jueves, 2 de septiembre de 2010


VÍCTOR MONTOYA EN BERLÍN

En el acto cultural del ALBA

En noviembre de 2009, recibí una inesperada llamada telefónica de la Embajada de Bolivia en Alemania; el motivo era invitarme a participar, en calidad de representante de la nación andina, en el acto cultural Un Abrazo de Amor, Canto y Poesía, organizado por las embajadas de los países integrantes del ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América Latina y el Caribe), en homenaje póstumo al escritor uruguayo Mario Benedetti, quien dedicó su vida y obra a las causas más nobles de la humanidad.


El acto se llevó a cabo en el Instituto Iberoamericano de Berlín, ante el cuerpo diplomático de los países latinoamericanos y, como se tenía previsto, ante un público entusiasta que llenó el auditorio y batió palmas en reconocimiento a la calidad de los músicos y escritores que deleitaron con lo mejor de su arte y su talento.


Empecé hablando sobre la importancia de Mario Benedetti, quien tuvo la humildad de no enseñar nada a nadie, pero de quien, sin embargo, aprendimos mucho la mayoría de los escritores más jóvenes. Acto seguido, y a manera de reivindicar la poesía social boliviana, leí unos versos de Héctor Borda Leaño y otros de la cantautora Matilde Casazola, para luego rematar con la lectura de mi relato Yo maté al Che, acompañado por la música de fondo que compuso sobre la marcha Gerardo Yáñez, un reconocido musicólogo paceño afincado en Berlín, donde cursó estudios de composición en la Escuela Superior de Música de la Universidad Técnica (HDK); estudios que le permitieron desarrollar la música originaria andina y adentrarse en la música clásica, pasando por la música coral y terminando en la musicoterápia.


Ya en un restaurante, más relajados y en la grata compañía de algunos amigos, me enteré que durante años inventó y patentó varios instrumentos de cuerda y de viento, aunque su mayor orgullo era ése que él bautizó con el nombre de Viola profunda, un instrumento que presentó semanas más tarde en un concierto que tuvo lugar en la Iglesia de Santo Thomas de la ciudad de Leipzig, allí donde se encuentra la tumba del Maestro Juan Sebastián Bach.


En este mismo evento, y por esos azares del destino, conocí también a Jurek Sehrt, joven inquieto y con muchas ganas de triunfar en la vida, hijo de padre boliviano y madre alemana; un matrimonio mixto que le abrió las puertas hacia dos culturas diametralmente opuestas. Supe que estudió historia y filología española, que trabajaba para el Deutsche Historische Museum (Museo Histórico Alemán) y que era gran amigo de la Embajada de Bolivia. No tuve mucho tiempo para tratarlo ni hablar con él, ni siquiera cuando nos encontramos en el restaurante de la Deutsche Kinemathek - Museum für Film und Fernsehen (Cinemateca Alemana - Museo del Cine y Televisión), donde disponía de muy poco tiempo por las premuras del trabajo. Empero, desde cuando lo vi por primera vez como presentador en el evento del ALBA, tuve la certeza de que se movía en el mundo cultural de Berlín como el pez en el agua y que era un verdadero recurso para cualquier proyecto boliviano-alemán que se pusiera en marcha. Quedamos en mantenernos en contacto y en ver si alguna vez se nos ocurría conjugar ideas en provecho de la literatura boliviana.

En la emblemática Puerta de Brandeburgo

En esta ciudad poblada por más de tres millones de habitantes, y atravesada por los ríos Spree y Havel, no es fácil movilizarse, pero sí advertir que sigue en reconstrucción desde la Segunda Guerra Mundial. En algunas calles céntricas se pueden ver cómo las grúas, que parecen monstruos de hierro, reconstruyen todo lo que las fuerzas aliadas dejaron reducido a escombros durante la guerra.

Mi primer guía fue Carlos Prieto, el joven esposo de la Consul de Bolivia. Él me llevó a algunos sitios emblemáticos de la ciudad, incluso me tomó una foto junto a un tramo del Muro, al lado de una muchacha disfrazada de guardia fronteriza, que hoy se ofrece como souvenir a los turistas que no tuvieron la suerte de estar presentes cuando se erigió ni cuando se demolió el Muro.


Cerca de la Puerta de Brandeburgo, tras comer unos kebabs en un restaurante turco, pasamos y repasamos por la plaza donde está el Memorial del Holocausto, con sus 2.711 bloques de hormigón que recuerdan los horrores del holocausto judío por parte del nazismo; un impresionante monumento que encierra en el subterráneo una documetación escalofriante.

Si pasamos y repasamos por esta suerte de camposanto, era porque no podíamos dar con el museo Rosa Luxemburgo, que tenía muchas ganas de conocer, aun sin estar seguro si existía o no. Fueron vanos nuestros intentos. Aunque estuvimos en la calle que bautizaron con el nombre de esta teórica del marxismo en Alemania, y aunque encontramos la librería que lleva su nombre, nunca dimos con el tal museo. Quizás les resulte raro que a una mujer de semejante magnitud no le hayan dedicado un museo, ¿verdad?


De todos modos, me conformé con estar en la Puerta de Brandeburgo. Impresiona tanto por su construcción en piedra arenisca como por la importancia que tiene para el país. Es un monumento a la memoria histórica y un verdadero atractivo turístico, que facilmente se cala en la memoria para siempre. Contemplarlo de cerca, con sus 26 m de alto, 65,5 m de ancho y 11 m de largo, no es lo mismo que mirarlo en la televisión o en algún libro de texto. La parte superior y el interior de las zonas de paso están recubiertos con relieves que representan a Hércules, Marte y la diosa Minerva. La puerta está coronada con una escultura de cobre de unos 5 m de altura, la Cuadriga, al mejor estilo romano, representa a la diosa de la Victoria montada en un carro tirado por caballos en dirección a la ciudad. Es, simple y llanamente, uno de los sitios que cualquier visitante no debe perderse, no sólo por la importancia que lo reviste, sino también porque Berlín es hoy una de las ciudades más influyentes en el ámbito político y económico de la Unión Europea


Lo interesante de todo es que, con la construcción del Muro de Berlín, la Puerta de Brandeburgo quedó en tierra de nadie, sin acceso del Este ni del Oeste. Solamente guardias de frontera e invitados especiales de la República Democrática Alemana podían acceder al monumento. Por suerte, tras la reunifiación de las dos Alemanias, tanto la puerta como la Cuadriga, que durante 30 años no tuvieron mantenimiento alguno, fueron restauradas para el bien de los berlineses y los visitantes que, como yo, desean ver con sus propios ojos esta puerta que pasó a simbolizar los duros años de la llamada Guerra Fría.

En esta ciudad no podía faltar otro amigo como Oscar Choque, ex minero de Oruro y fanático futbolista, que un buen día salió becado a la ya desaparecida Unión Soviética. Culminó sus estudios, pero no retornó a la tierra prometida, sino que se estableció en Dresden y formó familia con una alemana, quien cuida toda la semana a sus hijos, entretanto Oscar viaja hasta Berlín, donde le espera un agotador trabajo en la Embajada como todero; un trabajo que, según sus propias palabras, le deja casi sin fuerzas pero con la esperanza de seguir contribuyendo desde su trinchera a la causa de los bolivianos en la llajta y a la causa de los bolivianos indocumentados en Suiza y Alemania.

Con él hablé de la tragedía de los mineros y de la tragedia de los inmigrantes bolivianos sin papeles. Al final, como para desahogar las penas, nos fuimos a un restaurante español, donde se amenizaba a los comensales con música en vivo, y donde Óscar, ya entrado en calor y con los ánimos encendidos, se animó también a tocar la guitarra, mientras el mesero nos ofrecía los sabores mediterráneos en pleno centro de Berlín. Fue una noche inolvidable y de mucha sinceridad, como suele ocurrir entre los hijos de entrañas mineras.


