y legislaciones al servició de la insipiente burguesía nacional y los consorcios imperialismo, crearon un enorme abismo entre unos que tenían todo y otros que no tenían nada.     

La estructura del libro es una suerte de galería, con hechos y personajes engranados en la historia del movimiento obrero boliviano del siglo XX. Las semblanzas de los líderes del sindicalismo nacional como César Lora, Isaac Camacho, Cirilo Jiménez o Domitila Barrios de Chungara, han sido trazadas a partir de los recuerdos que el autor conservó en su memoria desde la infancia. Asimismo, las trágicas escenas de las masacres mineras, como la del 21 de diciembre de 1942 en los Campos de María Barzola o la masacre minera de San Juan en la madrugada del 24 de junio de 1967 en Siglo XX, están escritas desde una perspectiva personal, pero sin eludir el testimonio colectivo, que es el principal soporte de cada uno de los textos.

Lourdes Peñaranda Morante, bibliotecóloga y responsable del Archivo Minero de Catavi, apunta en la introducción del libro: Esperemos que estas Crónicas Mineras, que nos entregan un puñado de finas estampas arrancadas de la veta más rica de la producción literaria del autor, sean un estímulo para rememorar las luchas sociales que permitieron conquistar mejores condiciones de vida y, al mismo tiempo, contribuyan a perpetuar la memoria histórica de los mineros, palliris y amas de casa, quienes, con legítimo derecho y autoridad moral, son los principales protagonistas en estas páginas escritas con la pasión del alma y el pensamiento anclado en el corazón.

martes, 4 de julio de 2017


LA MASACRE MINERA DE SAN JUAN EN VERSOS

La masacre de San Juan en versos, desplegada en pocas y selectas páginas, es una poética que gira en torno al fatídico episodio que enlutó a las familias mineras la madrugada del 24 de junio de 1967, cuando el régimen dictatorial de René Barrientos Ortuño, asesorado por la CIA y secundado por el Alto Mando Militar boliviano, decidió tomar por sorpresa las poblaciones de Llallagua, Siglo XX, Cancañiri y Catavi, con el pretexto de frenar la subversión extremista, arrestar a los dirigentes Castro-comunistas y evitar que los trabajadores realicen su ampliado minero, con el propósito de apoyar a la gesta guerrillera comandada por Ernesto Che Guevara en las montañas de Ñancahuazú.

Las tropas del regimiento Rangers, Camacho y 13 de Infantería, ingresaron a los campamentos mineros amparados por la oscuridad y disparando sus armas automáticas contra la población indefensa, justo a la hora en que unos se recogían a descansar y otros se alistaban para ingresar a trabajar en la primera punta. Los tiros de las ametralladoras, morteros y bazucas, que en principio se confundían con la detonación de los cohetillos y cachorros de dinamita, se escucharon por algunas horas en la población civil y los campamentos, como un estampido similar a los truenos infernales, mezclándose con el lamento de los heridos, el llanto de los niños y el grito de protesta de las amas de casa. Al cabo de la denominada Operación Pingüino y al nacer la alborada de aquel 24 de junio, en que el frío y el viento hacían crepitar la piel, las calles estaban regadas por raudales de sangre y los dolientes recogían cadáveres de hombres, mujeres y niños.

La poesía revolucionaria requiere no sólo de un razonamiento y argumentación convincentes, sino también de una exposición donde la melodía prosódica y la connotación semántica de las metáforas sean recursos válidos para exaltar el discurso poético, cuyo significado y significante están destinados a cumplir la función de transmitir las ideas libertarias de un modo esplendido y sin ambigüedades, como en esa poesía musicalizada por el cantautor Nilo Soruco, en la que sus versos, dedicados al dirigente Rosendo García Maisman, van más allá de las simples plegarias, hipérboles y alegorías, en un intento por reivindicar la intrépida actitud de un hombre que, luego de tocar la sirena del sindicato en señal de alarma, defendió el edificio y la radioemisora La Voz del Minero, armado con un fusil M-1, hasta que una bala le alcanzó en su humanidad y le arrancó la vida entre borbotones de sangre.

