viernes, 25 de julio de 2014


LOS ANDES NO CREEN EN DIOS

La realidad minera llega una vez más al séptimo arte. Ya antes se habían rodado Aiza, basado en un cuento del mismo nombre de Oscar Soria Gamarra, y Socavones de angustia, inspirado en la novela de Fernando Ramírez Velarde; dos verdaderos impulsores de la literatura minera del siglo XX.

Los Andes no creen en Dios, cuyo guión fue el resultado de una interpretación libre de una novela y dos cuentos de Adolfo Costa du Rels, es una mega producción que cuenta en su reparto con actores de primera línea. Se trata de una película que, como pocas veces, intenta hacer justicia a la obra literaria. La novela Los Andes no creen en Dios y los cuentos Plata del diablo y La Misk’i Simi (la de la boca dulce, en quechua), ambientados en la población minera de Uyuni y otras regiones aledañas de Potosí, redescubren una Bolivia de los años 1920-40; época en que la explotación de los yacimientos minerales experimentaba un auge y un esplendor sin precedentes.

La producción de la película demuestra que la realidad minera es -y seguirá siendo- una de las vertientes más representativas de la literatura boliviana, no sólo porque la minería fue en el siglo pasado la columna vertebral de la economía nacional, sino también porque las minas fueron escenarios donde confluyeron tanto los consorcios imperialistas como las luchas sindicales. De ahí que la película, dirigida por el prestigioso cineasta Antonio Eguino, además de ser un aporte importante a la cinematografía nacional, es un sentido homenaje a quienes forjaron la historia de la minería en la cordillera de los Andes.

Sin embargo, debe aclararse que en la obra de Costa du Rels, como en la de sus colegas contemporáneos, la mina está contemplada desde fuera, desde la perspectiva del intelectual pequeño burgués, y no desde el interior de la mina, donde los trabajadores, en su mayoría de ascendencia indígena, dejan sus pulmones perforados por la silicosis, y donde el sincretismo religioso permite que, junto al Dios importado por los conquistadores, sobrevivan los dioses ancestrales de las culturas precolombinas como es el Tío, dios y diablo de la mitología andina, cuyas peculiaridades profanas lo convierten en el dueño de las riquezas minerales y en el amo de los mineros.

Todo el argumento comienza cuando el protagonista principal, Alfonso Claros, un joven ingeniero con estudios en Francia e inquietudes literarias, llega en el tren internacional a Uyuni, pueblo donde el embrujo del metal del diablo les sonríe tanto a los trabajadores como a los dueños de la empresa. Uyuni es el escenario donde convergen algunos personajes cuyas existencias, en afán de hacer fortuna y encontrar y un amor furtivo, entran en un juego de pasiones y frustraciones motivadas por la sensualidad de una chola que los cautiva con su orgullo y su belleza.

Alfonso, como suele ocurrir en las novelas y los cuentos de ambiente minero, queda deslumbrado por Claudina, un nombre que nos recuerda también a la chichera retratada en la novela La Chaskañawi, de Carlos Medinaceli, y en Las tierras del Potosí, de Jaime Mendoza. El tema del encholamiento en estas obras es concluyente: el intelectual de clase media que, tras mantener una relación apasionada con la mujer mestiza y sucumbir en dolor por el amor no correspondido, acaba frustrado por una realidad donde se imponen los prejuicios sociales y raciales.

Alfonso y Joaquín Ávila (el juerguista que busca fortuna para poder contraer matrimonio en Cochabamba y a quien Claudina se le une por despecho hacia Alfonso), son los típicos representantes de los jóvenes de clase media que se instalan en los centros mineros, con la ilusión de ganar dinero a manos llenas, una ilusión y una trayectoria que, por el hilo argumental de la película, nos recuerda al estudiante de medicina que protagoniza la novela “En las tierras del Potosí”, de Jaime Mendoza.

¿Quién es Claudina Morales, apodada la Misk’i Simi? Es el arquetipo de la seductora de cuanto hombre se le cruza en el camino, la que los conquista con su chicha punateña, sus platos picantes y su hermosura; la que rompe con los códigos morales establecidos por la religión católica y, como es natural, la causante de la enemistad que surge entre Alfonso y Joaquín, a quienes los destruye emocionalmente con su soberbia y sus encantos. Ella, lejos de ser la cazafortunas capaz de aceptar un marido por conveniencia, es la hembra que hace prevalecer su dignidad y su condición de raza y de clase.