Los restos del Muro de Berlín

Ernesto Illanes y Rolando Medrano son dos bolivianos arraigados desde hace décadas en Alemania, donde formaron familia y se quedaron a trabajar los mejores años de su vida. Medrano ya está jubilado, estudió y vivió en la República Democrática Alemana, donde ejerció como médico cirujano y ahondó sus convicciones políticas en torno a las posibilidades del socialismo.


Cuando el manto frío de la noche cubría la ciudad, los dos me enseñaron los encantos del Sony Center, un centro económico y comercial de Berlín, que se construyó con una gran imaginativa arquitectónica. En uno de sus locales, llenos de luces y cristales, cenamos y conversamos sobre el actual proceso político boliviano. Después me llevaron a conocer los restos del Muro de Berlín, que fue denominado también Muro de Protección Antifascista por los habitantes de la República Democrática Alemana. Este Muro de la vergüenza, que dividió la ciudad desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989, tenía una extensión de más de 120 km y una altura de 3,6 m. Además, la zona fronteriza estaba protegida por una valla metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, una cerca de alambre de púas, más de 300 torres de vigilancia y 30 búnkers.

Fue -y sigue siendo-, uno de los símbolos más conocidos de la Guerra Fría y un territorio donde campeaban los espías, perros policías y militares. El simple hecho de imaginar que un muro separaba al hermano del hermano y saber que muchos murieron bajo las armas de fuego de los guardias, en un intento por cruzar de un lado a otro, me hizo pensar que esta frontera fue una de las inventivas humanas más aberrantes del siglo XX, independientemente de las razones políticas que impulsaron el levantamiento de este telón de acero y cemento.


Ernesto y Rolando me explicaron que el Muro, además de sus connotaciones políticas, sirvió para evitar la fuga de cerebros y la emigración de quienes deseaban dejar la Alemania del Este para establecerse en la Alemania del Oeste, que, según la propaganda capitalista de los países aliados y enfrentados al bloque socialista, ofrecía mejores condiciones de vida y de trabajo.

Como es sabido por todos, el desplome del Muro de Berlín, conocido con el nombre de die Wende (el Cambio), se produjo entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989, y fue protagonizado por los hombres y mujeres que apostaron por la libertad y la democracia en una Alemania reunificada. Esta gesta histórica me tocó vivir, como al resto del mundo, a través de los medios de comunicación, sobre todo de televisión, que mostraba la euforia de la noche en que algunos berlineses occidentales escalaban el muro lleno de pinturas y grafitis, mientras otros llevaban a cabo su destrucción con picos, martillos y otros objetos contundentes.


Con todo, luego de haber conversado con la gente, me quedé con la sensación de que las heridas aún no habían cicatrizado del todo, pero se abrigaba la esperanza en que las futuras generaciones se reconciliaran completamente y supieran que la historia del Muro y la Guerra Fría correspondían a un pasado histórico que no valía la pena volverla a revivir.

Ernesto y Rolando, a modo de rematar nuestra camina por algunas zonas vitales de la ciudad, me invitaron a tomar unas cervezas alemanas en el casco viejo de la ciudad, donde campeaban a sus anchas las prostitutas berlinesas, ofreciéndose en paños menores y en pleno frío al mejor postor.

La amistad con el embajador boliviano

Con Wálter Prudencio Marge Véliz entablé una excelente relación desde el primer instante en que nos abrazamos en la Embajada de Bolivia, como dos viejos amigos que se reencuentran tras una larga ausencia. Lo cierto es que compartíamos las mismas inquietudes por el arte, la música y la literatura, aparte de que teníamos los mismos amigos en Oruro, casi todos poetas, artistas o músicos bohemios.


Me llevó a su residencia, que estaba a dos cuadras de la Embajada, donde me quedé durante mi estadía en Berlín. En el hall me llamó la atención la fotografía de una mujer indígena, que era la anciana madre de Wálter, quien captó esa bella imagen con una visión artística. No en vano nuestro embajador fue uno de los ganadores del concurso de audiovisuales Amalia de Gallardo. En la sala, que hacía a la vez de comedor, colgaban algunas de sus pinturas al óleo, como ese traje de moreno tirado en la tierra arida del altiplano, que lo identificaba a él con lo más fastuoso del Carnaval orureño y con sus ganas de volver a bailar, matraca en mano y al ritmo de banda, la Metirosita del J’acha Flores o La brujita del Luis Alberto Aguilar.

En nuestras conversaciones, como es de suponer, hablábamos el mismo idioma y sobre los mismos temas. Nuestra simpatía mutua se dio del modo más natural que imaginarse pueda. De ahí que la última noche que me quedé en su residencia, además de beber y comer, tocamos las zampoñas a cuatro manos, al compás de la música autóctona que él puso a todo volumen en el estéreo. Estaba claro que estas melodías le despertaban la añoranza por la tierra lejana y le invocaban los recuerdos más felices de su vida en el campo.


Al término de nuestra jarana, me obsequió una chaqueta de lana de oveja, con una franja de aguayo bordada a la altura del pecho, como esas que popularizó Evo Morales, y, como no podía ser de otra manera, sacó del armario -repleto de chuños, motes, quinuas y otros productos tipicamente bolivianos- una botella con un destilado casero que, según me lo confesó él mismo, se bebía sólo en ceremonias especiales por su alto grado de alcochol y su efecto parecido a la alucinación. Le acepté encantado y le prometí que lo abriría sólo para ch’allarle al Tío de la mina, a esa estatuilla que me acompaña como un amuleto en mi vida.

A los pocos días de mi retorno a Estocolmo, se celebró el 20 aniversario de la caída del Muro y la Reunificación Alemana con discursos, música y entre juegos pirotécnicos que encendieron la noche lluviosa en Berlín. Así es cómo el 9 de noviembre de 2009, no tuve más remedio que seguir las celebraciones a través del televisor y sentado en mi sillón, es decir, desde el mismo lugar donde hace 20 años atrás había visto la caída del Muro y los gritos de júbilo de la gente, que se fundían en un abrazo de alegría y de esperanzas puestas en el porvenir.

Fotografías:

1. En la Puerta de Brandeburgo
2. El Instituto Iberoamericano en Berlín
3. En el acto cultural del ALBA
4. Gerardo Yáñez y Víctor Montoya
5. Jurek Sehrt
6. Memorial del Holocausto
7. Rosa Luxemburgo
8. En la Puerta de Brandeburgo
9. La ciudad de noche
10. Con Ernesto Illanes y Rolando Medrano
11. Con Rolando Medrano en el Muro
12. La alegría después de la caída del Muro
13. Wálter Prudencio Magne Véliz
14. Con la chaqueta indígena y la estatuilla del Tío

miércoles, 25 de agosto de 2010


LA RIADA

De súbito fui alcanzado por una tromba de agua que arrasaba todo cuanto encontraba a su paso. Quise agarrarme de las ramas de un árbol, pero caí sobre la borrasca que, arrastrándome entre guijarros y desechos, me arrojó en una zanja donde viraba el curso del río.

Parecía una tormenta en verano, los relámpagos se desataban en el cielo y las aguas se precipitaban desde la punta de los cerros. Las piedras y los puentes, que hacían de muros de contención, fueron cediendo poco a poco, hasta reventar como diques de corcho. La corriente se hizo invencible y nada pudo resistir su embestida. El caudal se multiplicó y la ciudad quedó navegando en las aguas, mientras el lodo, convertido en ciénaga, iba acabando con todo vestigio de vida.

