viernes, 26 de mayo de 2017


LA CAMA

Leyendo el Kâma-sûtra volví a pensar en la importancia que tiene la cama, donde se hace el amor y se pasa casi la mitad de la vida. Además, quién no ha soñado alguna vez con dormir en una cama reclinable, redonda y giratoria, con una estructura maciza de madera lacada, un colchón confortable que tenga un alma de resortes, una almohada rellenada con plumas de ganso y una colcha suave como la piel de mujer.

En el Kâma-sûtra, ese famoso tratado sobre el arte de amar, el sabio Vatsyayana nos refiere las condiciones que debe reunir la cama para hacer más agradable la relación conyugal y ensayar las sesenta y cuatro posturas distintas de la cópula carnal, en medio de un dormitorio que responde a las necesidades del cuerpo y del alma. Según Vatsyayana, para que la pasión erótica sea aventura inolvidable, la casa debe estar situada cerca de una fuente de agua rodeada por un jardín; debe tener habitaciones, fragantes de perfumes, con una cama blanda algo más baja en su parte central, con guirnaldas y ramos de flores sobre ella, un dosel por encima y dos almohadas, una a la cabecera y otra a los pies.

Debe haber un taburete sobre el cual colocar los ungüentos para la noche, botes que contengan colirio y productos para perfumar la boca. Es decir, para el sabio hindú, la cama deja de ser una simple hamaca, un mullido de paja o un armazón -en el cual se ponen jergón, colchón, sábanas, mantas, colcha y almohadas-, para trocarse en un objeto que estimula la fantasía sexual y despierta la pasión erótica, sobre todo, sabiendo que tanto el hombre como la mujer tienen los mismos deseos y derechos a la hora de meterse en la cama, donde todos los lados son igual de importantes, al menos si se tiene la intención de poner en práctica, además del estilo de misionero, las sesenta y cuatro posturas distintas recomendadas en el Kâma-sûtra.

La cama, desde tiempos inmemoriales, es un pequeño escenario donde se dan cita no sólo los acróbatas y contorsionistas del arte de amar, sino también los hombres y las mujeres comunes que necesitan relajarse del cansancio y buscar el placer sexual con los medios que están a su alcance. La cama es, pues, un territorio donde el acto sexual adquiere dimensiones sacramentales, como el rito hindú, en el cual una pareja, antes de acostarse, debe asearse el cuerpo, limpiarse los dientes, aplicarse ungüentos y perfumes. El hombre debe afeitarse la cabeza, la cara y lavarse el miembro desde los testículos hasta la glande; en tanto la mujer, aparte de asear cuidadosamente sus intimidades, colorear sus ojos y labios, debe lubricarse con aceite y adornar su cuerpo con alhajas.

Evolución de la cama

La cama ha sido -y seguirá siendo- una de las mejores y necesarias invenciones del hombre, quien, incluso antes de erguirse de su condición de primate, buscó un sitio para pasar las horas de sueño, aunque primero inventó la almohada y después la cama. Transcurrió mucho tiempo antes de que el hombre primitivo dejara de dormir en camastros de hojas y hamacas de raíces trenzadas.


En la Biblia, Jacobo tenía una piedra de cabecera y en la China antigua se usaban almohadas hechas con cañas de bengala. Pasito a paso, las almohadas adquirieron patas y también un cielo que las tapa. Los emperadores hicieron de la cama su segundo trono, y desde allí, desde esas camas, que lucían patas con garras de leones, impartían órdenes a sus súbditos, allí se apoltronaban para conversar, comer, beber, amar, dormir y morir con la felicidad metida en el alma.

Los baldaquines del renacimiento, más que camas, parecían casas y las camas brocadas, talladas en la época barroca, podían servir como escenarios para orgías perpetuas. No obstante, entre estas camas, la que se lleva la rosa, por su tamaño y forma, es la mencionada por William Shakespeare en uno de sus dramas; la cama tiene una superficie de once metros cuadrados y se dice que en ella durmió Charles Dickens. En la actualidad, esta cama se conserva como pieza rara en un Museo Británico.

Las camas no siempre han sido iguales a lo lago de la historia, sino diferentes de época a época y de cultura a cultura. Esquematizando, se puede mencionar la cama sencilla del tipo griego, una superficie plana sobre cuatro patas; la cama redonda, donde duermen varias personas juntas; la cama turca, sin cabecera y a modo de sofá sin respaldo ni brazos; la cama vientre, cerrada como una habitación de paneles que separan del mundo y corresponde al período medieval; la cama con baldaquines, que decoran el sueño vestido de lujo y protegen de las agresiones externas; la cama abierta, donde sólo se protege la cabeza de la pared y los pies del vacío.

