LA
BIBLIOTECA FAMILIAR DE UNA VORAZ LECTORA
No
sé si mi madre conocía la sentencia de Emerson que Borges solía citar: Una biblioteca es
una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores
espíritus de la humanidad”,
pero sí sé que ella reunió en una pequeña biblioteca familiar algunas obras que
eran de su preferencia y otras que compraba por necesidad laboral.
Yo
les echaba un vistazo, de cuando en cuando, a los libros que tenía mi madre, no
en su dormitorio, sino apilados en una vitrina-estante que ella puso, por
razones obvias, en una de las esquinas del cuarto que yo ocupaba todos los días
y todas la noches para actividades ajenas a la literatura.
Si
mi madre tenía algunos libros de su interés, y que los compró con su magro
salario, no fue tanto porque disponía de todo el tiempo del mundo para leer,
sino porque era maestra de educación primaria y secundaria, y una madre con una
pila de hijos, que reducían a poco su hábito de la lectura. Sin embargo, era
una persona que, gustosamente, podía perderse en la frondosidad del bosque de
palabras, en ese laberinto de renglones y párrafos, donde estaba la luz del
conocimiento humano y la extensión de la imaginación.
Lo
interesante de todo es que, algunas noches, ya recostada en la cama, la veía
leer hasta que se le cerraban los ojos de cansancio y el libro se le caía, con
las páginas abiertas, sobre la cara o el pecho. Otras veces, cuando yo llegaba
tarde a casa, después de concluidas mis travesuras en el pueblo, la encontraba
sentada en el sillón de la sala, durmiendo con el libro abierto sobre el
regazo. No cabe duda de que era una voraz lectora, hasta el extremo de que leía
todo lo caía en sus manos.
Desde
su infancia había cultivado su afición por los libros. Se decía que de joven
leía a toda hora, que estando en la Normal Simón Bolívar, donde estudió para
ser maestra, hacia beber tinta, por
ser la mejor en todas las asignaturas, a sus compañeros de curso. Leyó a los
clásicos de la literatura universal, a los escritores del boom de la literatura latinoamericana y a los autores bolivianos
cuyas obras formaban parte de la asignatura de lenguaje y literatura de la
educación secundaria. No todos eran de su agrado, pero estaba obligada, en su
condición de profesora, a leerlos para impartir las lecciones en el aula.
Los
libros que leyó en su adolescencia, incluidas las obras eróticas de Anaïs Nin,
Marguerite Duras y Vargas Vila, fueron lecturas pasionales, de curiosidad y
aprendizaje que le marcaron por el resto de sus días, como las novelitas de
Corín Tellado. Así fue que en su edad adulta, leía con devoción las novelas,
salpicadas de erotismo, de Mario Vargas Llosa o Vladimir Nabokov.
Mi
madre solía contar que, incluso cuando vivía con su hermana mayor, en la calle
Illampu de la ciudad de La Paz, se daba modos de aprovechar la biblioteca de su
hermano, el ideólogo trotskista Guillermo Lora, para leer libros a los que no
siempre tenían acceso los lectores bolivianos, puesto que eran verdaderas
reliquias que él adquiría de los libreros que atesoraban ediciones exclusivas
de algunas obras difíciles de encontrar en las librerías y bibliotecas
nacionales. Ella, sin previo permiso de su legítimo dueño, leyó varios de estos
fabulosos volúmenes sentada en la cama y hasta tardes horas de la noche;
prácticamente, hasta que su hermana mayor, por razones del elevado costo de la
electricidad, apagaba la luz a una hora determinada, sin considerar si mi madre
se encontraba en la parte más emocionante del libro, justo en esas partes en las
que los lectores no están dispuestos a cerrar el libro porque están disfrutando
de la lectura con los cinco sentidos.
Recuerdo
que siempre leía hasta tardes horas de la noche, cuando ya sus pequeños hijos
estaban dormidos, aunque la luz del foco iluminaba más sus ojos que las páginas
del libro, una forma inapropiada de leer por las noches, sin una lámpara
apropiada en el velador de la cama ni una luz diáfana que evitara estropearle
la vista.
Era
sorprendente ver la variedad de los libros que, de vez en vez, aparecían
apilados sobre su velador, cerca de la cabecera de la cama. Yo, sinceramente,
no entendía esta manía por los libros, sino hasta que yo mismo me convertí en
un apasionado lector de obras literarias que llegaron a mi vida a través de las
obras que mi madre puso al alcance de mis manos.