Aunque a ratos me sentía como Ícaro, podía respirar y avanzar contra la corriente. No sé cómo me salvé pero alcancé la orilla. En derredor estaban los cadáveres sepultados por la avalancha. De la ciudad no quedó nada, ni siquiera el trino de los pájaros.

Más tarde se despejó el cielo y llegaron los helicópteros de rescate. Los soldados organizaron patrullas de rastreo y se dieron a la búsqueda de las víctimas del desastre. Siete días y siete noches buscaron todo indicio de vida. No quedó un pedazo de tierra sin escarbar. Dieron con un perro herido que vagaba sin consuelo y con el cuerpo de una mujer que yacía en un recodo, donde la riada la empujó después de desvestirla; tenía la cara desfigurada, los brazos torcidos, las piernas cruzadas alrededor del cuello y los cabellos apelmazados por el lodo.

Cuando los soldados me encontraron por el rastreo de los perros, no podían creer que todavía estuviese vivo. Me subieron a una camilla y me condujeron al hospital, donde me cortaron y zurcieron el cuerpo. Mas prefiero no contar esta experiencia, porque es el episodio más cruel que recuerdo de la pesadilla.

jueves, 19 de agosto de 2010



Los textos y las imágenes revelan a uno de los personajes más fascinantes de la tradición minera boliviana. El vídeoclip fue realizado por Pedro M. Martínez Corada. España, septiembre de 2008.

LA FURIA DEL TÍO

El Tío es un ser misterioso, tan misterioso que en la noche mágica de San Juan, mientras el frío revienta las piedras y el viento silba en los penachos de la paja brava, emerge de la montaña en un estallido de humo y fuego. Lanza un bramido infernal en la bocamina y libera la furia contenida durante años de encierro.

En la noche tendida como un gato negro, el Tío ronda por el campamento minero en busca de un amor perdido. Recorre por los ríos y los cerros desnudando a los borrachos desprevenidos, y se pasea por las plazas y las calles haciendo diabluras con las cholas del pueblo.

Al rayar el alba, ni bien se oye el quiquiriquí de un gallo blanco y el lejano tañido de una campana solitaria, el Tío se envuelve en su manto de humo y fuego, y como Drácula, después de beber la sangre de los mineros, como ellos beben la chicha en las tutumas de la desgracia, retorna a las tenebrosas profundidades de su reino.


Ilustración: Óleo de Rubén Rosas

lunes, 16 de agosto de 2010


LOS PERROS Y SUS DUEÑOS

Todas las mañanas y todas las tardes, exactamente a la misma hora, veo cruzar por la ventana de mi escritorio a un perro que es el vivo retrato de su dueña, una muchacha rubia cuyo atractivo físico enloquece a cualquiera. Es tanto el parecido entre el perro y ella que, vistos desde cualquier ángulo, son como dos gotas de agua caminando en dirección al bosque. De seguro que esta semejanza es motivo de no pocos comentarios y el espectáculo más llamativo del vecindario.

No es que el perro y la dueña estén clonados. No, lo que ocurre es que, a la hora de elegir, la dueña se decanta por un animal con ciertos rasgos comunes, como si el perro fuese un espejo donde ella se mira su imagen. No en vano el saber popular dice: como es el perro, es la dueña, por lo menos con respecto a los hábitos, pues la relación del perro con su dueña es como la de esos matrimonios que, a fuerza de convivir muchos años, acaban pareciéndose en las buenas y en las malas.

El hecho de que el perro se parezca a la dueña, tanto en su apariencia como en sus hábitos, tiene a veces un carácter patológico. Los veterinarios suelen hablar de la obesidad del perro de la obesa, debido a que la glotonería de la dueña influye en su animal. Si le gusta comer a ella -advierten los citólogos-, es normal que el perro esté sobrealimentado, y eso puede degenerar, al igual que en su dueña, en trastornos hepáticos.

A pesar de lo antedicho, se debe aclarar que no todos los perros se parecen a sus dueños; por ejemplo, en este mismo barrio, ubicado en una periferia de Estocolmo, existe un hombre grande y gordo, quien, todas las santísimas tardes, sale de paseo con una perrita salchicha entre sus brazos; un contraste grotesco que me trae a la mente ese cuento de amor entre una paloma y un elefante. Y, por si acaso, no estoy refiriéndome al amor entre Frida Kahlo y Diego Rivera, sino a esos seres que se sienten atraídos por su polo contrario, aunque ver a un hombretón de proporciones mayores, paseando a una perrita de proporciones menores, es como ver a un mastodonte y a una garrapata prendidos de una cuerda.

Sin embargo, no hay nada que argüir contra los perros, pues son animales nobles y tienen la facultad de despertar una corriente de simpatía natural. El perro ha evolucionado junto al hombre durante milenios, ha convivido con él como su más fiel compañero, ha sabido adaptarse a sus caprichos de una manera casi mágica y ambos han logrado un entendimiento casi milagroso. Pero eso sí, supongo que criar a un perro de lujo debe ser una labor compleja, pues requiere paciencia, amplios conocimientos, amor y sensibilidad creativa, porque los perros, a diferencia de los gatos, no son limpios por naturaleza. Además de no asearse, muchos tienen la costumbre de revolcarse en charcos, barro, basura y polvo. Por eso la dueña, para mantenerlo limpio como si fuese su propio hijo, debe evitar los nudos del pelaje muerto y la proliferación de los parásitos externos. Un aseo obligatorio que implica tener a mano cortanudos, cepillos para peinar, algodón para la limpieza de orejas, tijeras, máquinas de esquilado, alicate para cortar garras, jabón líquido, insecticidas para baños antiparasitarios y una serie de otros instrumentos que ayuden a mantenerlo a imagen y semejanza de su dueña, quien, con toda la paciencia del mundo, le cepilla diariamente los dientes con bicarbonato y le da de comer pan duro y manzanas para conservar su boca limpia.

De otro lado, la muchacha de pelo platinado, rostro angelical y trasero espléndido, que todas las mañanas y todas las tardes cruza por la ventana de mi escritorio, es ya un personaje cuya belleza forma parte del ornamento andante de este barrio, donde las mujeres la persiguen con la mirada, mientras los hombres se le acercan con el falso pretexto de acariciar al perro. Ella sonríe y se afirma a la correa de cuero negro, en tanto el perro, intuyendo instintivamente las malas intenciones de los admiradores fortuitos de su dueña, enseña los colmillos y bate el rabo.

El otro día, mientras los miraba desde la ventana, comprobé que el perro de la muchacha no era macho sino hembra, porque venía acompañada de un can de desbordante vitalidad y postura, algo parecido al perro que hace años me lo raptaron en mi pueblo, el mismo día en que lo saqué a pasear por el parque, sujeto a una correa enganchada en su collera. Al echarlo de menos, advertí que ya no estaba. Fue tan grande mi pena, que lo busqué por doquier, gritando su nombre a los cuatro vientos. Lo busqué varios días y varias noches, calle arriba y calle bajo, pero no lo encontré ni volví a verlo, sino en las fotografías que lo muestran con la cara de niño bueno; tenía el pelaje suave y de color marrón, el rabo corto, los belfos colgantes del hocico, la frente plegada y los ojos ardientes como ascuas. Era un perro de raza y de buena alzada. Parecía hecho de furia y de ternura. Poseía la voz potente, feroz, pero era un perro cariñoso y manso con la gente. No en vano jugaba con los niños, siempre dispuesto a defenderlos y soportar sus diabluras, aunque a veces, dando brincos y haciendo cabriolas, los tumbaba contra el suelo, pues él mismo parecía un niño juguetón, que necesitaba trotar, correr y desfogarse.

