EN
LOS INFIERNOS DEL MUNDO MINERO
Cuando
llegó a mis manos el libro Mineros,
del fotógrafo suizo Jean-Claude Wicky, quien dejó la obra en una pequeña
biblioteca de Uncía, con una dedicatoria de su puño y letra: Para la Biblioteca Municipal Uncía. Este libro,
fruto de mucho tiempo afectuosamente compartido con los mineros. Con todo mi
afecto, Jean-Claude Wicky, me sorprendió ver las extraordinarias
fotografías, en blanco y negro, en torno a una realidad que hace vibrar de
pasmo y de coraje. Me quedé vacío de palabras de solo ver a los mineros
empujando los carros metaleros o sentados, alrededor de la estatuilla del Tío,
en las penumbras de las galerías, donde no faltan los trabajadores, de rostros
famélicos y cenicientos, de cuerpos esmirriados y casi esqueléticos,
enfrentándose a las rocas para extraer los filones de estaño a fuerza de
dinamitas, combos, barrenos, picos, palas y taladros.
Entre
las páginas del libro, publicado por Lunwerg Editores, España, en 2002, y
dedicado A los mineros bolivianos, cuya
tarea diaria consiste en buscar su destino en las profundidades de la tierra,
me llamó la atención, sobre todo, esta fotografía tomada, a 540 metros bajo
tierra, en una de las minas del legendario Cerro Rico de Potosí, donde se ven,
desde la cintura para abajo, a dos mineros semidesnudos, en medio de una
temperatura que parece tenerlos cerca de las puertas del infierno.
No
cabe duda de que Jean-Claude Wicky conocía la mina por dentro y por fuera. En
estas tierras áridas, con montañas de laderas escarpadas, donde reina el viento
y el frío, y donde los campamentos crecieron alrededor de las bocaminas, hizo
muchos amigos entrañables y encontró el principal motivo de su trabajo como
fotógrafo; más que eso, como un artista en la toma de fotografías.
Todo
su interés por retratar la tragedia minera, que perturba los pensamientos y
sentimientos, comenzó después de haber visitado una mina en el antiguo Cerro de
Potosí, donde impactado por la realidad del inhumano trabajo que realizan los
topos humanos, se dijo a sí mismo: Un día
haré un trabajo fotográfico sobre el mundo de los mineros bolivianos; una
idea que plasmó diez años después, en 1984, cuando retornó a Bolivia decidido a
reflejar, con su cámara a cuestas, el mundo miserable de los mineros y sus
familias.
Durante
varios meses compartió con ellos, visitando los campamentos construidos en las
laderas inhóspitas de los cerros, cubiertas de arbustos silvestres y paja
brava, donde el viento habla su propio idioma, soplando y resoplando casi sin respiro, como afirma el propio
fotógrafo, quien estuvo aprendiendo lecciones de vida en las minas de los
distritos de Colquiri, Caracoles, Chorolque, Huanuni, Siglo XX, Viloco, Ánimas
y Siete suyos, solo para citar algunos.
No
es casual que él mismo manifieste que llegó a conocer de cerca la vida de las
familias mineras, sus alegrías, sus
sufrimientos, sus esperanzas, sus rebeldías y sus terribles aguardientes.
En los campamentos conoció la sempiterna pobreza y retrató el rostro demacrado y los ojos sin
brillo de los niños, las amas de casa,
las palliris y los ancianos, antiguos
mineros que forjaron riquezas para que otros vivan en la opulencia mientras
ellos se hundían en la miseria.
Desde
la primera vez que entró en la mina, el reino del Tío, el guardián de las
riquezas minerales, a quien los mineros le rinden culto y le solicitan permiso
para perforar las rocas y explotar los filos de mineral, se dio cuenta de que
las lúgubres galerías se bebieron el sudor y la sangre de los mineros desde la
época de la colonia. Quizás por eso mismo, en una de las páginas de su libro,
rememora la frase que alguna vez los mineros le soplaron en los oídos: Nuestra riqueza siempre ha sido la fuente de
nuestra pobreza.
Jean-Claude
Wicky entraba en la mina al despuntar el alba, cuando todavía estaba oscuro y
salía entrada la noche, cuando el manto de la oscuridad seguía cubriendo los
campamentos mineros. Se acostumbró a no ver la luz del día por varias horas y a
pensar que la oscuridad era tan agobiante como estar metido en una tumba. De
ahí proviene el subtítulo de su libro: Todos
los días… la noche.