Estas poesías de denuncia y protesta, que reflejan su propiedad expresiva en el manejo ético y estético del lenguaje, son las mejores manifestaciones de quienes dedican su tiempo y talento al oficio de hilvanar palabras que, una vez lanzadas como dardos de rebelión y reflexión crítica, encuentren ecos en la mente y el corazón de los lectores sensibles ante el dolor humano y las injusticias sociales.
 
El fuego de la palabra escrita, en un contexto herido y convulsivo, tiene una fuerza capaz de tocar las fibras íntimas del ser y trastocar las emociones alojadas en las galerías del alma. Esto ocurrió en el congreso de escritores realizado en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisa, el 26 de junio de 1967, donde el vate Jorge Calvimontes y Calvimontes provocó, durante la declamación de su poema La fogata de San Juan, la muerte por infarto del profesor Miguel Ángel Turdera Pereyra, quien se desplomó delante de las absortas miradas de un público de sentimientos abrumados y respiración en vilo.

Esta poesía de compromiso social, que transmite razonamientos y estados de ánimo, constituye una majestuosa sinfonía que se alza en crescendo para dejar constancia de que los crímenes de lesa humanidad no pueden quedar en el olvido ni en la impunidad. De ahí que el poeta que escriba y describa la trágica historia de la masacre, con las técnicas propias del género más exigente de la literatura, donde la belleza del poema depende de la pasión, capacidad y experiencia del autor, logrará crear una obra imperecedera, digna de un artista comprometido con el verbo y la realidad social.

Los poetas reunidos en esta breve antología, aparte de recrear con la intensidad vibrante de sus versos una realidad dramática, que les tocó vivir a las familias mineras en carne propia, saben rescatar con innovación y creatividad la integridad de un país que, a pasar de los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las masacres insensatas, supo luchar y resistir contra los enemigos de la soberanía nacional, bajo la hegemonía de los trabajadores de los centros mineros como Siglo XX, que fue escuela y escenario de eximios oradores y grandes líderes sindicales, como Federico Escóbar, César Lora, Isaac Camacho y Domitila Barrios de Chungara, entre tantos otros.

En síntesis, al cumplirse medio siglo de la Masacre de San Juan, los poetas nos recuerdan, entre verso y verso, la necesidad de rescatar la memoria histórica de los mineros y rendirles un justo homenaje a los mártires caídos bajo el fuego fulminante de la bota militar, que sembró el pánico y el terror entre las fogatas menguantes del 24 de junio de 1967, que empezó siendo una fiesta tradicional y terminó cubriéndose de sangre, lágrimas y suspiros de hondo pesar.

lunes, 3 de julio de 2017


UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA

En una exposición fotográfica realizada en el Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de pavor.

La imagen, que tenía el aspecto de una piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.

La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos
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Las mujeres, acusadas de brujería, eran conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como antorchas en la hoguera. Para demostrar si una mujer era o no bruja, le pinchaban con espinas en las partes sensibles del cuerpo o la lanzaban a un caudaloso río, con las manos y los pies atados para dificultar el nado. Si la acusada era más liviana que el agua, si flotaba y no se hundía como una roca, estaba comprobado de que era bruja; pero si, por el contrario, no flotaba y se ahogaba, era absuelta de las acusaciones y se le daba cristiana sepultura.

Algunas sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la Inquisición. Consistía en atravesar una estaca por el ano y sacarla por la boca. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera gradualmente hasta quedar ensartada.

A las madres solteras las despeñaban de una montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.

La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente, como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino, a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies, encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas servidas.

¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la prisión, la tortura y la hoguera.

La Inquisición fue abolida en 1834, pero la tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento de escarmiento y humillación.

Por otro lado, en medio de la violencia provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra tortura pasó a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.    

Es suficiente pensar que la tortura, esta práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran una bestia o un asesino potencial.

En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma personal que habita en el pozo de la memoria.