LOS
FRUSTRANTES SENDEROS DEL COLEGIO
En
la educación secundaria, cuando ya había cruzado las puertas de la pubertad, me
enfrenté a otra realidad que no fue menos traumática que la experimentada en mi
infancia. Para entonces, como si hubiese superado mis problemas emocionales
adquiridos en la niñez, había aprendido a leer y a escribir como cualquiera de
mis compañeros de curso; más todavía, leía incluso libros que no estaban
contemplados en el programa de educación secundaria, como las obras de los
clásicos del marxismo y las obras que mi madre atesoraba en su pequeña
biblioteca familiar. A veces, incluso tenía la sensación de que poseía un
bagaje cultural y un cargamento de conocimientos que superaba a la de mis
profesores, con quienes, de manera consciente o inconsciente, me enfrascada en
discusiones que, para muchos de ellos, no eran de su agrado, razón por la que
me tenían considerado como un alumno
rebelde y contestatario.
Discutía
con ellos sobre el contenido de algunas signaturas, no en vano sino con
conocimientos de causa, que los incomodaba desde todo punto de vista, sobre
todo, cuando ponía en evidencia su mediocridad delante del resto de los
alumnos; un malestar que se manifestaba en las calificaciones que me ponían
después de los exámenes y en las repetidas expulsiones del aula, de donde me
sacaban con el argumento de que era un alumno
no grato en el colegio.
A
los catorce años me inicié activamente en la vida política, organizándome en un
partido de tendencia trotskista, que proclamaba la lucha contra el sistema de
explotación capitalista, en aras de conquistar la liberación nacional y abolir
la injusticia social. Esta actividad, por demás riesgosa en los años ‘70, la
desarrollé clandestinamente durante la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez,
que se empeñó por hacer desaparecer toda sombra de resistencia proveniente de
las organizaciones políticas y sindicales denominadas correas de transmisión de la subversión comunista.
Dos
años más tarde, mientras cursaba el segundo curso del ciclo medio, se me
ocurrió editar una revista con el mismo nombre del colegio, 1º de Mayo, donde se publicaban las
reflexiones, poesías y cuentos de los alumnos que, en principio, aparecían en
los periódicos murales. Los trabajos mejor elaborados eran seleccionados y
luego publicados en la revista, junto a otros artículos de interés para los
adolescentes, como la crítica de cine que escribió el jesuita español Luis
Espinal, sobre la película La naranja
mecánica, basada en la novela del mismo nombre del escritor inglés Anthony
Burgess.
Los
profesores nunca dijeron una palabra positiva en torno a la publicación, que
sirvió para incentivar la creatividad de los estudiantes; por el contrario, el
director del colegio, Hugo Calderón Ramírez, quien, aparte de ser un soplón de
la dictadura militar de entonces, era un hombre de conducta autoritaria y
retrógrada. En alguna ocasión, convocándome a su oficina, me amonestó por mi
conducta y mi interés por la actividad política, señalándome que yo, en lugar
de estudiar en el colegio, debía asistir a una escuela de sindicalistas. Asimismo, aprovechó para criticar el
contenido de la revista, tachándola de izquierdista,
extremista y subversiva.
Nunca
entendí cómo este sujeto, que empezó siendo profesor de Ciencias Naturales, se estableció como director de un
establecimiento educativo fundado el 5 de marzo de 1956 por iniciativa del
Prof. Arturo López y Pacífico Sotomayor, quienes, a su vez, contaron con el
decidido apoyo del Control Obrero Federico Escobar Zapata y el Secretario
General del Sindicato de Siglo XX Irineo Pimentel Rojas, dirigentes obreros que
comprometieron la participación activa de la Empresa Minera Catavi, el aporte
económico de los trabajadores de la Comibol, de los padres de familia y las
autoridades municipales.