Ojalá estuviese todavía conmigo, aquí y ahora, jadeante y al acecho de una nueva aventura, para sacarlo a pasear por los bosques de este barrio y así poder acercarme a esa muchacha de despampanante belleza, al menos para preguntarle su nombre.

domingo, 15 de agosto de 2010


VÍCTOR MONTOYA GANÓ CONCURSO INTERNACIONAL DE RELATO ERÓTICO EN ESPAÑA

El escritor boliviano, residente en Estocolmo y colaborador de Bolpress, fue uno de los cinco autores latinoamericanos ganadores del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico, convocado por Ediciones Irreverentes y el programa Sexto Continente, de Radio Exterior de España.

El fallo del jurado fue anunciado en el Congreso Hispanoamericano de Escritores, que se celebró en Madrid recientemente. El editor Miguel Ángel de Rus, en un programa radial que contó con la presencia de reconocidas figuras de las letras hispanoamericanas, manifestó que al concurso se presentaron 153 relatos de 18 países y que los cinco autores ganadores del primer premio fueron: Víctor Montoya (Bolivia) por Amor a tergo, Fernando Morote (Perú) por El placer humano no es el de la carne, Gloria Scharetg (Estados Unidos) por Carnavales, Raúl Vallejo (Ecuador) por Bajo el signo de Isis y Fernando Ariel Kosiak (Argentina) por Las del apagón.

Los relatos ganadores aparecerán en una antología de narrativa erótica que Ediciones Irreverentes publicará en septiembre junto a destacados escritores españoles. El Relato inédito de Víctor Montoya, quien desde hace tiempo venía explorando los territorios de la literaratura erótica, narra la escena insólita de un amor a tergo, cuya historia, salpicada de comidas afrodísiacas y sensualidad exuberante, trancurre entre la cocina y el comedor de una mansión tropical.

Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, en 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Es autor de más de una decena de libros entre novelas, cuentos, ensayos y crónicas. Dirigió las revistas literarias PuertAbierta y Contraluz. Su obra está traducida a varios idiomas y tiene cuentos en antologías internacionales. Reside en Estocolmo, donde llegó como exiliado político, tras haber sido liberado de la prisión en 1977. Escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos.

Fuente: Bolpress, 2 jul 2010

sábado, 14 de agosto de 2010


CANGREJO ERMITAÑO

Ya me había sucedido antes, pero esta vez mi sueño me reveló lo que fui en mi anterior vida o lo que seré después de la muerte: un cangrejo ermitaño contemplando el mundo desde su mundo. Lo único que no coincidía era el lugar de mi residencia y la forma estúpida como perdí la vida. Todo lo demás, como en los mejores cuentos de mutantes y metamorfoseados, era similar a mi vida cotidiana y al modo de experimentarme a mí mismo.

Si el sueño es el reflejo incoherente del subconsciente, hecho de impresiones y experiencias habituales, entonces el mío, que se mostró con tanta nitidez y coherencia, es el fiel reflejo de una vida recluida en la soledad voluntaria, al margen del ajetreo mundano, donde se originan y solucionan los problemas humanos. A qué se debe esta mi conducta de solitario, probablemente, a factores innatos y adquiridos que arrastro desde la infancia como una marca indeleble en la piel del alma.

El sentirme un poco extraño, como casi todos quienes leen estas líneas, no es extraño para nadie, sobre todo, si partimos del criterio de que cada individuo, indistintamente de su origen, raza y sexo, se ha sentido alguna vez diferente a los demás, así esta sensación sólo sea el producto de la imaginación.

Volviendo a lo que pensaba referirles, debo anticiparles que no soy un bicho raro, sino apenas un hombre cuya vida está situada en el límite exacto donde se juntan la realidad y la fantasía, y donde uno es capaz de repetir a viva voz el soneto de Quevedo: Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos,/ y escucho con mis ojos a los muertos.

De otro lado, asumiendo mi condición de narrador, quiero contarles mis pensamientos y sentimientos, y reiterarles, si acaso no quedó claro, que me parezco a ustedes tanto en los defectos como en las virtudes, salvo que en el sueño me vi convertido en cangrejo ermitaño; tenía los ojos grandes y pendulares. Cerca de mi boca había dos pares de antenas no muy largas, y en mi cuerpo, en forma de tenazas, seis pares de miembros moviéndose como las patas de una araña. Habitaba en el interior de una concha abandonada, cuya abertura la tapaba con mi pinza derecha, mientras mis extremidades, que seguían a mis pinzas, se arrastraban a tientas, evitando los obstáculos.

Vivía, como suele suceder en la dimensión onírica, cerca de una playa tropical, debajo de las piedras de coral, asediado de algas marinas y grandes colonias de invertebrados nadando en derredor. Aunque mis enemigos acudían en bandadas a explorar los territorios de mi dominio, no abandonaba la concha ni aun estando en los parajes rocosos que me servían de refugio, pues hasta en los vericuetos más insondables, en las cuevas y pequeñas oquedades, me acechaba el peligro y la muerte.

Cuando la brisa se arrastraba sobre la arena y los bañistas se retiraban de la playa, trepaba por los pináculos rocosos que se levantaban formando una pirámide submarina, sobre las que nadaban en apretadas formaciones miles de peces que, a la luz del poniente y en las aguas color turquesa, parecían criaturas deambulando en un paisaje enigmático, casi paradisíaco.

En la isla, sobre la arena todavía tibia, abandonaba la concha, amarraba un cinturón de hierba alrededor de mi tronco y trepaba hacia las ramas del cocotero. Arrancaba el fruto y lo dejaba caer sobre la arena, le quitaba las fibras una por una, desde el punto donde se encontraba el ojo del coco. Luego hacía una abertura con mis pinzas, raspaba la pulpa y me la comía a mi regalado gusto. Después me metía en la concha con la misma lentitud con que la abandonaba y, arrastrándome sobre mi abdomen, volvía hacia el fondo rocoso de mi guarida, donde no llegaba el ruido de las agitadas olas, salvo el siseo de los otros cangrejos que poblaban esos ámbitos poco iluminados del mundo marino.

Así viví en el sueño, hasta la última vez que salí a la superficie, ansioso por comer la pulpa refrescante de un coco. Me arrastré por la arena húmeda, dejando mis huellas allá donde no llegaban las olas. Trepé al cocotero, corté un fruto con mis pinzas y lo dejé caer sobre la arena. Después me dispuse a bajar retrocediendo, hasta que de pronto perdí el equilibrio y, dando volteretas en el aire, me descalabré mortalmente. Mis pinzas se quebraron con un ruido sordo y mi cabeza se partió cual un cántaro de barro. Ahí permanecí inmóvil, de espaldas, mirando el cielo por entre las hojas del cocotero.

Al despertar, las piernas separadas y los brazos cruzados, sentí un dolor intenso en la nuca y la espalda. No me pregunten el motivo de tal dolor, lo desconozco, pues lo cierto es que en el sueño, donde me transformé en cangrejo ermitaño, existe un misterio hasta hoy desconocido por los psicoanalistas y aficionados a la interpretación del subconsciente humano. Si algo recuerdo, a plan de forzar la memoria, es que el sueño lo experimenté después de una tremenda borrachera. Sin embargo, ésta no es la única ni definitiva explicación, sino apenas un detalle que nos aproxima al porqué del dolor que sentí a tiempo de abrir los ojos.