Por otro lado, cabe supone que un pueblo que goza de prosperidad económica no sólo se llena de chicherías, sino también de casas de citas, a pesar del fanatismo religioso y la intolerancia moralizadora de las beatas, quienes acaban cruelmente con la vida de la chilena Clota, regenta de uno de los burdeles más mentados y visitados por los hombres más influyentes de la empresa minera de Uyuni, compuesta por técnicos bolivianos, ingleses, escoceses, americanos y franceses.

Si bien la película no recrea con acierto el habla popular, destaca por su precisión en el manejo de los usos y costumbres de la época, y en la caracterización de los protagonistas que, exentos de todo maniqueísmo, se muestran con sus luces y sus sombras. Asimismo, aparecen retratados los dirigentes locales, los comerciantes, el alcalde, el cura y sus feligresas de la legión de santa Catalina, que son las guardianas de la moral y las buenas costumbres conyugales. Y, como no podía faltar, está presente Genaro Subicueta, cateador empírico de las rocas minerales, un ser obsesionado por encontrar los filones más ricos de plata y un personaje que representa de algún modo a los titanes de las montañas, debido a su labor relacionada con el trabajo en el interior de la mina.

Antonio Eguino, para lograr mayores efectos y al mejor estilo del género western, introduce el espectacular atraco, a mano armada y a lomo de caballo, por una banda de delincuentes norteamericanos a un tren de pasajeros que transporta una importante remesa de dinero y la desaparición de dos cateadores de minerales bajo una tormenta de nieve en los Andes. Todo esto combinado con el ulular del viento en las quebradas, la belleza impresionante del salar de Uyuni y las excelentes fotografías de otros paisajes del altiplano boliviano.

Los Andes no creen en Dios, que comienza y termina con un viaje alegórico en tren, tiene la virtud de recrear, veinte años más tarde, los recuerdos que permanecen vivos en la mente de Alfonso Claros, quien se encuentra en la estación ferroviaria con su envejecido amigo Joaquín y se enfrenta a los tristes fantasmas de su pasado, como en toda buena narración donde la historia está contada de manera retrospectiva.

No es posible terminar esta nota sin referirnos brevemente a la vida y obra de Adolfo Costa du Rels (1891-1980), uno de los pocos escritores bolivianos que logró universalizar su nombre, tras haber sido galardonado con el Premio Gulbenkián  por su drama Los Estandartes del Rey (1957). Hijo de padre francés y madre boliviana. Cursó estudios en Francia, ejerció la diplomacia, fue cateador de minas, empleado de banco, buscador de petróleo y distinguido con varias condecoraciones. Dejó una extensa obra escrita en francés y español, y casi todas basadas en sus experiencias personales y en temas bolivianos. Los cuentos Plata del diablo y La Miskki Simi, que sirvieron para el guión de la película que nos ocupa, forman parte del libro “El embrujo del oro”.

Entre sus obras principales destacan: Hacia el atardecer (1919), El traje del arlequín (1921), Tierras hechizadas (1940), Las fuerzas del mal (1944), El embrujo del oro (1948), Los cruzados de alta mar (1954), Laguna H-3 (1967), Los Estandartes del Rey (1974) y Los Andes no creen en Dios (1973). Los cuentos Plata del diablo y La Miskki Simi, que sirvieron para el guión de la película que nos ocupa, forman parte del libro El embrujo del oro.

martes, 22 de julio de 2014


LO FEO Y LO BELLO

En una sociedad de desenfrenado consumo, competencia y superficialidad, el culto a la anatomía humana es cada vez más evidente a través de las dietas milagrosas, la proliferación de gimnasios y las operaciones estéticas. Tanto hombres como mujeres adquieren productos cosméticos y practican deportes para mantenerse en forma, como manifestando que valoran más su cuerpo que su salario y anteponen su rostro a su cerebro.

