viernes, 21 de marzo de 2025

LA BIBLIOTECA FAMILIAR DE UNA VORAZ LECTORA

No sé si mi madre conocía la sentencia de Emerson que Borges solía citar: Una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad”, pero sí sé que ella reunió en una pequeña biblioteca familiar algunas obras que eran de su preferencia y otras que compraba por necesidad laboral.

Yo les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los libros que tenía mi madre, no en su dormitorio, sino apilados en una vitrina-estante que ella puso, por razones obvias, en una de las esquinas del cuarto que yo ocupaba todos los días y todas la noches para actividades ajenas a la literatura.

Si mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compró con su magro salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer, sino porque era maestra de educación primaria y secundaria, y una madre con una pila de hijos, que reducían a poco su hábito de la lectura. Sin embargo, era una persona que, gustosamente, podía perderse en la frondosidad del bosque de palabras, en ese laberinto de renglones y párrafos, donde estaba la luz del conocimiento humano y la extensión de la imaginación.

Lo interesante de todo es que, algunas noches, ya recostada en la cama, la veía leer hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía, con las páginas abiertas, sobre la cara o el pecho. Otras veces, cuando yo llegaba tarde a casa, después de concluidas mis travesuras en el pueblo, la encontraba sentada en el sillón de la sala, durmiendo con el libro abierto sobre el regazo. No cabe duda de que era una voraz lectora, hasta el extremo de que leía todo lo caía en sus manos.

Desde su infancia había cultivado su afición por los libros. Se decía que de joven leía a toda hora, que estando en la Normal Simón Bolívar, donde estudió para ser maestra, hacia beber tinta, por ser la mejor en todas las asignaturas, a sus compañeros de curso. Leyó a los clásicos de la literatura universal, a los escritores del boom de la literatura latinoamericana y a los autores bolivianos cuyas obras formaban parte de la asignatura de lenguaje y literatura de la educación secundaria. No todos eran de su agrado, pero estaba obligada, en su condición de profesora, a leerlos para impartir las lecciones en el aula.

Los libros que leyó en su adolescencia, incluidas las obras eróticas de Anaïs Nin, Marguerite Duras y Vargas Vila, fueron lecturas pasionales, de curiosidad y aprendizaje que le marcaron por el resto de sus días, como las novelitas de Corín Tellado. Así fue que en su edad adulta, leía con devoción las novelas, salpicadas de erotismo, de Mario Vargas Llosa o Vladimir Nabokov.  

Mi madre solía contar que, incluso cuando vivía con su hermana mayor, en la calle Illampu de la ciudad de La Paz, se daba modos de aprovechar la biblioteca de su hermano, el ideólogo trotskista Guillermo Lora, para leer libros a los que no siempre tenían acceso los lectores bolivianos, puesto que eran verdaderas reliquias que él adquiría de los libreros que atesoraban ediciones exclusivas de algunas obras difíciles de encontrar en las librerías y bibliotecas nacionales. Ella, sin previo permiso de su legítimo dueño, leyó varios de estos fabulosos volúmenes sentada en la cama y hasta tardes horas de la noche; prácticamente, hasta que su hermana mayor, por razones del elevado costo de la electricidad, apagaba la luz a una hora determinada, sin considerar si mi madre se encontraba en la parte más emocionante del libro, justo en esas partes en las que los lectores no están dispuestos a cerrar el libro porque están disfrutando de la lectura con los cinco sentidos.

Recuerdo que siempre leía hasta tardes horas de la noche, cuando ya sus pequeños hijos estaban dormidos, aunque la luz del foco iluminaba más sus ojos que las páginas del libro, una forma inapropiada de leer por las noches, sin una lámpara apropiada en el velador de la cama ni una luz diáfana que evitara estropearle la vista.

Era sorprendente ver la variedad de los libros que, de vez en vez, aparecían apilados sobre su velador, cerca de la cabecera de la cama. Yo, sinceramente, no entendía esta manía por los libros, sino hasta que yo mismo me convertí en un apasionado lector de obras literarias que llegaron a mi vida a través de las obras que mi madre puso al alcance de mis manos.