En realidad, para quienes aún tengan dudas, el cangrejo ermitaño de mi sueño era una alegoría de mi vida, debido a que forma parte de mi personalidad más íntima. Soy arisco con los desconocidos y casi nunca salgo de mi escritorio, donde, con el transcurso de los años, logré establecer un ámbito hecho a mi manera, con los personajes de la realidad y los fantasmas de la imaginación. La soledad, que para algunos es un fatal castigo, en mi caso constituye una hermosa compañera, con quien convivo día a día, brazo a brazo, sin otra esperanza que la de evitarme un sueño en el que se me acabe, así nomás, la libertad de haber elegido una vida apartada de la superficialidad y la hipocresía. No, no se imaginen lo peor, ya que una vida hecha de quietud y silencio es también un modo de alcanzar la felicidad a costa de crecer hacia adentro y no hacia fuera. No soy el primero ni el último en experimentar la satisfacción que produce una vida de anacoreta, pues hay algunos que la ejercieron y la ejercen por oficio o afición, ahí tenemos al Asterión de Borges, quien, ante las acusaciones de soberbia, misantropía y locura, decía: Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera.

Está comprobado que el sueño de la razón produce monstruos, como advirtió Goya, el pintor español que intentó retratar, a fuerza de lápices y pinceles, los fantasmas que habitan en los cuartos oscuros de la memoria, mucho antes de que los psicoanalistas nos acercaran a la interpretación de los sueños, con explicaciones que no siempre satisfacen nuestra curiosidad y nuestro afán por desentrañar los misterios inherentes a los sueños que, como en mi caso, son cada vez más metafísicos y macabros.

VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (3)

Entre el 21 y el 26 de abril se celebró la Semana del Libro en Maracay, Aragua, donde, en mi condición de invitado especial, diserté sobre la narrativa boliviana contemporánea. Los auspiciadores del evento aprovecharon también para presentar dos de mis libros de cuentos.

El viernes 25 hizo un calor sofocante, de modo que, mientras viajaba hacia el punto de encuentro, pensé que había salido del invierno de Suecia para meterme en el infierno de Venezuela. La temperatura superaba los treinta y cinco grados y obligaba a vestir ropa ligera; una costumbre que ya se me había olvidado de tanto vivir en las tierras frígidas de Escandinavia.


En la parada de los microbuses me recibió el dilecto amigo Jorge Gómez Jiménez, escritor y editor de la revista Letralia (Tierra de Letras), a quien conocí mucho antes de que publicara en su editorial digital mi libro de crónicas “Retratos” (2006), con un prólogo que él mismo escribió destacando la peculiaridad del libro, cuyos textos están inspirados en fotografías y pinturas que me impactaron desde siempre.

Al mediodía fuimos a almorzar en un restaurante chino, en compañía de los escritores Marcos Veroes y Manuel Cabesa, quienes estaban a cargo de presentar mis libros, Cuentos en el exilio y Cuentos violentos, en la Biblioteca Pública Agustín Codazzi. A la hora prevista, cinco y treinta de la tarde, se dio inicio al acto con las palabras de bienvenida de Jorge Gómez Jiménez.


Marcos Veroes, a tiempo de comentar el contenido de Cuentos en el exilio (2008), manifestó: Los temas del libro que nos ocupa van desde la voz narrativa de quien ultimó al Che, pasando por quien de manera enfermiza duerme con una pistola, hasta llegar al nieto de una loca, quien está encerrado en un manicomio presumiblemente por estar enamorado. Referencias a otros relatos, a otras manifestaciones del arte, conforman una urdimbre narrativa para lectores de mayor recorrido (…) Cuentos en el exilio habla precisamente de lo que quedó atrás, antes del estado de quien está forzosamente lejos de aquello que le pertenece íntimamente. Al fin y al cabo el exilio es un estado emocional y mental. La ciudad de Estocolmo podría ser Caracas, Río de Janeiro o Ciudad de México, es decir, cualquier ciudad en la cual los encuentros ocurren, los enfrentamientos se suceden y los amores momentáneos se gestan (...) Otro elemento que se comporta como hilo conductor en estos cuentos es la presencia de la violencia. Las situaciones se generan a partir de una mirada, una acción premeditada o de un cliché, producto de la apariencia, el color de piel o el sexo. Es violenta la conquista, el amor, las relaciones, la ciudad, el recuerdo. La violencia no se presenta de golpe como solemos creer.


Por su parte, Manuel Cabesa, refiriéndose a Cuentos violentos (segunda edición, 2006) en tono de reflexión, dijo: La violencia ha acompañado cada capítulo de la historia latinoamericana. Una violencia que se impone para que el mundo permanezca tal y como está, donde unos pocos gozan de privilegios que la mayoría nunca llegarán a disfrutar. Lo interesante de estas historias que nos trae Montoya es que, aunque están tamizadas por una escritura sobria y bien cuidada, su basamento es real, y muchas veces autobiográfico (...) Las descripciones que hace Montoya de la tortura que sufren varios personajes es simplemente escalofriante (…) Podríamos pensar que estos relatos se refieren a una época muy concreta: esa larga noche de dictaduras que ensombreció a casi toda Suramérica. Tiempo después, Manuel Cabesa, sin apenas salir de su asombro, escribió: resulta que entre los latinoamericanos, aún persiste ese gran desconocimiento de lo que actualmente se escribe en nuestros respectivos países. De no ser porque Montoya visitó Maracay el 25 de abril pasado, a esta altura no supiéramos quién es, y su obra sería totalmente desconocida entre nosotros. Mientras hablábamos con un grupo de amigos, nos dimos cuenta de que es Montoya el primer autor boliviano realmente contemporáneo del que tenemos noticia; el otro de quien he oído hablar es de Augusto Céspedes, quien es autor de mediados del siglo pasado, autor de una novela reconocida en su tiempo y llamada 'El metal del diablo'.


La conferencia, en la que participaron activamente tanto los expositores como el púbico asistente, no sólo me dejó satisfecho, sino también me dio la oportunidad de acercarme por primera vez a mis lectores en la patria del libertador Simón Bolívar. Más todavía, logré vender casi todos los libros que cargué desde Estocolmo en una maleta que tenía sobrepeso. Después, como si se tratara de una feria de libros, no tuve más remedio que ejercitar la muñeca de mi mano para escribir las dedicatorias solicitadas en un ámbito en el cual reinaba el respeto y la amistad.


Con esta actividad literaria cerré mi visita a Venezuela, un país que permanecerá para siempre en mi memoria y en un lugarcito especial de mi corazón, quizás, porque tras el viaje me hice consciente de que a Venezuela no fui a enseñar sino a aprender.

Fotografías

1. Donando libros en la Biblioteca Pública de Maracay
2. Con los escritores Manuel Cabesa y Jorge Gómez Jiménez
3. Con Marcos Veroes y Manuel Cabesa en la presentación de los libros
4. Portada de los libros
5-6. Conferencia en la Biblioteca Agustín Codazzi
7. Encuentro informal con los lectores

viernes, 13 de agosto de 2010


DEL AMOR TERRENAL AL INFIERNO DE DANTE

Cuando el Papa Juan Pablo II anunció que en el paraíso no habrá amor físico, porque los resucitados no tomarán mujer ni marido, ni será necesario el ejercicio de la procreación, pensé para mis adentros: ¡Ah, carajo! ¿Ahora qué hago?