Pero, en realidad, ¿qué es la belleza? Un fenómeno subjetivo e individual, relacionado con los valores estéticos de una cultura determinada, pues lo que es bello para unos, puede ser feo para otros. Si para los griegos antiguos era bello el físico musculoso de un hombre, para los chinos eran bellos los pies atrofiados de una mujer; si la piel lozana es bella para los franceses, la piel labrada y horadada es bella para los beduinos del desierto. Es decir, las apreciaciones de la fealdad y la belleza dependen de la escala de valores estéticos que prevalecen en cada época y cultura.

Así, en Occidente, los atributos de belleza están relacionados con los ojos grandes, la nariz recta, los labios delgados y el pelo lacio. Y quienes nacen desprovistos de estos rasgos, no tienen otro remedio que vivir maldiciendo o someterse al bisturí del cirujano, un verdadero artista que crea una nueva imagen sobre la base de una materia noble aún no inventada. Y si la persona, que se sometió a esta carnicería humana, no se reconoce frente al espejo o se siente vivir como embutida en pellejo ajeno, será mejor que se quite la vida de un tiro o se lance al precipicio, porque la cirugía estética, que jamás podrá contra la muerte, no garantiza el cambio sustancial de la personalidad humana, como no define lo que es feo ni lo que es bello.

Desde que los japoneses se operaron los ojos para parecerse a los occidentales y Michael Jackson decidió dejar de ser negro para convertirse en el precursor de un mestizaje perfecto, son miles ya los adolescentes que llegan a los quirófanos con la fotografía de su ídolo en la mano, para que el cirujano haga en ellos un milagro. Sin embargo, lo que desconocen estos adolescentes, que padecen del síndrome de Michael Jackson, es que su ídolo pertenecía a una raza inferior en una sociedad competitiva, en la cual una persona negra, gorda y vieja era más discriminada que una persona blanca, joven y esbelta.

De modo que los estereotipos de lo feo y lo bello están asociados a la discriminación racial y a la supuesta supremacía del hombre blanco. No es casual que desde la colonización de América, Asia, África y Australia, prevalezca el criterio de que la fealdad es sinónimo de negro, indio, gitano, judío o árabe. Por lo tanto, en una sociedad cuyos parámetros estéticos están impuestos por los modistas y estilistas de Occidente, el negro tiende a ser cada vez más blanco y el blanco cada vez más perfecto; es más, se vuelve a hablar de la biología racial como en los tiempos del nazismo alemán, que propagó la teoría de que la raza aria no sólo era la más bella, sino también la más inteligente y perfecta.

Como si fuese poco, no faltan quienes exaltan la supremacía y belleza de la raza blanca, arguyendo que la mujer rubia -piernas largas, nalgas redondas, pechos firmes, labios sensuales y ojos seductores- sigue siendo la mujer ideal con la que sueñan la mayoría de los hombres, sobre todo, en los países del llamado Tercer Mundo, donde las blancas son más cotizadas que las indias o negras; primero, debido a las condiciones socioeconómicas impuestas por una minoría blancoide desde la época de la colonia; y, segundo, debido a la discriminación racial y al complejo de inferioridad que sobrevive en el subconsciente colectivo de las culturas colonizadas.

La escala de valores estéticos preestablecidos, más que hacer un bien a la colectividad, daña la autoestima de las personas que se sienten feas por ser gordas, negras o bajas; habida cuenta de que el estereotipo de la mujer bella es sinónimo de esbelta, rubia y alta; un parámetro que permanece vigente desde la época de la colonia, en la que se forjó la idea de que los blancos eran los salvadores de la humanidad y los indios los culpables de todos los males.
     
Del colonialismo se heredó también el prejuicio racial de creer que el blanco es mejor que el negro y que el gringo es mejor que el indio; valores relativos que los epígonos de la biología racial se han ocupado de universalizarlos como verdades absolutas, ya que si miramos nuestra realidad con otra lupa es probable que encontremos a una gringa fea y a una india bella. Todo dependerá de los gustos estéticos que se manejen, porque así como a unos les gusta una gordita, a otros les apasiona una flaquita; tampoco faltan quienes prefieren a las mujeres hechas a golpes de silicona y cirugías estéticas, porque como bien dice el sabio proverbio: Sobre gustos no hay disgustos.

