viernes, 25 de julio de 2014


LOS ANDES NO CREEN EN DIOS

La realidad minera llega una vez más al séptimo arte. Ya antes se habían rodado Aiza, basado en un cuento del mismo nombre de Oscar Soria Gamarra, y Socavones de angustia, inspirado en la novela de Fernando Ramírez Velarde; dos verdaderos impulsores de la literatura minera del siglo XX.

Los Andes no creen en Dios, cuyo guión fue el resultado de una interpretación libre de una novela y dos cuentos de Adolfo Costa du Rels, es una mega producción que cuenta en su reparto con actores de primera línea. Se trata de una película que, como pocas veces, intenta hacer justicia a la obra literaria. La novela Los Andes no creen en Dios y los cuentos Plata del diablo y La Misk’i Simi (la de la boca dulce, en quechua), ambientados en la población minera de Uyuni y otras regiones aledañas de Potosí, redescubren una Bolivia de los años 1920-40; época en que la explotación de los yacimientos minerales experimentaba un auge y un esplendor sin precedentes.

La producción de la película demuestra que la realidad minera es -y seguirá siendo- una de las vertientes más representativas de la literatura boliviana, no sólo porque la minería fue en el siglo pasado la columna vertebral de la economía nacional, sino también porque las minas fueron escenarios donde confluyeron tanto los consorcios imperialistas como las luchas sindicales. De ahí que la película, dirigida por el prestigioso cineasta Antonio Eguino, además de ser un aporte importante a la cinematografía nacional, es un sentido homenaje a quienes forjaron la historia de la minería en la cordillera de los Andes.

Sin embargo, debe aclararse que en la obra de Costa du Rels, como en la de sus colegas contemporáneos, la mina está contemplada desde fuera, desde la perspectiva del intelectual pequeño burgués, y no desde el interior de la mina, donde los trabajadores, en su mayoría de ascendencia indígena, dejan sus pulmones perforados por la silicosis, y donde el sincretismo religioso permite que, junto al Dios importado por los conquistadores, sobrevivan los dioses ancestrales de las culturas precolombinas como es el Tío, dios y diablo de la mitología andina, cuyas peculiaridades profanas lo convierten en el dueño de las riquezas minerales y en el amo de los mineros.

Todo el argumento comienza cuando el protagonista principal, Alfonso Claros, un joven ingeniero con estudios en Francia e inquietudes literarias, llega en el tren internacional a Uyuni, pueblo donde el embrujo del metal del diablo les sonríe tanto a los trabajadores como a los dueños de la empresa. Uyuni es el escenario donde convergen algunos personajes cuyas existencias, en afán de hacer fortuna y encontrar y un amor furtivo, entran en un juego de pasiones y frustraciones motivadas por la sensualidad de una chola que los cautiva con su orgullo y su belleza.

Alfonso, como suele ocurrir en las novelas y los cuentos de ambiente minero, queda deslumbrado por Claudina, un nombre que nos recuerda también a la chichera retratada en la novela La Chaskañawi, de Carlos Medinaceli, y en Las tierras del Potosí, de Jaime Mendoza. El tema del encholamiento en estas obras es concluyente: el intelectual de clase media que, tras mantener una relación apasionada con la mujer mestiza y sucumbir en dolor por el amor no correspondido, acaba frustrado por una realidad donde se imponen los prejuicios sociales y raciales.

Alfonso y Joaquín Ávila (el juerguista que busca fortuna para poder contraer matrimonio en Cochabamba y a quien Claudina se le une por despecho hacia Alfonso), son los típicos representantes de los jóvenes de clase media que se instalan en los centros mineros, con la ilusión de ganar dinero a manos llenas, una ilusión y una trayectoria que, por el hilo argumental de la película, nos recuerda al estudiante de medicina que protagoniza la novela “En las tierras del Potosí”, de Jaime Mendoza.