En
el laberinto de las galerías, apenas iluminadas por la luz mortecina de la
lámpara enganchada en el guardatojo,
aprendió a rociar el suelo con aguardiente, como una suerte de ofrenda a la
Pachamama y al mitológico Tío; es más, con ese mismo quemapecho, que le ofrecían los mineros y que él sorbía del gollete
de la botella, templaba sus ánimos y su cuerpo antes de proceder a tomar las
fotografías que eran de su interés.
Este
suizo andariego, que en su juventud fue futbolista de 1ra. división y en su
vejez un acucioso observador de su entorno, ha pasado mucho tiempo en las
entrañas de la tierra, recorriendo kilómetros y kilómetros por las galerías
abiertas como tubos hechos de rocas, como serpientes reptando en la oscuridad,
donde no se oye más que la respiración de uno mismo, las goteras de las bóvedas
y el chapoteo de las botas en las charcos de copajira. En los parajes de algunas galerías tenía que avanzar de
cuclillas, aspirando el polvo metálico que destroza los pulmones de los
mineros. Aprendió a avanzar a gatas por los piques
que amenazan con derrumbarse a cada instante, para luego trepar por buzones y chimeneas, como una araña queriendo huir de los embudos de la
muerte.
Solo
así, a costa de penetrar en el vientre de la montaña y en el alma de los
hombres que entregan su vida a la Pachamama, ha logrado fijar, con los
poderosos lentes de su cámara, esas magníficas imágenes que tienen el poder de
testimoniar la dantesca realidad de los mineros bolivianos. Por lo tanto, se
puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que Jean-Claude Wicky penetró en el
alma de los mineros como ellos penetran en las rocas a punta de barrenos y
perforadoras, en un intento por producir riquezas, pero no para ellos, sino
para los dueños de las minas, que primero fueron de los conquistadores en la
época colonial, después de los barones
del estaño en la época republicana y de la Corporación Minera de Bolivia
desde 1952.
En
algunas de las minas de la cordillera andina, que él conoció más que ningún
boliviano, penetró en las secciones ubicadas en los niveles más bajos y de
mayor profundidad, donde la temperatura suele superar los 45 grados Celsius,
debido a la falta de ventilación adecuada, el contacto entre los óxidos del
mineral con el oxígeno y el sistema de extracción de minerales. Sin embargo, su
obstinada obsesión por lograr las mejores imágenes, en condiciones
desfavorables para cualquier fotógrafo, no le fue tarea fácil, pues tuvo que
enterrarse con los trabajadores en las profundidades más recónditas del mundo
minero, sin vacilar un solo instante, pero preguntándose a sí mismo: ¿Cómo se puede fotografiar la humedad, el
calor asfixiante, la falta de oxígeno, el olor acre del mineral que impregna
los cuerpos? ¿Cómo se puede fotografiar la oscuridad espesa de la mina, más
impenetrable que la roca, que borra todo sentido de la orientación, toda noción
de tiempo y de distancia, una oscuridad que quema los ojos y hace que tu cuerpo
desaparezca?
Esta
fotografía, por ejemplo, fue captada en una de las galerías de una mina en
Potosí, donde la temperatura alcanzaba
los 50 grados y la humedad casi podía palparse. Me imagino que él se acomodó
en el mejor ángulo del paraje para
capturar el instante tal cual quería, levantó la cámara resbaladiza por el
sudor en las manos, ajustó el visor a la altura del ojo y, con un mágico clic del disparador, capturó la foto
teniendo la sensación de que la cámara se fundía en el calor, mientras el sudor
le perlaba en la frente y la respiración se le anudaba en la garganta.
Estos
mineros, además de estar expuestos al aire contaminado en un ambiente
extremadamente caluroso, que les causa deshidratación y severas complicaciones
para la salud, trabajan con el torso y la espalda desnudos, apenas en
calzoncillos y las botas de caucho apisonando el suelo barroso y resbaladizo, mientras
las gotas ácidas de la copajira,
desprendiéndose desde la bóveda del paraje,
empapan sus cuerpos brillantes por la grasa y el sudor que les corre como si
estuviese metidos en el sauna.
