martes, 22 de julio de 2014


LO FEO Y LO BELLO

En una sociedad de desenfrenado consumo, competencia y superficialidad, el culto a la anatomía humana es cada vez más evidente a través de las dietas milagrosas, la proliferación de gimnasios y las operaciones estéticas. Tanto hombres como mujeres adquieren productos cosméticos y practican deportes para mantenerse en forma, como manifestando que valoran más su cuerpo que su salario y anteponen su rostro a su cerebro.

Pero, en realidad, ¿qué es la belleza? Un fenómeno subjetivo e individual, relacionado con los valores estéticos de una cultura determinada, pues lo que es bello para unos, puede ser feo para otros. Si para los griegos antiguos era bello el físico musculoso de un hombre, para los chinos eran bellos los pies atrofiados de una mujer; si la piel lozana es bella para los franceses, la piel labrada y horadada es bella para los beduinos del desierto. Es decir, las apreciaciones de la fealdad y la belleza dependen de la escala de valores estéticos que prevalecen en cada época y cultura.

Así, en Occidente, los atributos de belleza están relacionados con los ojos grandes, la nariz recta, los labios delgados y el pelo lacio. Y quienes nacen desprovistos de estos rasgos, no tienen otro remedio que vivir maldiciendo o someterse al bisturí del cirujano, un verdadero artista que crea una nueva imagen sobre la base de una materia noble aún no inventada. Y si la persona, que se sometió a esta carnicería humana, no se reconoce frente al espejo o se siente vivir como embutida en pellejo ajeno, será mejor que se quite la vida de un tiro o se lance al precipicio, porque la cirugía estética, que jamás podrá contra la muerte, no garantiza el cambio sustancial de la personalidad humana, como no define lo que es feo ni lo que es bello.

Desde que los japoneses se operaron los ojos para parecerse a los occidentales y Michael Jackson decidió dejar de ser negro para convertirse en el precursor de un mestizaje perfecto, son miles ya los adolescentes que llegan a los quirófanos con la fotografía de su ídolo en la mano, para que el cirujano haga en ellos un milagro. Sin embargo, lo que desconocen estos adolescentes, que padecen del síndrome de Michael Jackson, es que su ídolo pertenecía a una raza inferior en una sociedad competitiva, en la cual una persona negra, gorda y vieja era más discriminada que una persona blanca, joven y esbelta.

De modo que los estereotipos de lo feo y lo bello están asociados a la discriminación racial y a la supuesta supremacía del hombre blanco. No es casual que desde la colonización de América, Asia, África y Australia, prevalezca el criterio de que la fealdad es sinónimo de negro, indio, gitano, judío o árabe. Por lo tanto, en una sociedad cuyos parámetros estéticos están impuestos por los modistas y estilistas de Occidente, el negro tiende a ser cada vez más blanco y el blanco cada vez más perfecto; es más, se vuelve a hablar de la biología racial como en los tiempos del nazismo alemán, que propagó la teoría de que la raza aria no sólo era la más bella, sino también la más inteligente y perfecta.

Como si fuese poco, no faltan quienes exaltan la supremacía y belleza de la raza blanca, arguyendo que la mujer rubia -piernas largas, nalgas redondas, pechos firmes, labios sensuales y ojos seductores- sigue siendo la mujer ideal con la que sueñan la mayoría de los hombres, sobre todo, en los países del llamado Tercer Mundo, donde las blancas son más cotizadas que las indias o negras; primero, debido a las condiciones socioeconómicas impuestas por una minoría blancoide desde la época de la colonia; y, segundo, debido a la discriminación racial y al complejo de inferioridad que sobrevive en el subconsciente colectivo de las culturas colonizadas.

La escala de valores estéticos preestablecidos, más que hacer un bien a la colectividad, daña la autoestima de las personas que se sienten feas por ser gordas, negras o bajas; habida cuenta de que el estereotipo de la mujer bella es sinónimo de esbelta, rubia y alta; un parámetro que permanece vigente desde la época de la colonia, en la que se forjó la idea de que los blancos eran los salvadores de la humanidad y los indios los culpables de todos los males.
     
Del colonialismo se heredó también el prejuicio racial de creer que el blanco es mejor que el negro y que el gringo es mejor que el indio; valores relativos que los epígonos de la biología racial se han ocupado de universalizarlos como verdades absolutas, ya que si miramos nuestra realidad con otra lupa es probable que encontremos a una gringa fea y a una india bella. Todo dependerá de los gustos estéticos que se manejen, porque así como a unos les gusta una gordita, a otros les apasiona una flaquita; tampoco faltan quienes prefieren a las mujeres hechas a golpes de silicona y cirugías estéticas, porque como bien dice el sabio proverbio: Sobre gustos no hay disgustos.

Por consiguiente, valga aclarar que el concepto de lo que es bello y lo que es feo, más que ser una valoración compartida por todos, es una imposición arbitraria de las corrientes de moda, que establecen lo que es bello y lo que es feo, como los padres del moralismo trasnochado repiten lo que es bueno y lo que es malo en la conducta de una persona sujeta a determinadas normas ético-morales.