Si el Papa promete mejor bienestar en el reino de Dios, en el paraíso celestial, se lo agradezco infinitamente, pero a condición de que no me quite el derecho a seguir gozando del amor físico, pues si con la muerte se paga el justo castigo del pecado original, me propongo seguir pecando así me expulsen del reino de Dios, como fueron expulsados Adán y Eva del Jardín del Edén por haber comido la fruta prohibida del árbol del saber; de lo contrario, prefiero que me condenen a los suplicios del infierno, donde otras almas purgan sus pecados, ya que no pienso renunciar al sexo ni muerto ni capado. Ya François de Malherbe, al evocar la juventud de Racan, dijo: No encontraba sino dos cosas bellas en el mundo, las mujeres y las rosas, y dos buenos bocados, las mujeres y los melones. Es un sentimiento que tuve desde que nací y que hasta hoy es tan poderoso en mi alma que pienso que nunca agradeceré lo bastante a la Naturaleza habérmelos dado.

Así no sea el demonio disfrazado de Cupido, llevó un arco imaginario y una aljaba provista con dos flechas: una para encender las llamas indomables del amor y la otra para herir certeramente los corazones desamorados; más todavía, me considero la oveja descarriada del rebaño del Señor, porque me gusta justo lo prohibido por mandato divino. Sin embargo, mientras esté vivo en este mundo y mis órganos puedan cumplir sus funciones para las cuales fueron creados, me seguirá gustando todo lo que una mujer lleva a flor de piel y todo lo que esconde debajo de la blusa y el vestido, pues el amor, contrariamente a lo que se imagina el Papa, es la mayor gracia de la cual se goza en la vida, sea con Dios o con el Diablo.

Cabe recordarle al Papa que ya en la Edad Media hubo quienes, desde el interior de sus sotanas, rechazaron el celibato y proclamaron la satisfacción de los instintos naturales, como lo hizo Martín Lutero, a quien su condición de antiguo clérigo le abrió los ojos y le enseñó, por la experiencia de su propio cuerpo, a expresar sin rodeos, de manera rotunda y sorprendente, su necesidad de amar y gozar del sexo. De ahí su ardor en combatir el celibato sacerdotal y exigir la abolición de los conventos.

Martín Lutero, como cualquier mortal en la Tierra, sabía que una mujer, a menos de hallarse vestida de una gracia singular, no podía pasarse sin amor, como no podía pasarse sin comer, dormir, beber o satisfacer otras necesidades vitales concedidas por la naturaleza. Por eso mismo, quienes luchaban contra la satisfacción del instinto sexual y prohibían las funciones de los órganos destinados a la procreación y la conservación de la vida, no hacían más que impedir que la naturaleza sea naturaleza, que el fuego queme, que el agua moje y que el hombre coma, beba, duerma y, sobre todo, ame, ame y ame.

Como fuere, después de lo anunciado por el Papa, soñé que me encontraba ante los Tribunales de la Justicia, dispuesto a recibir la recompensa o el castigo divino. Pero mi sueño se trocó en pesadilla cuando me vi ascendiendo al cielo, donde alguien me detuvo en la puerta de un túnel y me señaló otro túnel que conducía al infierno. De pronto me sentí caer en el vacío. Abajo se veía un espacio gris, los mares eran bravíos y las montañas parecían camellos reposando en el desierto. Los bosques eran una inmensa estepa verde y la tierra tenía un cráter de volcán por el cual me metí rumbo al infierno, donde fui conducido de la mano de Dante, atravesando por ríos de sangre, por lluvias de fuego y aguas heladas, por cloacas de orines y excrementos, hasta que por fin llegué a una puerta del tamaño del tiempo, donde topé con una inscripción que decía: Por mí se va a la ciudad doliente;/ por mí se va al eterno dolor;/ por mí se va en pos de la condenada gente.../ Vosotros, que entráis, dejad aquí toda esperanza.

Pasé la puerta y me hundí en el infierno, donde vagué como Bertrán de Born, llevando la cabeza en las manos y mirando cómo los seres voluptuosos eran azotados por una lluvia mezclada con granizo de plomo fundido. Aquí estaba Cancerbero, el perro guardián del infierno, echando babas y dentelladas por sus tres cabezas.

Los condenados, que se rebelaron contra la palabra de Dios, eran castigados por los demonios, las cabezas hundidas en agujeros y las piernas agitándose en el fuego. En los tenebrosos callejones, donde las aguas hervían en calderos, vi que un demonio devoraba a una niña, mientras una mujer era penetrada por ratones, sapos, serpientes y gusanos. La niña gritaba con una voz que flotaba alrededor de su boca, como los pentagramas de una partitura musical, en tanto la mujer, inflada como un globo, se elevaba por encima de los vapores rojo-verdes hasta estallar en pedazos.

Unos eran acosados por centauros y aves de rapiña, en cambio otros eran castigados con picaduras de serpientes y alacranes. En uno de los recintos, donde los condenados eran decapitados entre estertores de agonía, vi que mi alma se me escapó del cuerpo y se precipitó en un pozo oscuro.

En el purgatorio estaban los magos y adivinos, quienes, la cara vuelta hacia sus espaldas, eran obligados a caminar a reculones, al tiempo que otros huían del suplicio, los cuerpos desnudos y las bocas deformadas por el grito.

Aquí permanecí a lo largo de la pesadilla, esperando que alguna mujer, bella como la Beatriz de Dante, me tendiera la mano, salvándome del profundo pozo del infierno y conduciéndome al paraíso, pero no a ese que promete el Papa, sino a ese otro donde los simples mortales aprovechan de su cuerpo mientras tienen buena salud y están dispuestos a gozar del amor físico.

domingo, 8 de agosto de 2010


UNA LECCIÓN DE SOLIDARIDAD

Desde el día en que salí de la cárcel, con el cuerpo marcado por las secuelas de la tortura y la conciencia más firme que nunca, mucha agua ha corrido por el río, pues al evocar mi pasado, que fluye a mi mente como una cascada, encuentro una realidad análoga a la metáfora de Heráclito: Nadie puede sumergirse dos veces en el mismo río.

Pero hoy, sin trastocar las leyes de la dialéctica, quiero recordar un instante que conservo intacto en la memoria, una anécdota vinculada a la solidaridad, a esta palabra abstracta cuyo significado es todavía motivo de controversias, al menos si partimos de la premisa de que el hombre no nace solidario sino que se hace solidario. Mas como mi intención es contarles la anécdota, y no definir la connotación semántica de la palabra, comenzaré diciendo que una sola vez sentí la verdadera solidaridad, esa temperatura humana que a uno lo protege y fortalece en los momentos de mayor necesidad.

Todo se remonta a mediados de 1976, cuando caí a merced de los esbirros de la entonces dictadura militar, acusado de subvertir el orden establecido por los sistemas de poder.

Mientras me conducían a las cámaras de tortura del Departamento de Orden Político, no pensaba en otra cosa que en fugarme, aunque tenía las manos atadas a la espalda y el cañón de una pistola apuntándome en la nuca. Esa tarde, bajo un cielo que se mostraba tímido entre las nubes, pude confirmar la siguiente tesis: la primera idea que se apodera del preso es la de evadirse de sus captores, de escabullirse entre el tumulto o de esfumarse como si a uno se lo tragara la tierra, sobre todo, si éste está consciente de que sus verdugos lo someterán a vejaciones físicas y morales.

Cuando me dejaron en una celda solitaria, todavía encapuchado y maniatado, tenía el cuerpo lleno de hematomas y sangre. El lugar apestaba a humedad absorbente y por los resquicios de la ventanilla se filtraba una luz semejante a la raspa del pescado. Durante días y noches, no muy lejos de mi celda, escuchaba una descarga de golpes y alaridos, y en las paredes del pecho los violentos latidos de mi corazón.

Al cabo de una semana, mientras recordaba la historia del príncipe feliz, quien quiso regalar sus ojos a los pobres creyendo que eran rubíes, un compañero de cautiverio, cuya mano y rostro podían ser de cualquier preso, dejó caer por la ventanilla una cajetilla de cigarrillos. Así aprendí a conocer a ese personaje, sin voz ni rostro, llamado solidaridad.