El
calor es tan intenso que ellos, de cuando en cuando, se sacan las botas para
vaciar el sudor acumulado en ellas y se lavan la cara con el agua de la botella
o, en último caso, con su propio orín que, además de tener propiedades
medicinales, es el único liquido refrescante para aplacar el sofocante calor en
esas extremas condiciones de trabajo.
En
estas galerías, semejantes a las catacumbas del averno, los mineros, que lucen
las extremidades con las venas enraizadas como cuerdas debajo de la piel, no
tienen el cuerpo cubierto de polvo sino de sudor, de un sudor que parece
mojarles hasta los pulmones convertidos en coladeras por el polvo de sílice.
Estoy
seguro que Eduardo Galeano, de haber estado en este mismo paraje, hubiera tenido que repetir su relato sobre el mar, que les
contó, en el festín de su despedida, a sus amigos mineros en Llallagua, donde
estuvo un año después de la masacre de San Juan, acaecida el 24 de junio de
1967, habida cuenta de que estos mineros de último nivel, exhaustos por el
trabajo y flagelados por el calor, le hubieran suplicado al unísono: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.
Él
se hubiera quedado mudo y atónito, porque no hubiera sabido qué decir, pero ante la insistencia de: cuéntanos, cuéntanos cómo es la mar,
Galeano no hubiera tenido más remedio que acudir a su léxico de cuentacuentero,
hasta encontrar las palabras capaces de traerles el mar y hacer que las olas
empapen sus sudorosos cuerpos, como sacándoles de la galería hacia una
superficie donde la luz es más diáfana y el aire más puro.
Sin
lugar a dudas, Este hubiera sido su segundo desafío en el arte de narrar, después de que en 1968, estando en Llallagua, les
contó sobre cómo era el mar a sus amigos mineros, quienes le prepararon una despedida,
entre cantos, tragos de aguardiente y chistes, hasta que uno de ellos, al
despuntar el alba y antes de que la sirena del sindicato les convoque a
trabajar, puso a prueba su capacidad de narrador para responder a la pregunta: Y ahora, hermanito, dinos cómo es la mar.
Las
fotografías de Jean-Claude Wicky, registradas entre los años 1984 y 2001, son
un testimonio de sus repetidas visitas a Bolivia, ocasiones en las que visitó
varias veces los campamentos mineros y varias veces se internó en los profundos
socavones. Su experiencia vivida en
primera persona, en una treintena de minas, fue suficiente para captar
impactantes imágenes en blanco negro y dejar un legado visual sobre la inhumana
explotación de los mineros en las gélidas cumbres del altiplano. Al hojear el
libro, que fue editado simultáneamente en varios idiomas, uno se da cuenta de
que Jean-Claude Wicky (Moutier, Suiza, 1946 – Biel/Bienne, Suiza, 2016),
conoció muy de cerca las minas y a las familias mineras, entre quienes encontró
amigos para toda la vida.
Los
mineros lo acompañaron a recorrer por las tenebrosas galerías y ellos aparecen
retratados en sus espectaculares fotografías, que han recorrido Europa, América
Latina y Estados Unidos, donde su denominada serie de mineros bolivianos (1984-2001) fue exhibida en Museos y
Galerías de Arte, recibiendo los sinceros aplausos de los visitantes y los
aclamados comentarios en la prensa oral y escrita.
Jean-Claude
Wicky palpó de cerca el cotidiano vivir de los mineros, penetrando en el vientre
de la Pachamama, para verlos arañar las rocas y extraer el metal del diablo, esas fabulosas vetas de estaño, enraizadas en las
montañas de los Andes, que hizo ricos a los tres barones del estaño (Simón I. Patiño, Mauricio Hochschild y Félix
Avelino Aramayo) y pobres a los topos humanos, que parecen buscar riquezas,
mientras mastican los sinsabores de la pobreza.
En Mineros. Todos los días… la noche están registradas no solo las condiciones de un trabajo inhumano, sino también el alma de los mineros bolivianos, como quien tuvo la genial iniciativa de tomarles una radiografía para conocer sus desgracias y esperanzas. En este libro se habla con imágenes sobre una realidad que no puede describirse con mil palabras o, por si dudan, pregúntenselo a Eduardo Galeano.
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