Fue
entonces que me hice consciente de que algunas lectoras, como mi madre, no
podían vivir ni dormir sin leer algo que les ofrezca el infinito placer de
transportarlas en la imaginación hacia mundos ajenos a su realidad cotidiana y
de la mano de los autores que las conducían, a través del caudal de palabras
escritas, hacia mundos diversos y fascinantes, que se constituían en el aire
que respiraban y en el espacio donde ellas eran las que más disfrutaban de las aventuras
y desventuras de las historias y los personajes creados por el autor, que
siempre tenían algo que ofrecer a sus lectoras, que no podían concebir una vida
sin libros, así el libro, en una sociedad de consumo, sea un artículo de lujo y
no un derecho de cualquier ciudadano del mundo.
Mi
madre leía con sumo interés a los fabulistas de todos los tiempos, quizás por
eso, hablaba con parábolas, sentencias y moralejas, que le permitían sintetizar
sus ideas y sentimientos y poner en jaque los argumentos de sus interlocutores;
una forma de abreviar las extensas exposiciones de las personas acostumbradas a
hablar como cotorras solo por el hecho de hablar por hablar, porque tienen boca, pero no siempre la razón,
como decía mi madre cada vez que tapaba la boca de sus interlocutores
echándoles en la cara un simple proverbio o una moraleja universal.
Las
lecturas de mi madre hicieron de ella una persona culta, con conocimientos que
no adquirió en las academias ni en las casas superiores de estudio, sino en los
libros que cuidaba y cobijaba en su pequeña biblioteca familiar, una suerte de
cofre donde estaban algunas de las joyas de la literatura nacional y mundial,
un territorio poblado de palabras donde ella se refugiaba para sortear las
obligaciones domésticas y rescatar el tiempo que dedicaba a su trabajo y sus
hijos.
La
pequeña biblioteca de mi madre fue un espacio suficiente que le proporcionaba
una inconmensurable satisfacción y una sobrada felicidad, que ella necesitaba
como toda mujer profesional, madre de familia y ama de casa. Si bien mi madre nunca fue una biblioteca andante, al
menos fue, por vocación y afición, una genuina lectora de libros que rellenaban
su silencio y tranquilidad, ya sea en las buenas o en las malas. No en vano se la podía encontrar,
sentada junto a la mesa del comedor, con los diarios abiertos de par en par,
entreteniéndose con las imágenes y columnas, sobre todo, de los suplementos
culturales y literarios, un ejercicio cotidiano que practicó sagradamente, con
rigurosa disciplina y asombrosa fuerza de voluntad, a lo largo de su
octogenaria vida.
Los
libros fueron en su vida los fieles amigos que la acompañaban, sin pedirle nada
a cambio y toda vez que había la ocasión, en sus días menos ajetreados y en sus
noches de insomnio. De ese modo aprendió a repetir de memoria algunos poemas y
a recontar las fábulas que estaban llenas de valores éticos, estéticos y
didácticos. Ella, sin mezquindad alguna, estaba siempre dispuesta a impartir
sus conocimientos a sus alumnos en su condición de profesora de educación
primaria y secundaria, o a compartir entre sus colegas, con humildad y
generosidad a toda prueba, sus doctas enseñanzas, sabidurías que ella misma
aprendió en las páginas de los libros que leyó toda su vida.
No
está por demás decir que mi madre tenía una prodigiosa memoria, porque así como
memorizaba las parábolas bíblicas, memorizaba también los versos de los poetas
clásicos y contemporáneos. Desde luego que había libros que eran de su
preferencia y que los leía con el amor que recomendaba Pablo Neruda. Tengo la
certeza de que ella leía, casi siempre, los libros que eran de su interés,
porque la lectura debía ser una suerte de regocijo, una experiencia de
relajamiento, un espacio de absoluta felicidad como concebían Emerson y
Montaigne. Ella estaba convencida de que cualquier esfuerzo por leer un libro
por obligación no conducía a forjar ni a estimular el hábito de la lectura.
Al
ver a mi madre con el libro entre las manos, desde los años de mi infancia, me
hizo consciente de que algunas lectoras no pueden vivir ni dormir mientras no
hayan leído las páginas de un libro que, de estar bien escrito y a la altura de
sus expectativas, les proporciona la honda satisfacción de haber surfeado en
las olas de la imaginación, de haber expandido su visión del mundo y haber
alcanzado un territorio solaz y maravilloso, donde el alma se llena de
felicidad y la mente de conocimientos.
De mi madre aprendí el gusto por la lectura, ya que ella parecía una mariposa libando el néctar de los libros y yo quería parecerme a ella, que jamás dejó de ser una voraz lectora de la literatura nacional y mundial, hasta el día en que, rodeada de su seres queridos, sus libros favoritos y mirando su pequeña biblioteca familiar, falleció en el invierno de 2020, en Estocolmo, Suecia.
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