¿Quién es Claudina Morales, apodada la Misk’i Simi? Es el arquetipo de la seductora de cuanto hombre se le cruza en el camino, la que los conquista con su chicha punateña, sus platos picantes y su hermosura; la que rompe con los códigos morales establecidos por la religión católica y, como es natural, la causante de la enemistad que surge entre Alfonso y Joaquín, a quienes los destruye emocionalmente con su soberbia y sus encantos. Ella, lejos de ser la cazafortunas capaz de aceptar un marido por conveniencia, es la hembra que hace prevalecer su dignidad y su condición de raza y de clase.


Por otro lado, cabe supone que un pueblo que goza de prosperidad económica no sólo se llena de chicherías, sino también de casas de citas, a pesar del fanatismo religioso y la intolerancia moralizadora de las beatas, quienes acaban cruelmente con la vida de la chilena Clota, regenta de uno de los burdeles más mentados y visitados por los hombres más influyentes de la empresa minera de Uyuni, compuesta por técnicos bolivianos, ingleses, escoceses, americanos y franceses.

Si bien la película no recrea con acierto el habla popular, destaca por su precisión en el manejo de los usos y costumbres de la época, y en la caracterización de los protagonistas que, exentos de todo maniqueísmo, se muestran con sus luces y sus sombras. Asimismo, aparecen retratados los dirigentes locales, los comerciantes, el alcalde, el cura y sus feligresas de la legión de santa Catalina, que son las guardianas de la moral y las buenas costumbres conyugales. Y, como no podía faltar, está presente Genaro Subicueta, cateador empírico de las rocas minerales, un ser obsesionado por encontrar los filones más ricos de plata y un personaje que representa de algún modo a los titanes de las montañas, debido a su labor relacionada con el trabajo en el interior de la mina.

Antonio Eguino, para lograr mayores efectos y al mejor estilo del género western, introduce el espectacular atraco, a mano armada y a lomo de caballo, por una banda de delincuentes norteamericanos a un tren de pasajeros que transporta una importante remesa de dinero y la desaparición de dos cateadores de minerales bajo una tormenta de nieve en los Andes. Todo esto combinado con el ulular del viento en las quebradas, la belleza impresionante del salar de Uyuni y las excelentes fotografías de otros paisajes del altiplano boliviano.

Los Andes no creen en Dios, que comienza y termina con un viaje alegórico en tren, tiene la virtud de recrear, veinte años más tarde, los recuerdos que permanecen vivos en la mente de Alfonso Claros, quien se encuentra en la estación ferroviaria con su envejecido amigo Joaquín y se enfrenta a los tristes fantasmas de su pasado, como en toda buena narración donde la historia está contada de manera retrospectiva.

No es posible terminar esta nota sin referirnos brevemente a la vida y obra de Adolfo Costa du Rels (1891-1980), uno de los pocos escritores bolivianos que logró universalizar su nombre, tras haber sido galardonado con el Premio Gulbenkián  por su drama Los Estandartes del Rey (1957). Hijo de padre francés y madre boliviana. Cursó estudios en Francia, ejerció la diplomacia, fue cateador de minas, empleado de banco, buscador de petróleo y distinguido con varias condecoraciones. Dejó una extensa obra escrita en francés y español, y casi todas basadas en sus experiencias personales y en temas bolivianos. Los cuentos Plata del diablo y La Miskki Simi, que sirvieron para el guión de la película que nos ocupa, forman parte del libro “El embrujo del oro”.

Entre sus obras principales destacan: Hacia el atardecer (1919), El traje del arlequín (1921), Tierras hechizadas (1940), Las fuerzas del mal (1944), El embrujo del oro (1948), Los cruzados de alta mar (1954), Laguna H-3 (1967), Los Estandartes del Rey (1974) y Los Andes no creen en Dios (1973). Los cuentos Plata del diablo y La Miskki Simi, que sirvieron para el guión de la película que nos ocupa, forman parte del libro El embrujo del oro.

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