En el siglo XV aparecen las primeras camas con paneles y columnas ricamente ornamentadas. Esta moda permanece hasta el siglo XVII. En el atrio del siglo XVIII se aligeran los brocados y vuelve a surgir la madera. Cabeceras y columnas talladas pueden verse tras los satenes y tafetanes. Con Luis XVI se vuelve a la cama simple, de sencilla elegancia y trazo neoclásico, con cabecera y pie tapizados. Hay camas que transmiten ideologías en su ornamentación para remarcar la importancia social de su usuario, como las construidas durante la revolución francesa, donde renacen los drapeados y las camas se llenan de símbolos, lanzas y gorros frígidos, o la que construyó Fabergén en plata y con cuatro esculturas móviles para cuidar los sueños eróticos de un maharaja caprichoso.


En Europa, hasta la Edad Media, no se distinguía el sitio para dormir de las otras habitaciones de la casa, a diferencia de lo que sucede en la época moderna, en la que el dormitorio es un espacio físico independiente y cuya función no sólo está destinada a relajar el cansancio del cuerpo, sino a hacer del sueño una realidad y del amor una fantasía. En tal virtud, las recámaras y dormitorios son los sitios más atractivos de una casa, pues allí se concentra el calor del hogar y allí se refugian los individuos desde el nacimiento hasta la muerte.

La manía de escribir en la cama

Entre la variada gama de escritores que ostentan diversas manías, yo me identifico con quienes tienen la manía de escribir en la cama, pues es el único espacio, de dos metros por dos, donde el individuo habita por completo y saca a traslucir su estado más natural, aparte de que es un mueble indispensable donde comienza y termina el ciclo de la vida. No en vano Vicente Aleixandre, Marcel Proust y Juan Carlos Onetti cerraron el ciclo de su creación literaria en la cama. Tampoco se puede negar que Don Quijote -como su creador- pergeñó sus aventuras en la cama, que Miguel de Unamuno y Ramón María del Valle-Inclán recibían a sus amigos en la cama, o que Oscar Wilde escribió sus mejores obras en posición horizontal, al igual que Marcel Proust, quien reposaba hasta pasado el mediodía, escribiendo y corrigiendo sus manuscritos. Por eso la cama de Proust, en la cual pasó las tres cuartas partes de su vida, estaba siempre destendida, salpicada de folios y hojas sueltas que delataban su caligrafía menuda. Pasaba más tiempo en la cama que en el escritorio, ordenando sus asuntos y peleando con la máquina para terminar una crónica sin firma, en medio de un silencio que le era necesario para escribir lejos del ruido mundano y a espaldas del tiempo.


Las camas y recámaras, en todas las épocas, han tenido su debida importancia. En 1620, la marquesa de Rambouillet convirtió su recámara en un salón literario, donde reunía a sus amigos en célebres tertulias. En México, Frida Kahlo pintó algunos de sus autorretratos postrada en la cama, mirándose en el espejo empotrado en el techo de su recámara. Por cuanto la cama no sólo sirve para retozar y dormir, sino también para nacer, crear, amar y morir, tal cual reza el proverbio: En la cama duerme el Rey y duerme el Papa, porque de dormir nadie se escapa.

Por lo que a mí respecta, y sin el menor rubor en la cara, debo confesar que durante mucho tiempo tuve la manía de escribir en la cama. A veces, entre el sueño y la creación literaria, me asaltaba la extraña sensación de parecerme a un sultán, aunque no estaba rodeado de mujeres adornadas con joyas y velos, sino apenas de almohadas que relajaban la tensión de mi cuerpo. Por las mañanas, al incorporarme en la cama, pegaba un salto hacia la silla del escritorio, y lo primero que hacía era coger mi pipa, llenarla de tabaco, llevármela a la boca y encenderla para que la fragancia del humo revoloteara entre las paredes del escritorio, que a la vez hacía de dormitorio. A un lado de la cama estaba el estante rojo empotrado en la pared, con los libros al alcance de la mano; y, al otro, el escritorio negro sobre el cual tenía el Pequeño Larousse y el diccionario de sinónimos, un papel a medio escribir metido en el rodillo de la máquina y una computadora en cuya pantalla se reflejaban los movimientos más ridículos que ejecutaba en la cama.

De modo que escribir en la cama es también una manía de escritor, quizás un vicio secreto sobre el cual todos prefieren callar, por temor a perder el pudor y la amistad, o quedarse definitivamente anclados en el aislamiento y la soledad que, al fin y al cabo, es la única y mejor compañera de quienes tienen la manía de escribir.

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