Por consiguiente, valga aclarar que el concepto de lo que es bello y lo que es feo, más que ser una valoración compartida por todos, es una imposición arbitraria de las corrientes de moda, que establecen lo que es bello y lo que es feo, como los padres del moralismo trasnochado repiten lo que es bueno y lo que es malo en la conducta de una persona sujeta a determinadas normas ético-morales.

Si antes las mujeres se sometían a un tratamiento especial para estirarse la piel de la cara, replantarse los cabellos perdidos o eliminar las grasas del cuerpo; ahora, cuando se ha puesto de moda la “tetomanía” -estoy pensando en Dolly Parton- y los vestidos que marcan, no basta ya con tener la piel tersa como la porcelana o la cinturita de avispa, sino también las nalgas de Jennifer López, las caderas de Shakira y los pechos de Pamela Andersen, cuyas figuras se han convertido en los tótems de nuestro tiempo.

El otro prototipo perfecto es Marilyn Monroe, la rubia de ojos azules y voz trémula de niñita mimosa, cuya belleza, deslumbrante como una estrella, le abrió las puertas de Hollywood, donde interpretó papeles turbulentos, hechos a la medida de su propia vida, tan desastrosa como otras vidas que jamás se cuentan en público, que no se leen en revistas ni periódicos, pero que existen en el silencio y el anonimato, entre las mujeres que sueñan en parecerse, tanto en el rubio platinado de su pelo como en el fulgor de su belleza, a Marilyn Monroe.

Este síndrome colectivo, además de representar el menosprecio y la discriminación racial contra las razas no occidentales, ha creado una inseguridad personal en las mujeres que, en su intento por parecerse a las muchachas de pasarela, cuyas medidas son 96 cm. de busto, 46 cm. de cintura y 86 cm. de caderas, deciden transformar su cuerpo con la ayuda de la cirugía estética, que les agrega lo que les falta y les quita lo que tienen de sobra.


El cuento de Blancanieves y su madrastra perversa, no es más que un alegato de quienes, superado el meridiano de su vida, tienen el deseo de conservarse jóvenes a cualquier precio, puesto que la vejez, reflejada en el espejo, es más temida que el fantasma de la muerte. Quizás por eso la madrastra de Blancanieves, que vivía atormentada por la juventud y belleza de su hijastra, se consolaba preguntándole al espejo de su alcoba: Espejito, espejito, ¿quién es la más bella de este reino? El espejo le mentía y contestaba: Tú, mi reina...

Por suerte, la mujer moderna puede sobrevivir al dilema de la madrastra de Blancanieves, pues no necesita ya avergonzarse de su apariencia física ni poseer un espejito que le mienta. Si no se siente a gusto consigo misma, puede someterse al filo del bisturí y operarse la cara con la misma facilidad con que se opera los senos, los glúteos y las celulitis de las piernas, ya que el avance estrepitoso de la cirugía estética le ofrece la posibilidad de parecerse al juguete de su infancia, a esa mujer rubia y esbelta que responde al nombre de Barbie, la muñequita que se vende en más de 140 países y constituye el juguete predilecto de las niñas del Tercer Mundo, al menos si la comparamos con Matina Patina Patina, Li’l Miss Sirenita, Olly Pocket y Pottajonta.

Ante esta realidad, que parece confirmar la tesis de que las relaciones humanas giran más en torno a la anatomía que a la economía, son cada vez más las mujeres que se elevan las nalgas o se aumentan las mamas con prótesis de silicona que, por desgracia, a veces revientan como globos o quedan desproporcionados con relación al peso y la estatura. Pero como esto parece no importarle a nadie -y menos a quienes se dan el lujo de pagar una cirugía estética con dinero contante y sonante-, sigue aumentando la ola de señoras que se ponen la mano al pecho y calculan su valor.