Días después, apenas desperté de una horrible pesadilla, otros presos entraron en mi celda, precedidos por una luz que de súbito invadió las penumbras. Uno de ellos, bigote espeso y mirada penetrante, se detuvo cerca de mi rostro, cortándome la luz hiriente que cegaba mis ojos. Al verme tendido de bruces, sobre una payasa de paja brava, me sentó y arrimó contra la pared; un acto que, además de demostrar el coraje civil de la solidaridad, me bastó para comprender que no estaba solo, sino entre compañeros que compartían mi destino. Allí permanecí, sentado y arrimado, sin poder aventurar una pregunta ni poder sostener la mirada, pero sintiendo una profunda alegría interior. Me tranquilizaba el hecho de encontrarme entre quienes asumían con dignidad su condición de presos políticos y, consiguientemente, de opositores al régimen dictatorial.

En la cárcel aprendí que la palabra solidaridad de otro preso era la solidaridad personificada, algo que daba ahínco y ganas de aferrarse a la vida, pues hasta entonces nunca había imaginado que algunas acciones podían ser más significativas que el vacío de las palabras, o que las palabras pudiesen cobrar tanta fuerza en circunstancias en las cuales no se escuchaba más que la voz del carcelero, cuya presencia, asociada a las brutales torturas, me provocaba la extraña sensación de que el mundo se hundía a mis pies.

El tiempo que pasé detrás de los barrotes de la cárcel, recobrando mis fuerzas y recordando el vértigo de mi adolescencia en los centros mineros de Siglo XX y Llallagua, me sirvió para constatar que la solidaridad, al igual que la libertad de acción y de expresión, es el tesoro más preciado al cual deben aspirar los humanos, ya que la solidaridad, a pesar de ser tan antigua como el mismo hombre, jamás ha dejado de ser uno de los ideales más grandes de todos los tiempos.

Esta lección, quizá irrelevante para algunos, tuvo un profundo significado para mí, puesto que en la cárcel -mi primera gran escuela- encontré el verdadero significado de la solidaridad, como el ciego encuentra la luz en medio de las tinieblas.


VÍCTOR MONTOYA EN VENEZUELA (2)

El día que tenía previsto asistir a una charla informal con los miembros de FRAPOM (Frente Revolucionario Artístico Patria o Muerte), el cielo se rompió entero y la lluvia se vació sin piedad. En poco menos de una hora, en las calles se formaron trombas de agua y los ríos, que atraviesan la ciudad de lado a lado, arrastraban todo cuanto pillaban a su paso. Aun bajo estas condiciones, más parecidas a un panorama surrealista, nos reunimos en la sede que ocuparon estos activistas comprometidos con la causa bolivariana y los procesos de cambio que vienen impulsándose en el Cono Sur de América Latina. Con ellos venía discutiendo desde cuado asistieron a una conferencia que dicté sobre arte y revolución en la Coorporación de Desarrollo de la Región Central de Valencia, donde se inició una interesante polémica en torno a la tradición oral y el compromiso social del escritor.


Debo reconocer que nuestra amistas fue sincera y cordial, a pesar de los momentos tensos que se dieron durante mi exposición y el posterior debate que se armó con palabras incendiarias, como en cualquier foro donde se desatan las pasiones del alma y las opiniones fluyen en una dirección y en otra. No coincidimos en todos los puntos planteados, pero sí en la necesidad de crear alternativas que permitan la participación directa de los artistas y escritores en las instituciones culturales del Estado, cuyo principal objetivo es defender y promover las diferentes manifestaciones del patrimonio cultural de un pueblo.

Estos jóvenes activistas, lejos de toda retórica formal, me sorprendieron con su entusiasmo y sus ansias de ver una Venezuela donde el arte y la literatura no sean un privilegio reservado para una élite, sino un campo abierto al que tengan acceso todos los individuos, sin distinciones de raza, sexos ni condición social. Una intención por demás ponderable, sobre todo, cuando viene de personas que desde siempre se dedican al teatro, la pintura, la música y la literatura.



En esta ciudad, mientras mis anfitrionas me transportaban en auto de una actividad a otra, me contaron las aventuras y desventuras de “Florentino y el Diablo”, una fascinante leyenda popular de los llanos venezolanos que, además de estar revestida con valores propios del folklore nacional, presenta características universales por el tratamiento del tema sobre la diatriba constante entre el Bien y el Mal.

Esta leyenda demuestra que la cultura regional no importa cuando los arquetipos hermanan a todos los pueblos, puesto que esta misma historia bien podía haber sucedido en cualquier otra parte del mundo. Lo interesante es que, como en muchas de las consejas de antaño, no se sabe a ciencia cierta ¿quién vence a quién? Lo único que trasciende en la trama es que tanto Florentino como el Diablo poseen el poder de la seducción. Es más, lo que no se sabe es quién es el creador de ese poder, si Dios o el Diablo.



Las actividades eran tantas que, algunas veces, tenía que hacer esfuerzos para darme tiempo y asistir a las entrevistas programadas en las radios, los periódicos y la televisión. Por suerte, con paciencia y disciplina, logré superar los contratiempos y cumplir con los compromisos.


En la sede del Tkanela Teatro, cuando menos me lo esperaba, me presentaron a Miguel Torrence, un profesional de las tablas escénicas y conocedor de las piezas dramáticas de Ibsen, la escritura contestataria de Strindberg y la linterna mágica de Bergman, cuya visión particular del mundo femenino y los conflictos subconscientes que anidan en la relación de una pareja, según su opinión, lo convertían en un cineasta y dramaturgo de envergadura universal. Con Miguel Torrence, que dedicó su talento al arte escénico y levantó polémicas en torno a su vida privada, sostuve una conversación salpicada de anécdotas y lecturas. Parecíamos dos viejos amigos, compartiendo las mismas palabras, los mismos temas y las mismas inquietudes. No fue menos interesante el hecho de que me contara, de primera mano y conocimiento de causa, sobre las aventuras y desventuras del poeta, pintor y titiritero boliviano Luis Luksic, quien un buen día decidió abandonar Oruro para instalarse en Venezuela, donde compartió, tanto en los escenarios como en las aulas de enseñanza, su amor por el arte y su experiencia, hasta el día en que se lo llevó la muerte un 16 de septiembre de 1988.


Aún recuerdo mi paseo por los campos de batalla en Carabobo, una llanura espectacular que, merced a su importancia en la historia venezolana, todavía conserva la gloria y la bravura de los próceres de la Guerra de Independencia, con su imponente Altar de la Patria y sus guardias de honor que custodian la Tumba del Soldado Desconocido. En este preciso escenario, como por un arrebato de la imaginación, me asaltó la imagen que tenía de Simón Bolívar, batallando contra las tropas de la Corona española, con la espada desenfundada y montado sobre un caballo al galope. Lo cierto es que este acápite de mi viaje, debido su trascendencia y su valor histórico, merece una nota aparte. Por ahora, sólo me queda confirmar que el llano de Carabobo, a donde se llega por una carretera llena de árboles frutales y aires libertarios, fue la cuna de la independencia latinoamericana.


