martes, 30 de agosto de 2011



UN TESTIMONIO ENTRE CUATRO PAREDES

En el apartamento de Angel Ontiveros, como en toda casa de soltero donde le faltan los detalles de la mano femenina, todo tiene su tiempo y su lugar; el reloj de pared tiene las agujas que corren al revés y las mujeres de su preferencia miran y sonríen por doquier, pues ni siquiera estando en el baño -el sitio más privado de un apartamento- uno está libre de esas mujeres semidesnudas que, convertidas en hermosos afiches, provocan una inmediatez erótica.

Ontiveros, aparte de los toques surrealistas de su apartamento, tiene una suerte de ocurrencias, como eso de haber trascrito, a pulso y con letra de imprenta, un párrafo de El arte de amar de Erich Fromm; una cita que, en un formato de aproximadamente dos metros por dos, puso sobre la cabecera de su cama, entretanto en la puerta del dormitorio nos sorprende un letrero que dice: Schiiissst...! Obrero durmiendo. Despertarme a las 16.00. Firma: El capitán.

Sobre el televisor tiene un retrato de familia, donde asoman su madre y sus hermanos, y donde él, la cabeza inclinada a un costado y los hombros encogidos, trasluce un gesto de niño arisco, como si el fotógrafo le hubiera obligado a posar contra su voluntad. Con todo, su apartamento, que parece hecho para la sorpresa y el asombro, es relajante y acogedor como su dueño.

Angel Ontiveros viste con evidente sencillez, indiferente a la moda intelectual. Unas veces se deja crecer la barba al estilo Fu Manchú y, otras, una melena alborotada que, ajustada por un cintillo a la altura de la frente, le concede la pinta de un hippy a destiempo. Pero eso sí, lo más característico es su maletín de invandrare (inmigrante), en el que carga los libros de su preferencia, su cd-rom portátil y, de cuando en cuando, las cervezas o la botella de trago que invita a quienes comparten sus inquietudes, puesto que Ontiveros es un amigo que se desvive por los amigos.

En su apartamento, ubicado en una colina de la montaña de las frambuesas (Hallonbergen), en las afueras de Estocolmo, se arman las tertulias para hablar de la obra de Jaime Saenz o de la vida de los poetas malditos, hasta cuando alguna de sus enamoradas nos sorprende parapetados en el comedor, donde nos refugiamos para conversar hasta perder la voz, mientras transcurre la noche y nos sorprende un nuevo día, como a esos bebedores fuertes que están acostumbrados a empinar el codo en plena calle y a vaciarse el trago del gollete de la botella, dispuestos a salirse del tiempo y del espacio para ingresar en otros, donde todo está permitido, excepto la muerte disfrazada de vieja.

A pesar de sus caminatas por el otro lado de la noche, donde algunos se refugian en un silencio que no puede ser traspasado por nadie, es un trabajador a tiempo completo, un revolucionario sin partido ni programa, pero con una clara convicción de que un día se hará la justicia social por las buenas o por las malas. No en vano es miembro activo del movimiento de solidaridad con los insurgentes de Chiapas y uno de los contestatarios contra el autoritarismo de la sociedad de consumo,  donde él sabe que uno vale lo que tiene, y donde el que nada tiene, nada vale...


Todavía recuerdo la noche en que nos reunimos en su apartamento, junto con el poeta Javier Claure, para despedir a los escritores Alberto Guerra y Homero Carvalho, quienes asistieron invitados desde Bolivia al Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa, que se realizó en Estocolmo en septiembre de 1991. En esa ocasión, en que se bebió botellas de Vodka y se habló de todo y de todos, surgió la idea espontánea de posar ante la cámara fotográfica de su amada Tity, con la intención de perpetuar nuestro encuentro y nuestra despedida en una o dos fotografías. Fue entonces cuando Homero Carvalho, actuando bajo los efectos del alcohol, tuvo la ingeniosa iniciativa de sacarse una fotografía enfundado en un abrigo del Ejército Rojo, que Ontiveros trajo como souvenir desde Berlín, tras la caída del Muro, se entiende. Días después, cuando revelaron las fotografías, nos quedamos sorprendidos ante una imagen que nos llamó la atención, pues Homero Carvalho, uno de esos seres de palabras, retratado con el abrigo del Ejército Rojo, de perfil y la mirada clavada en la nada, representaba la imagen casi perfecta de Stalin, con la cabellera peinada hacia atrás y los mostachos nietzscheanos cubriéndole los labios.

Ésta es una de las tantas anécdotas vinculadas al apartamento de Angel Ontiveros, a quien espero se lo conozca mejor una vez que publique su poemario que permanece inédito. Dice estar escribiendo sus versos agarrado de las manos de Borges y Octavio Paz, quienes le inspiran a escribir en sus ratos de ocio y en sus noches de Drácula, pues no olvidemos que, por las necesidades de subsistencia y las condiciones laborales, este poeta solterón vive de noche y duerme de día.

Foto: De izq. a der. Víctor Montoya, Javier Claure, Alberto Guerra, Ángel Ontiveros y Homero Carvalho.