Si antes las mujeres se sometían a un tratamiento especial para estirarse la piel de la cara, replantarse los cabellos perdidos o eliminar las grasas del cuerpo; ahora, cuando se ha puesto de moda la “tetomanía” -estoy pensando en Dolly Parton- y los vestidos que marcan, no basta ya con tener la piel tersa como la porcelana o la cinturita de avispa, sino también las nalgas de Jennifer López, las caderas de Shakira y los pechos de Pamela Andersen, cuyas figuras se han convertido en los tótems de nuestro tiempo.

El otro prototipo perfecto es Marilyn Monroe, la rubia de ojos azules y voz trémula de niñita mimosa, cuya belleza, deslumbrante como una estrella, le abrió las puertas de Hollywood, donde interpretó papeles turbulentos, hechos a la medida de su propia vida, tan desastrosa como otras vidas que jamás se cuentan en público, que no se leen en revistas ni periódicos, pero que existen en el silencio y el anonimato, entre las mujeres que sueñan en parecerse, tanto en el rubio platinado de su pelo como en el fulgor de su belleza, a Marilyn Monroe.

Este síndrome colectivo, además de representar el menosprecio y la discriminación racial contra las razas no occidentales, ha creado una inseguridad personal en las mujeres que, en su intento por parecerse a las muchachas de pasarela, cuyas medidas son 96 cm. de busto, 46 cm. de cintura y 86 cm. de caderas, deciden transformar su cuerpo con la ayuda de la cirugía estética, que les agrega lo que les falta y les quita lo que tienen de sobra.


El cuento de Blancanieves y su madrastra perversa, no es más que un alegato de quienes, superado el meridiano de su vida, tienen el deseo de conservarse jóvenes a cualquier precio, puesto que la vejez, reflejada en el espejo, es más temida que el fantasma de la muerte. Quizás por eso la madrastra de Blancanieves, que vivía atormentada por la juventud y belleza de su hijastra, se consolaba preguntándole al espejo de su alcoba: Espejito, espejito, ¿quién es la más bella de este reino? El espejo le mentía y contestaba: Tú, mi reina...

Por suerte, la mujer moderna puede sobrevivir al dilema de la madrastra de Blancanieves, pues no necesita ya avergonzarse de su apariencia física ni poseer un espejito que le mienta. Si no se siente a gusto consigo misma, puede someterse al filo del bisturí y operarse la cara con la misma facilidad con que se opera los senos, los glúteos y las celulitis de las piernas, ya que el avance estrepitoso de la cirugía estética le ofrece la posibilidad de parecerse al juguete de su infancia, a esa mujer rubia y esbelta que responde al nombre de Barbie, la muñequita que se vende en más de 140 países y constituye el juguete predilecto de las niñas del Tercer Mundo, al menos si la comparamos con Matina Patina Patina, Li’l Miss Sirenita, Olly Pocket y Pottajonta.

Ante esta realidad, que parece confirmar la tesis de que las relaciones humanas giran más en torno a la anatomía que a la economía, son cada vez más las mujeres que se elevan las nalgas o se aumentan las mamas con prótesis de silicona que, por desgracia, a veces revientan como globos o quedan desproporcionados con relación al peso y la estatura. Pero como esto parece no importarle a nadie -y menos a quienes se dan el lujo de pagar una cirugía estética con dinero contante y sonante-, sigue aumentando la ola de señoras que se ponen la mano al pecho y calculan su valor.

Y mientras son miles quienes aguardan su turno para pasar por el mágico bisturí de la cirugía estética, y las encuestas revelan que los hombres -además de haber desbaratado el dicho popular: Un hombre es como el oso, mientras más feo, más hermoso- dedican tanto tiempo como las mujeres al cuidado de su figura; en tanto la cirugía estética, convertida en un negocio millonario, sigue avanzando a contrapelo de la teoría darwinista sobre la evolución y selección natural de las especies, puesto que es capaz de trastocar las leyes de la naturaleza y cambiarles a los humanos la cara y el cuerpo, como si con esto se quisiera hacer de los hombres más hombres y de las mujeres más mujeres, aun sabiendo que la belleza no es aquello que se lleva por encima, sino aquello que se lleva por dentro, y que la felicidad plena de una persona no está en la belleza ni en la riqueza.

Lo cierto es que el mundo de la biología se encuentra en su fulgurante desarrollo, y esto implica tener un nuevo concepto en el orden científico y ético, pues no sólo se cuenta con una cirugía estética funcional, sino también con una alta ingeniería genética que reproduce niños probetas, con espermas donados y úteros alquilados. En síntesis, si es posible concebir mediante una inseminación artificial, entonces es más simple modificar las facciones de quienes viven aquejados por su fealdad y una verdadera esperanza para quienes prefieren morir transformados pero contentos.

Por lo demás, queda claro que en toda sociedad superficial y competitiva, donde reina la discriminación y el racismo, tiene mucho más valor la apariencia física, el bienestar económico y el estatus social de una persona, que los valores humanista de quienes, lejos de los estereotipos de lo bello y lo feo, se empeñan por construir un mundo donde todos se miren con la misma lupa y se midan con la misma vara, a pesar de las diferencias sociales, culturales, raciales, políticas y religiosas. 

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