El
flamante establecimiento educativo fue bautizado con el nombre de Colegio Nacional Mixto 1º de Mayo, en
homenaje al Día Internacional del Trabajador y en memoria de los Mártires de
Chicago, acribillados en la Plaza Haymarkert en las jornadas de mayo de 1886
por oponerse a la explotación del sistema capitalista y conseguir mejores
condiciones de vida y de trabajo.
El
colegio, desde su fundación y por razones de carácter sociocultural, se
identificó con los intereses de los mineros de Siglo XX, las amas de casa y los movimientos
revolucionarios del país, sobre todo, en las sombrías épocas de las dictaduras
militares, hasta que apareció Hugo Calderón Ramírez, un personaje de ideas
reaccionarias y conducta abominable, que estaba en contra de que los
estudiantes adquirieran una conciencia política y simpatizaran con las luchas
reivindicativas de sus padres y madres, que eran los trabajadores mineros y las
señoras del Comité de Amas de Casa.
Lo
cierto es que no tenía por qué negar mi compromiso político con la causa de los
desposeídos; era un estudiante belicoso y estaba consciente de que había que
cambiar la realidad social del país sea como sea, pero que había que cambiarla,
por las buenas o por las malas, de eso no cabía la menor duda.
Después
de las clases en el colegio, no disponía de tiempo para ir a jugar fútbol ni a
buscar enamoradas en el pueblo, porque tenía que preparar los temas que debía
abordar en las reuniones con algunos estudiantes que estaban agrupados en
células no solo en Llallagua, sino también en Catavi, Siglo XX, Cancañiri y Uncía.
Esta era una actividad que, a pesar de consumirme demasiado tiempo, me llenaba
de gozo y me daba muchas satisfacciones en el plano personal.
No faltaron las oportunidades en que, por la benevolencia de algunos de los profesores –los menos–, daba charlas en las clases sobre temas que no estaban dentro de las asignaturas de Ciencias Naturales o Sociales. Los profesores me invitaban a ponerme delante de mis compañeros y me concedían la oportunidad de poner a prueba mis conocimientos y mi capacidad discursiva; oportunidades que aprovechaba para demostrar que los estudiantes también podían generar ideas que no estaban contempladas en las asignaturas establecidas por los tecnócratas de la educación secundaria.
Si
bien es cierto que no siempre cumplí con los deberes del colegio, leyendo los
libros de texto obligatorios, es cierto también que leía otros libros que eran
de mi interés, como los textos de los clásicos del marxismo –desde Lenin hasta
Trotsky–, pasando por los novelistas como Dostoyevski, Tolstói y Gorki–, los
folletos del Partido Obrero Revolucionario y las publicaciones que llegaban a
mis manos a través de fuentes no oficiales. Además, aunque no me consideraba un
alumno aplicado, andaba siempre con un libro bajo el brazo, pero con un libro
que nada tenía que ver con los aburridos libros de texto que había que tragarse
completos y memorizar para los exámenes finales.
Algunas
noches, emergiendo de la clandestinidad y burlando la vigilancia policial, un
grupo de osados adolescentes, nos cubríamos el rostro con pasamontañas y,
brochas y tarros de pintura en mano, tomábamos las calles principales para
estampar consignas revolucionarias y anti-dictatoriales en las paredes de
algunas casas que, al despuntar de un nuevo día, aparecían pintarrajeadas con
color rojo y negro. De lo que decían después los dueños, seguramente
enfurecidos de ver sus fachadas con consignas escritas con letras grandes y
gordas, nunca nos enterábamos y, si alguna vez alguien nos lo comentaba en voz
baja, nos hacíamos los desentendidos.
El
mismo año que fui elegido presidente del centro de estudiantes, llovieron las
críticas de algunos profesores, incluido el director del colegio, quienes
decían que yo, en mi condición de dirigente estudiantil, los conducía a mis
compañeros hacia actividades extraescolares, vinculadas al movimiento sindical
de los mineros de Siglo XX, donde supuestamente tenía mis contactos políticos y
cuyas ideologías izquierdistas, a manera de adoctrinamiento, introducía entre
los alumnos. Por lo tanto, estaba identificado como un elemento peligroso para
los intereses de la institución educativa.