Fue entonces que me hice consciente de que algunas lectoras, como mi madre, no podían vivir ni dormir sin leer algo que les ofrezca el infinito placer de transportarlas en la imaginación hacia mundos ajenos a su realidad cotidiana y de la mano de los autores que las conducían, a través del caudal de palabras escritas, hacia mundos diversos y fascinantes, que se constituían en el aire que respiraban y en el espacio donde ellas eran las que más disfrutaban de las aventuras y desventuras de las historias y los personajes creados por el autor, que siempre tenían algo que ofrecer a sus lectoras, que no podían concebir una vida sin libros, así el libro, en una sociedad de consumo, sea un artículo de lujo y no un derecho de cualquier ciudadano del mundo.

Mi madre leía con sumo interés a los fabulistas de todos los tiempos, quizás por eso, hablaba con parábolas, sentencias y moralejas, que le permitían sintetizar sus ideas y sentimientos y poner en jaque los argumentos de sus interlocutores; una forma de abreviar las extensas exposiciones de las personas acostumbradas a hablar como cotorras solo por el hecho de hablar por hablar, porque tienen boca, pero no siempre la razón, como decía mi madre cada vez que tapaba la boca de sus interlocutores echándoles en la cara un simple proverbio o una moraleja universal. 

Las lecturas de mi madre hicieron de ella una persona culta, con conocimientos que no adquirió en las academias ni en las casas superiores de estudio, sino en los libros que cuidaba y cobijaba en su pequeña biblioteca familiar, una suerte de cofre donde estaban algunas de las joyas de la literatura nacional y mundial, un territorio poblado de palabras donde ella se refugiaba para sortear las obligaciones domésticas y rescatar el tiempo que dedicaba a su trabajo y sus hijos.

La pequeña biblioteca de mi madre fue un espacio suficiente que le proporcionaba una inconmensurable satisfacción y una sobrada felicidad, que ella necesitaba como toda mujer profesional, madre de familia y ama de casa. Si bien mi madre nunca fue una biblioteca andante, al menos fue, por vocación y afición, una genuina lectora de libros que rellenaban su silencio y tranquilidad, ya sea en las buenas o en las malas. No en vano se la podía encontrar, sentada junto a la mesa del comedor, con los diarios abiertos de par en par, entreteniéndose con las imágenes y columnas, sobre todo, de los suplementos culturales y literarios, un ejercicio cotidiano que practicó sagradamente, con rigurosa disciplina y asombrosa fuerza de voluntad, a lo largo de su octogenaria vida.

Los libros fueron en su vida los fieles amigos que la acompañaban, sin pedirle nada a cambio y toda vez que había la ocasión, en sus días menos ajetreados y en sus noches de insomnio. De ese modo aprendió a repetir de memoria algunos poemas y a recontar las fábulas que estaban llenas de valores éticos, estéticos y didácticos. Ella, sin mezquindad alguna, estaba siempre dispuesta a impartir sus conocimientos a sus alumnos en su condición de profesora de educación primaria y secundaria, o a compartir entre sus colegas, con humildad y generosidad a toda prueba, sus doctas enseñanzas, sabidurías que ella misma aprendió en las páginas de los libros que leyó toda su vida. 

No está por demás decir que mi madre tenía una prodigiosa memoria, porque así como memorizaba las parábolas bíblicas, memorizaba también los versos de los poetas clásicos y contemporáneos. Desde luego que había libros que eran de su preferencia y que los leía con el amor que recomendaba Pablo Neruda. Tengo la certeza de que ella leía, casi siempre, los libros que eran de su interés, porque la lectura debía ser una suerte de regocijo, una experiencia de relajamiento, un espacio de absoluta felicidad como concebían Emerson y Montaigne. Ella estaba convencida de que cualquier esfuerzo por leer un libro por obligación no conducía a forjar ni a estimular el hábito de la lectura.

Al ver a mi madre con el libro entre las manos, desde los años de mi infancia, me hizo consciente de que algunas lectoras no pueden vivir ni dormir mientras no hayan leído las páginas de un libro que, de estar bien escrito y a la altura de sus expectativas, les proporciona la honda satisfacción de haber surfeado en las olas de la imaginación, de haber expandido su visión del mundo y haber alcanzado un territorio solaz y maravilloso, donde el alma se llena de felicidad y la mente de conocimientos.

De mi madre aprendí el gusto por la lectura, ya que ella parecía una mariposa libando el néctar de los libros y yo quería parecerme a ella, que jamás dejó de ser una voraz lectora de la literatura nacional y mundial, hasta el día en que, rodeada de su seres queridos, sus libros favoritos y mirando su pequeña biblioteca familiar, falleció en el invierno de 2020, en Estocolmo, Suecia.

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