Y mientras son miles quienes aguardan su turno para pasar por el mágico bisturí de la cirugía estética, y las encuestas revelan que los hombres -además de haber desbaratado el dicho popular: Un hombre es como el oso, mientras más feo, más hermoso- dedican tanto tiempo como las mujeres al cuidado de su figura; en tanto la cirugía estética, convertida en un negocio millonario, sigue avanzando a contrapelo de la teoría darwinista sobre la evolución y selección natural de las especies, puesto que es capaz de trastocar las leyes de la naturaleza y cambiarles a los humanos la cara y el cuerpo, como si con esto se quisiera hacer de los hombres más hombres y de las mujeres más mujeres, aun sabiendo que la belleza no es aquello que se lleva por encima, sino aquello que se lleva por dentro, y que la felicidad plena de una persona no está en la belleza ni en la riqueza.

Lo cierto es que el mundo de la biología se encuentra en su fulgurante desarrollo, y esto implica tener un nuevo concepto en el orden científico y ético, pues no sólo se cuenta con una cirugía estética funcional, sino también con una alta ingeniería genética que reproduce niños probetas, con espermas donados y úteros alquilados. En síntesis, si es posible concebir mediante una inseminación artificial, entonces es más simple modificar las facciones de quienes viven aquejados por su fealdad y una verdadera esperanza para quienes prefieren morir transformados pero contentos.

Por lo demás, queda claro que en toda sociedad superficial y competitiva, donde reina la discriminación y el racismo, tiene mucho más valor la apariencia física, el bienestar económico y el estatus social de una persona, que los valores humanista de quienes, lejos de los estereotipos de lo bello y lo feo, se empeñan por construir un mundo donde todos se miren con la misma lupa y se midan con la misma vara, a pesar de las diferencias sociales, culturales, raciales, políticas y religiosas. 

martes, 15 de julio de 2014


TARJETA POSTAL CHINA

En el Hotel Xinqiao de Pekín, buscando tarjetas postales para enviar a los amigos, encontré ésta que me impactó a primera vista, tanto por su carácter documental como por el motivo que representa.

Cuando le pregunté al catedrático de Estudios Sociales de Yiking, Yuang Zhonglin, quiénes eran estas mujeres que cargaban la tabla de reo alrededor del cuello, me miró sorprendido y contestó: Son prisioneras condenadas a la pena capital por delitos graves. Las paseaban por las calles y las exhibían en las plazas, con el fin de castigarlas en público y establecer un escarmiento en medio de una muchedumbre que las repudiaba a gritos. Después eran subidas a carretas tiradas por caballos y transportadas al desierto de Mongolia, donde les esperaba una muerte lenta pero segura.

Guardé la tarjeta en el bolsillo y, sin lograr salir de mi asombro, pensé en el destino fatal de estas mujeres que, abandonadas entre las dunas arremolinadas por el viento, no encontraban un horizonte que ponga fin a su calvario, hasta que la sed, el hambre y el calor terminaban por arrojarlas en los brazos de la muerte, que se encargaba de esparcir los huesos bajo el asfixiante sol del desierto, como únicas señas de que por allí vagaron alguna vez almas vivientes.

Cuando retorné a Estocolmo, con la tarjeta metida entre las páginas de un libro, seguí pensando en estas mujeres, cuyos delitos fueron penados de la manera más drástica por las leyes aprobadas por la dinastía china y su séquito de tiranos; un código penal que por suerte se derogó en 1911, tras la caída del último emperador y la instauración de la República.

Hace unos días atrás, al volver a mirar la tarjeta que cayó del libro como hoja suelta, se me ocurrió la idea de reconstruir los hechos.

*

La mujer de la izquierda era prostituta. Los guardias del orden público, sujetos a sus atribuciones de autoridades y en atención a las denuncias de los vecinos, la detuvieron en una calle céntrica y, cogiéndola por los brazos y sin darle mayores explicaciones, la llevaron hacia instancias superiores para que recibiera su castigo como cualquier mujer de dudosa virtud.

Aunque algunos la confundían con esos seres que pasaban las noches en la misma calle, donde establecían un simulacro de vida doméstica, era una de esas mujeres que abandonó el ámbito rural para ganarse la vida en los vericuetos de la ciudad. Mas al quedar embarazada con un hombre que desapareció nueve meses más tarde, justo cuando ella había roto aguas y sufría los dolores del parto, buscó refugio entre los seres marginales que habitaban en los submundos, amparados en la delincuencia y el alcohol. En ese antro nació su hijo y allí empezó a ejercer la profesión más antigua de la historia, ofreciendo la dignidad de su cuerpo al mejor postor; motivo suficiente para que le aplicaran la pena máxima, sin considerar que no lo hacía por gusto, ni por vicio, sino por llevar el pan diario a la boca de su hijo.