No
pasó mucho tiempo para que el director, con el beneplácito de algunos
profesores acostumbrados a una enseñanza mecánica y memorística, me expulsara
del colegio, no solo una vez, sino tres veces, arguyendo que estaba
transmitiendo a los estudiantes las ideologías foráneas del comunismo internacional. Y que eso no
estaba permitido en una institución educativa, donde se iba a estudiar y no a
hacer campañas políticas a favor de los
sindicalistas que nunca están conformes con nada.
Si
volví a las aulas del colegio, las tres veces que me expulsaron, fue gracias a
las suplicas de mi señora madre, quien ejercía como profesora de Lenguaje y
Literatura en el mismo establecimiento educativo; de no haber sido por ella, no
hubiese podido proseguir con mis estudios hasta el último año de secundaria
que, por lo visto, no concluí ni salí bachiller, dado que los agentes de la
dictadura militar, después de que participé, en representación de la Federación
de Estudiantes de Secundaria de la
provincia Rafael Bustillo, en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en el
distrito de Corocoro en mayo de 1976, me persiguieron y apresaron, lanzándome a
las mazmorras de la dictadura militar.
Estando
en la cárcel, en calidad de preso político, justo cuando estaba a punto de
promocionarme como bachiller, me vi privado de proseguir con mis estudios
secundarios, aunque mi madre y algunos profesores –los menos–, reclamaron para
que dé mis exámenes finales en la cárcel, para así promocionarme como
bachiller, pero no fue posible, habida cuenta de que el director y la mayoría
de los profesores se negaron a concederme mi certificado de bachiller.
Si
se me daba esta oportunidad, que el Ministerio del Interior y el Ministerio de
Educación no lo hubieran negado, de seguro que hubiese proseguido con mis
estudios en la cárcel, donde podía haber dado mis exámenes finales hasta
obtener mi certificado de bachiller. No era casual que varios de mis compañeros
de cautiverio, sobre todo los universitarios, preparaban sus tesis de
licenciatura metidos en sus celdas. Si ellos podían hacer esto, con la
autorización de las autoridades gubernamentales, por qué no hubiera podido yo
rendir mis exámenes en la cárcel y culminar mis estudios de secundaria.
Algunos
de mis compañeros de colegio reclamaron para lograr mi libertad, pero nada
pudieron conseguir, hasta que, al cabo de un tiempo, la dictadura militar,
considerándome un elemento peligroso para la
doctrina de seguridad nacional, optó por exiliarme a Suecia en 1977, donde
culminé mis estudios secundarios, para luego proseguir con mis estudios de
pedagogía en el Instituto Superior de Profesores en Estocolmo. Con todo, nunca
dejé de sentirme profundamente orgulloso de haber sido alumno del Colegio 1º de Mayo de Llallagua, donde forjé mis
ideales y descubrí mi vocación literaria.
Como
comprenderá el atento lector, mis experiencias en el ciclo primario y
secundario estuvieron plagadas de dificultades e incomprensiones, debido a la
falta de mejor preparación pedagógica de parte de los educadores que, en lugar
de estimular mis inquietudes, se ocuparon de frustrarlas una y otra vez.
Estaban en contra por el simple hecho de que no era un alumno que se sometía a
la mordaza ni a una educación autoritaria, sino porque mis lecturas
extraescolares me hicieron tomar conciencia de que un estudiante de secundaria
tenía también el derecho a diferir del sistema de enseñanza aplicado por los
profesores, que poco o nada sabían sobre psicopedagogía, desarrollo
sociolingüístico, emocional e intelectual del infante y el adolescente.