Fotografías

1. Conferencia en Valencia
2. Presentando su obra en la sede de FRAPOM
3. Una charla con los miembros de FRAPOM
4. Florentino y el Diablo
5. Con una periodista
6. Entrevistas radiales
7. Con Miguel Torrence en la sede del Tkanela Teatro
8. Con un profesor de artes escénicas
9. El Altar de la Patria en Carabobo
10. En la Tumba del Soldado Desconocido.

viernes, 6 de agosto de 2010


CARTA ABIERTA A UNA FOTOGRAFÍA

(de izq. a der.) Jorge Zabala (el poeta de las manos cruzadas y la mirada perdida entre copas y sombreros), Eduardo Kunstek (el artista que pinta versos con los colores de la vida), Alberto Guerra Gutiérrez (el viejo duende que nos mira desde el fondo de su alma de niño y nos invita a beber su poesía), Antonio Terán Cavero (el poeta que se infiltró en los recitales vestido de soldado), Edwin Guzmán (el intelectual que reniega de su inteligencia a través del poder de la palabra), Eduardo Nogales (el orureño que perdió sus huellas en los callejones del Barrio Chino), Marcelo Arduz Ruiz (el tarijeño universal, el que está en todas partes, incluso Tras el cristal del cielo) y, por supuesto, el poeta que no aparece en esta imagen, porque, como todo buen duende, prefirió esconderse detrás de los lentes de la cámara que fijó esta fotografía en un instante de solaz en el VI Encuentro de 15 Poetas de Bolivia, llevado a cabo en 1991.

Para ser franco, debo reconocer que esta fotografía, llegada en un periódico ajado desde Bolivia, junto a chuños, charquis y matecitos de coca, es suficiente para recordar a los amigos y sentir la nostalgia de no estar junto a ellos, bebiendo bajo el alero de un techo o a la sombra de un molle capinoteño, puesto que yo, recluido en estas alturas del planeta, donde no puedo sentarme a la sombra de un molle ni saborear el amarillo brebaje de la tierra valluna, siento la sensación de que no volveré a encontrar a estos amigos, quienes me miran desde el otro lado del océano y desde el fondo de esta fotografía, cuyo original (léase del periódico) guardo en un álbum de poesía, como estampilla llegada de un país mágico y secreto, tan lejos de aquí y tan cerca del cielo, donde estos seres de palabras, reunidos en torno al magnetismo de la poesía y las aventuras de la imaginación, brindan por los amigos ausentes que, mientras más ausentes, están siempre presentes en la lengua de quienes hablan y en el silencio de quienes callan.

Así, esta fotografía, que es el espejo que revela el alma de este grupo de poetas, es el mejor motivo para escribirles esta carta que, más que carta, es la nostalgia convertida en palabras.

A ratos, al volver la mirada sobre esta imagen hecha de tiempo y distancia, me entran ganas de acudir a Mosebacke, pedir una copa de Absolut Vodka y brindar por estos amigos, quienes no sólo discuten con la voz del corazón, sino también con las ideas encandiladas por el fuego de la poesía.

Cuando se lea esta carta, en algún recodo del país y en alguna columna del periódico, los amigos sabrán que la palabra es el mejor antídoto contra el silencio y la distancia, mientras yo estaré en Mosebacke, convencido de que una imagen vale más que mil palabras.



LA SONRISA ERÓTICA DE BOCCACCIO

El Decamerón, de Giovanni Boccaccio es la primera obra en que la prosa italiana sienta las bases del moderno arte de novelar, no sólo porque logra elevarse a la altura de una verdadera creación estética, sino, además, porque es un manual de urbanidad que enseña a contar buenas historias eróticas, con mesura y elegancia, y a escucharlas con dignidad y entusiasmo, o con esa pasión ácida y encarnizada de quienes gustamos de la prosa erótica, mientras otros sueñan en el retorno al puritanismo y la prohibición.

El Decamerón, al igual que los Versos Satánicos de Salman Rushdie, despertó encendidas controversias entre los lectores de su época y desató las iras del Vaticano, cuyo dogma se encontraba a caballo entre el ocaso de la Edad Media y los albores del Renacimiento. No obstante, El Decamerón, a pesar de haber sido considerado un libro que atentaba contra las buenas costumbres ciudadanas, logró romper los cercos de la censura y circular entre los nobles y aficionados a las lecturas eróticas. Por eso, quizás, su influencia se dejó sentir tardíamente en el contexto de la literatura europea, aunque Boccaccio estuvo inmerso en la redacción de su obra entre 1349 y 1351, a petición de la hija y esposa del rey de Nápoles, quienes, a pesar de ser tenidas por damas honestas y recatadas, gozaban con la lectura de las narraciones licenciosas que brotaban de la magistral pluma de Boccaccio.

Otro aspecto relevante en El Decamerón es el manejo de la lingua vulgare (lengua vulgar), que por primera vez marcó un precedente importante en la prosa escrita en romance, pues lo que Dante o Petrarca hicieron en verso, Boccaccio lo hizo en prosa, enfrentándose a los moralistas y lectores letrados, quienes le criticaron por haber usado el latín vulgar y no el latín clásico, culto o literario, en la elaboración de eso que llamaron La comedia humana, en contraste con La divina comedia de Dante. Empero, como Boccaccio quería llegar al corazón del pueblo con el lenguaje que hablaba el pueblo, dejó de interesarse por la crítica y siguió escribiendo en latín vulgar, que era una suerte de sociolecto usado por la soldadesca, los comerciantes y la gente de la calle. Todo esto, quizás, porque estaba consciente de que el lenguaje es algo tan vivo como la gente, o como dice Ernesto Sábato: Esas obras que tratan de seres humanos, vivientes y sufrientes, se hacen con sangre y no con tinta, con las palabras que se mama, se vive, se sufre, se quiere, se enfurece y se muere...

Como quiera que fuere, El Decamerón constituye una serie de cien narraciones puestas en boca de tres gentiles hombres y siete mujeres de luto, quienes, huyendo de la terrible peste que asoló Florencia en 1348, decidieron refugiarse en una casa de campo, sobre una loma que dominaba un pequeño valle, donde cada uno de ellos, a modo de pasar el tiempo, contaron una historia diaria, sentados en ruedo sobre las hierbas de un prado. De los diez turnos de las diez personas proviene el nombre de esta obra imperecedera que, para cualquier lector o cultor de la literatura erótica, es un punto de referencia que permite apreciar mejor el erotismo como género literario; pues sin El Decamerón sería más difícil comprender El satiricón de Petronio, Juliette o las prosperidades del vicio del marqués de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karerina de Tolstoi, Historia del ojo de Bataille, Delta de venus de Anaïs Nin, Lolita de Nabokov, Trópico de Cáncer de Henry Miller, El carnicero de Alina Reyes, Las edades de Lulú de Almudena Grandes y Los elogios de la madrastra de Vargas Llosa. Y, desde luego, todo esto considerado una trivialidad al lado de los grandes textos asiáticos, que van desde los Kama Sutra, hindú, hasta el Tapiz de la plegaria de carne, chino.


Ahora bien, sin entrar en detalles sobre el tratamiento del lenguaje erótico, que en castellano resulta abrupto por ser un idioma poco apto para encarar este tipo de literatura (al margen de las perífrasis, metáforas y otras figuras de dicción que se usan para expresar los aspectos más ocultos de la naturaleza y la condición humanas), voy a permitirme la libertad de sugerirles la lectura de esa historia de El Decamerón que, según Boccaccio, a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír. La historia relata las aventuras de Alibech (Noche 3a., 10), la muchacha virgen que quiere hacerse anacoreta con el monje Rústico, quien, cansado ya de introducir su diablito en el infierno, se retira a un lejano desierto, donde vive dedicado al ascetismo.

Así pues, estimados lectores, estoy convencido de que la historia de Alibech, si bien no les provocará una explosión erótica, al menos les hará sonreír con ese sutil humor que supo explayar el gran maestro del arte de novelar.

Dibujos de El Decamerón, por Perellí.