**

La mujer del centro era adúltera. Se entregó a un amor prohibido y rompió con los cánones de las buenas costumbres conyugales, pues no supo medir a tiempo las consecuencias de sus deseos ardientes.

Todo comenzó con una frustración por la impotencia de su marido, quien tenía la misma edad que su padre y desprendía un olor repugnante que se impregnaba hasta en los muebles. De modo que, aprovechando las ausencias de su marido, se enganchó a un amante joven, quien la sedujo con lisonjas y fuerza viril. Ella sabía que un hombre en la plenitud de su vida era el único que podía reavivar las llamas de su amor incontenible y cumplir con las obligaciones sentimentales de su pareja.

Cierto día, según se supo después por boca de los vecinos, el destino le tendió una emboscada, ya que su marido, director de una construcción en una cuadra cercana, regresó del trabajo más temprano que nunca, con la misma ilusión de encontrarla sentada en la cocina. Mas su sorpresa fue mayor, cuando la encontró desnuda y haciendo el amor en la cama. La mujer se cubrió las vergüenzas con la manta de seda y su amante salió raudo y veloz, golpeándose los hombros en los marcos de la puerta.

El marido, con el rubor en la cara y el llanto en los ojos, dio parte a los guardias del orden público para que procedieran en el asunto, consciente de que el adulterio, a excepción del homicidio, era el mayor pecado que una mujer podía cometer en una cultura patriarcal, donde sólo el emperador tenía derecho a disfrutar de una esposa y varias concubinas.

La esposa infiel, cuyo matrimonio no estaba basado en el amor sino en las tradiciones familiares de la época, se entregó a las autoridades sin el menor arrepentimiento y convencida de que los sentimientos van por un lado y las leyes de la justicia por el otro.

***

La mujer de la derecha, que tiene la mirada clavada en el suelo y el corazón encogido de angustia y dolor, cometió un horrendo crimen, opuesto a toda ley natural, divina y humana.

El hecho sangriento, superando con creces a la tragedia de Medea, se registró en el seno de un hogar donde el esposo, según los testigos y alegatos, celaba constantemente a su mujer, a quien acusaba de meterle cuernos con unos y con otros, hasta que un día, al cabo de protagonizar una trifulca de pareja, el esposo le gritó que la niña no era su hija. Entonces la mujer, ajena de sí misma y dominada por una furia salvaje, enterró el machete en el frágil esternón de la infanta, quitándole la vida de manera fría y brutal.

Su esposo, sobrecogido por la visión implacable, alarmó a los guardias y aseguró que el móvil del asesinato no fue sus celos ni sus constantes calumnias, sino la propia conducta desvariada de su esposa, quien hablaba por las noches como poseída por el demonio.

Entretanto ella, presa del pánico, envolvió el cadáver en frazadas y otros envoltorios, y lo acomodó en posición fetal dentro de un canasto de bambú. Roció la casa con combustible y le prendió fuego, dejando que las llamas devoraran la vivienda. Cuando los guardias llegaron al lugar de los hechos, se enfrentaron al cuerpo carbonizado de la niña, quien yacía entre los escombros, y a una mujer que, arrancándose los cabellos de cuajo, lloraba en medio de la calle.

La parricida, con el aspecto de quien ha perdido la razón, fue detenida y conducida hacia los tribunales, cuyos magistrados, al constatar que se trataba de uno de los crímenes más crueles cometidos durante el último emperador chino, le aplicaron la pena capital sin contemplaciones y con todas las agravantes del delito.

miércoles, 2 de julio de 2014


HUMANISMO Y PROSA POÉTICA
EN LA OBRA DE GASTÓN SUÁREZ

Gastón Suárez nació en Tupiza, al sur de Potosí, el 27 de enero de 1929 y falleció en La Paz el 6 de noviembre de 1984. Cuentista, novelista y dramaturgo. Hijo de María Paredes, profesora rural, y de Aurelio Suárez, emprendedor minero. 

