EL KIMSACHARANI
Pedrito, muchos años después de que abandonó su hogar,
aún recordaba aquel increíble episodio de su infancia, cuando el kimsacharani
se convirtió en una serpiente de tres cabezas.
El kimsacharani, hecho de cuero trenzado y con tres
pequeños lazos terminados en nudos, era un instrumento de castigo que no podía
faltar en su casa, donde su papá, un hombre gruñón que no aguantaba pulgas,
estaba acostumbrado a cascarle cada
vez que se portaba mal o cometía una travesura que no era de su agrado.
El kimsacharani era negro como las trenzas de su mamá y
tenía un orificio en el mango. Pendía siempre de un clavo de acero, a la altura
del dintel de la puerta de ingreso a la sala, y parecía un objeto tan sagrado
como el crucifijo que estaba a su lado.
Pedrito no entendía cómo se podía exhibir, como si fuese
una reliquia familiar, un objeto temido por los niños que sabían que este
chicote de tres colas, conocido también como el Sambito, servía para educar a chicotazos a los hijos que cometían
alguna falta o desobedecían las órdenes de sus padres, sin considerar que los
niños, por razones físicas y emocionales, no debían ser sometidos a castigos
crueles, inhumanos y degradantes.
.
El papá de Pedrito, que se hacía pagar en casa las
broncas que tenía con el jefe de su trabajo, estaba convencido de que los
azotes que él recibió en su vida, desde que nació hasta que se casó, lo
ayudaron a corregir sus malos hábitos y le enseñaron a tener una mejor vida
familiar. Por eso mismo, nadie podía sacarle de la cabeza la idea de que no era
bueno usar un chicote, confeccionado con el cuero curtido de una llama, para
educar a los hijos inquietos y rebeldes.
Pedrito, siempre que dirigía su mirada hacia el
kimsacharani, imaginándolo como un instrumento que inventó el diablo, sentía
una sensación que le hacía estremecerse por dentro. Un solo chicotazo lo dejaba
zapateando de dolor, con los pantalones mojados y los pelos de punta. Lo peor
era que, mientras más se quejaba y lloraba, su papá descargaba toda su furia
hasta dejarle con la espalda colorada como el tomate y las nalgas ardiéndole
como si hubiese caído en un cubilete de brasas.
Así como su papá estaba acostumbrado a golpearlo, Pedrito
estaba acostumbrado a recibir el castigo con los puños y los dientes apretados.
Al final, sentía que todo su cuerpo, pequeño para su edad, estaba flagelado
como el lomo de un jumento de carga. Algunas veces, cuando lo veía a su papá
con el kimsacharani en la mano, decidido a sacarle
lo malo y meterle lo bueno, se acordaba de los héroes de las películas,
donde los protagonistas portaban un látigo que, luego de chasquear en el aire,
golpeaba contra la humanidad del enemigo. Aunque su papá no era un arqueólogo
aventurero, como Indiana Jones, usaba el kimsacharani con una impresionante
destreza. Otra veces, cuando el castigo lo dejaba marcas en la piel, se
acordaba del Zorro, de ese héroe enmascarado que, incluso cabalgando al galope sobre
Tornado, podía marcar la letra Z con
la punta de su látigo.
La vez que su papá lo azotó a las cuatro de la mañana,
antes de irse al trabajo y por una travesura
que hizo un día antes, Pedrito pensó cómo podía deshacerse del kimsacharani,
hasta que se le ocurrió la idea de esconderlo en el baúl que estaba debajo de su
cama; pero pensó un poco más y, de pronto, se dio cuenta de que el baúl no era
el mejor sitio para hacer desaparecer un objeto de dimensiones considerables.
Entonces se le vino otra idea más brillante: tirarlo al techo de paja, tal cual
le explicó uno de sus compañeros de escuela, quien, un día que lo vio
poniéndose saliva sobre sus heridas, le dijo:
–Si no quieres que tu papá te pegue más, lo que tienes que
hacer es lo siguiente: salir al patio de tu casa, ponerte de espaldas contra la
pared, cerrar los ojos y, apuntando hacia el techo de paja, arrojar el
kimsacharani por encima de tu cabeza.
Pedrito, esa misma mañana, apenas se levantó de la cama,
se dirigió a la sala donde estaba colgado el kimsacharani, lo tomó con las
manos temblorosas, salió al patio y, ¡zas!, se deshizo de ese instrumento de
castigo que, de solo mirarlo, le ponía los pelos de punta y la piel de gallina.
Cuando su papá regresó del trabajo, buscó el kimsacharani
como aguja en el pajar, pero no lo encontró. Preguntó a todos dónde estaba el Sambito, pero nadie le contestó, menos
Pedrito que, a pesar de estar muerto de miedo, selló los labios, entornó los
ojos y se limitó a negar con la cabeza.
Su papá buscó al Sambito
por todas partes y, al no encontrarlo, se fue al mercado para comprar otro. La vendedora, una señora
gorda como la letra O y mala como una madrastra perversa, mientras le vendía un
nuevo kimsacharani, le dijo que todo papá debía tener a mano ese objeto para
hacerles chupar unito a los niños
desobedientes y malcriados. Un solo chicotazo era suficiente para hacerles
andar de puntitas.
Cuando Pedrito vio el nuevo kimsacharani colgado del
mismo clavo donde estaba el anterior, el mismo que él arrojó al techo de paja
de la cocina, se le estremeció el cuerpo y pensó que los castigos no habían
terminado, no al menos como se lo explicó uno de sus compañeros de escuela.
Atormentado por los castigos que le propinaba su papá,
Pedrito pensó que tenía que haber otra manera de deshacerse del kimsacharani.
En eso nomás, como iluminado por una luz celestial, se le vino a la mente la
idea de suplicarle al Supremo para que haga desaparecer al Sambito de una vez y para siempre.
Entonces se arrodilló al lado de su cama, apoyó los codos
sobre la almohada y, juntando la palma de las manos, rezó todas las noches con
los ojos cerrados, hasta que un día, cuando su papá iba a coger el kimsacharani
para azotarlo como casi todos los días, éste voló de sus manos y, retorciéndose
en el aire, se transformó en una serpiente de tres cabeza. Reptó con la
velocidad de un rayo y desapareció en la hendidura del machihembrado de la
sala.
Su papá, por primera vez en su vida, dio un salto atrás y
pegó un grito de espanto. No podía creer lo que pasó con el kimsacharani
delante de sus ojos; tenía el rostro de un pajarito aterrado y el cuerpo
temblándole como pillado por una descarga eléctrica.
Pedrito, que estaba calladito en un rincón, con la
espalda encorvada y los ojos con legañas, miró la escena con una enorme
satisfacción, como si por primera vez estuviera libre de la crueldad de su
papá, quien, desde ese milagroso día, dejó de comprar kimsacharanis y dejó de
golpearlo, como si por fin hubiese entendido de que éste no era un chicote para
educar a los niños, sino un instrumento que inventó el diablo para flagelar a
los condenados al infierno.
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