La
ignorancia de varios de los profesores fue una suerte de muro de contención,
que frenaba mis iniciativas personales y no me permitía actuar con libertad y
conforme a las normativas democráticas establecidas en el marco de la defensa
de los Derechos Humanos. No obstante, debo confesar que este mismo muro
impuesto en mi infancia y adolescencia, y contrariamente a lo que se
propusieron mis profesores, me impulsaron a estudiar pedagogía; en primer
lugar, para comprenderme a mí mismo y, en segundo, para comprender a los demás
estudiantes, que fueron víctimas de un sistema educativo que liquidaba las
facultades creativas y la inteligencia de muchos que no guardan un buen
recuerdo de su educación primaria y secundaria, en vista de que se sentían como
seres que carecían de sentimientos y pensamientos por culpa de un sistema
educativo que no convertía al estudiante en sujeto y en el principal artífice
de su propia educación, sino en un objeto pasivo cuya única función era
obedecer sumisamente los mandatos del profesor y repetir de memoria los
conocimientos impartidos en el aula, así estos conocimientos no fuesen la
verdad absoluta ni los profesores tuvieran toda la razón a la hora de enseñar
lo que era bueno o lo que era malo, lo que era correcto o incorrecto, lo que
servía y no se servía para la vida profesional.
Desde
luego que no faltaban los alumnos que estaban bien adaptados al sistema de
enseñanza mecánica y memorística de la educación
empaquetada en los libros de texto. Ellos eran los favoritos, quienes se aprendían de memoria las lecciones, quienes
sacaban los más altos puntajes en las evaluaciones y estaban siempre al día con
los deberes escolares. Ellos eran los chanchitos
mimados de los profesores.
Si
en sus libretas lucías las mejores notas se hacían merecedores de los halagos y
aplausos, y, de pasadita, antes de culminar el año lectivo, recibían los regalos y diplomas de parte de los
profesores, quienes los exhibían ante los demás como a los paradigmas del buen estudiante. Además, en los desfiles patrios del
23 de marzo y el 6 de agosto, ellos eran los abanderados y portaestandartes del
colegio, los llamados a izar la bandera nacional en las horas cívicas y los
encargados de velar por la buena imagen
y el prestigio de la institución educativa a la que representaban en cuerpo y
alma.
De
modo que, en un sistema de enseñanza donde no había cabida para los libres pensadores, los alumnos
memoriones, que se aprendían el contenido de los libros de textos como el rezo
del Padre Nuestro, pasaban por inteligentes, mientras los inteligentes
pasaban por burros, por el simple
hecho de no haber memorizado las lecciones ni haber cumplido con los deberes
escolares.
Como
es de suponer, los alumnos que copiaban los apuntes que los profesores
escribían con tiza en la pizarra, sin modificar ni un punto, ni una coma, y se
tragaban como con aceite el contenido de los libros de texto de la educación empaquetada, eran los que
obtenían las mejores calificaciones en los exámenes y, por consiguiente, eran
aprobados y promovidos a un curso inmediatamente superior, a diferencia de los
alumnos que no asimilaban, en silencio y disciplinadamente, los conocimientos
de la educación empaquetada. A estos
les tocaba la peor parte, pues eran reprobados sin contemplaciones y estaban
condenados a repetir el año lectivo cuantas veces fuese necesario, mientras sus
compañeros se burlaran de ellos, mirándoles en la cara y gritándoles al
unísono: ¡Aplazado, año pasado!
A
estas alturas de mi vida, resulta triste recordar los años de mi infancia y
adolescencia, porque están más cargados de malos recuerdos que de buenos, ya
que los profesores que tuve, y de cuyos nombres prefiero no acordarme, actuaron
más como mis verdugos que como los educadores que debían velar por el bienestar
del alumno, procurando que este tenga sólido cimientos para desarrollarse
exitosamente tanto en su vida personal como profesional.
1. Víctor Montoya y su madre, Gloria Lora. Llallagua, 1970.
2. Leyendo un libro de Marx.
3. Víctor Montoya (con portafolio en mano) junto a sus compañeros de colegio, Llallagua, 1973.
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