Este autor autodidacta abandonó sus estudios pero juró convertirse en escritor. Trabajó como ferroviario, maestro rural, minero, empleado de banco, camionero, actor y periodista. Por eso mismo, gran parte de su obra tiene un hondo contenido social, filosófico y humano, puesto que conoció y sintió en carne propia la realidad de los habitantes de las ciudades, las minas y el campo.

Su carrera literaria, que se inició en 1951 con la publicación de su primer cuento El perro rabioso, le hizo merecedor de premios y reconocimientos; por ejemplo, con su pieza de teatro Vértigo, que explaya en dos actos y doce escenas una temática existencialista desde la perspectiva de un padre que, después de pasar veinte años en la cárcel, intenta reencontrarse con sus hijos con la ayuda de un mendigo, obtuvo el primer premio en las Jornadas Julianas de la Juventud, auspiciada por la Alcaldía paceña en 1967; su obra más exitosa y difundida, Mallko, es declarada texto oficial de lectura para los estudiantes en Bolivia, España y otros países signatarios del Convenio Andrés Bello en 1974.

Posteriormente, en ocasión del Congreso Mundial de Iglesias Evangélicas, realizado en Nairobi-Kenia, Mallko fue catalogado como un ejemplo excepcional de la literatura de los países del llamado Tercer Mundo. Este mismo libro, debido a su alto valor humano encarnado en la vida de un cóndor y su trascendencia universal, fue incluido en la Lista de Honor del premio Hans Christian Andersen en 1976; en tanto su cuento breve Iluminado, que forma parte de su libro Vigilia para el último viaje, fue recogido en varias antologías hispanoamericanas, como una muestra de que este autor boliviano era digno de ser destacado en el ámbito de las letras internacionales. En 1990, después de su fallecimiento, el gobierno boliviano le concedió, en justo reconocimiento a su aporte literario y cultural, la Gran Orden Boliviana de la Educación en el grado de Oficial.

Entre sus libros dedicados a los niños destaca Las aventuras de Miguelín Quijano, publicado el mismo año que se declaró Año Internacional del Niño, 1979; se trata de una bella narración inspirada en las aventuras del célebre personaje creado por Miguel de Cervantes Saavedra. Esta novela corta, con prólogo de Julio de la Vega, recoge en sus páginas la personalidad aventurera del niño Miguelín, que parece un pequeño Quijote, un caballerito andante que vive en el mundo fascinante de su propia imaginación.

Sin embargo, su mejor acierto literario es Mallko, libro escrito con profundo sentimiento y prosa poética, en el que narra la vida de un cóndor, que queda huérfano de madre siendo una cría y que para sobreponerse a las adversidades de su dramática infancia, como lo haría cualquier ser humano, recurre a sus instintos de supervivencia, no sólo a fuerza de vencer los temores y peligros que le rodean, sino también a fuerza de medir sus posibilidades y mejorar su destreza tanto en el vuelo como en la caza. Así transcurre su vida, hasta que se hace joven y encuentra a su pareja en una comunidad de cóndores, donde cría a su descendencia como lo hace un padre que ama de veras a sus hijos.


La historia de Mallko, aunque no es un libro propiamente infantil sino juvenil, nos relata los sentimientos y pensamientos de un cóndor que experimenta las mismas adversidades que un hombre del altiplano, incluidas la soledad y las ansias de libertad, la vida comunitaria y las tradiciones como la famosa Yawar Fiesta (fiesta de la sangre), en la que el cóndor es atado en el lomo de un toro y, entre aleteos y corcoveos de dos animales en pugna, es conducido hasta lo alto de un cerro, donde es coronado con kantutas y luego liberado, como símbolo de triunfo y grandeza del mundo andino sobre el mundo occidental.

Este libro, por su contenido humanista, su mensaje de libertad y por las bellas descripciones de las cumbres nevadas de la cordillera, debe ser lectura obligada para todos quienes quieren conocer la geografía y cultura de los Andes.

Apuntes bibliográficos

Cuento: Vigilia para el último viaje (1966); El gesto (1969); La muchacha de Hamburgo (1969). Novela: Mallko (1974); Las aventuras de Miguelín Quijano (1979). Teatro: Vértigo o el perro vivo (1967); Después del invierno (1981).