EL
SACERDOTE Y LA DAMA
En
la época de la Real Audiencia de Charcas, un sacerdote fue destinado a trabajar
en la iglesia de un remoto pueblo fundado en nombre de Dios y del rey de
España. Su misión consistía en convertir a los indígenas al cristianismo y expandir
la colonización en las tierras conquistadas, donde abundaban los yacimientos de
oro y plata.
Nadie
sabía cómo se llamaba el sacerdote ni cuál era su país de origen, excepto el
dato de que llegó al pueblo una noche de tempestad, tras salvarse de un rayo
caído cerca de los cascos de su caballo, que se alzó relinchando sobre las
patas traseras, en procura de evitar que el jinete muera en un recodo del
camino.
Los
pobladores, sin oponer resistencia alguna, asistían a las misas celebradas por
el sacerdote, considerándolo un servidor de Dios y un hermano en quien
depositaban toda su confianza; más todavía, los feligreses iban a la iglesia no
solo para cumplir con su fe, sino también para confesar sus pecados.
El
sacerdote, de tez rojiza y vigorosa corpulencia, vestía siempre con una sotana
provista de grandes mangas y un capuchón de tela blanca, como símbolo de
inocencia y santidad. En los pies, cubiertos de pelos parecidos a los del
jabalí, calzaba unas sandalias espartanas y llevaba un cordón que él se lo
ajustaba a la cintura, mientras repetía la siguiente oración: Ceñidme, Señor, con el cíngulo de la pureza
y extingue en mi cuerpo el fuego de la sensualidad, para que posea siempre la
virtud de la continencia y de la castidad.
Todo
parecía normal en su apariencia de sacerdote, salvo que cuando celebraba la
misa, tenía los ojos encendidos como el rubí y sobre la sotana una cruz roja
que parecía hecha de fuego. Los feligreses, aunque cuchicheaban sobre estos
detalles al salir de la iglesia, lo tenían en sumo respeto, debido a que
durante la Real Audiencia de Charcas, la autoridad de un sacerdote era tan
reverenciada como la de un corregidor al servicio de la Corona española.
Así
pasó un tiempo, hasta que apareció en la capilla una dama de ascendencia criolla,
guapísima como una diosa y elegantemente vestida, con una mantilla de seda
cubriéndole la cabeza y parte del rostro, un collar de piedras preciosas entre
sus abultados pechos y un vestido de talle angosto, mangas abullonadas, altos
puños de encaje y un escote entreabierto que dejaba entrever el brocado de su
prenda interior.
El
sacerdote, apenas la vio contonear su cuerpo juncal y mirar por doquier con sus
ojazos color esmeralda, se quedó sin aliento por un buen rato, como si la saeta
del amor le hubiese atravesado el corazón. Sintió una súbita sensación de
enamoramiento y no demoró en averiguar el estado civil de quien lo enganchó a
primera vista.
Así
supo que era la viuda de un caballero de noble cuna, diez años mayor que ella.
Supo también que el caballero disponía de una considerable fortuna, gracias a
la explotación de una mina de oro, y que murió durante un duelo, al que le retó
un desafiante que, como todo amigo de lo ajeno, quiso hacerse de las pepitas de
oro, que el marido de la dama llevaba en una taleguita sujeta al cinto. Pero
como este no estaba dispuesto a perder pacíficamente el oro ni la vida, aceptó
el reto sin mayores preámbulos.
Una
vez que los oponentes se ubicaron espalda contra espalda, caminaron un número
prefijado de pasos, hasta detenerse en el punto indicado. Luego giraron sobre el tacón de sus botines de
cuero y se pusieron frente a frente, las pistolas cargadas en la mano;
instantes después, se oyeron los estampidos de las armas; uno de los dualistas
cayó inerte, el cráneo destrozado por el proyectil que le penetró por el ojo
izquierdo, mientras el otro quedó de pie, soplando el cañón humeante de la
pistola, que era de corto calibre y cacha repujada a mano.
Los
testigos del acto, donde corrió la sangre y el aire se impregnó de pólvora,
relataron que el duelo no se debió a razones de honor, sino a una riña por un
puñado de oro, puesto que el desafiante, un aventurero ávido de riquezas, se
acercó al cuerpo sin vida y, antes de arrojarlo en el caudaloso río, le sustrajo su anillo de oro macizo, un
brazalete y un collar del mismo metal. Así fue cómo el marido de la dama, un
caballero de armas llevar, perdió el oro y la vida de un solo tiro.
La
tercera vez que la dama asistió a la iglesia, el sacerdote, al ver que estaban
solos después de la misa, la abordó con mucha astucia, atrapándola con su poder
de seducción y el encanto de sus palabras nacidas desde el fondo de su corazón.
Ella le habló con acento andaluz y, envilecida como estaba por ese fornido
cuerpo, cayó redondita ante sus galanterías e insinuaciones. Por eso le confesó
que no tenía galán ni pretendiente. Entonces el sacerdote, sin perder más
tiempo y tomándola por el talle, la acercó contra su pecho y le quemó los
labios con el fuego de sus labios. Ella se quedó atarantada por un instante,
pero luego accedió a las caricias que le despertaron su sensibilidad hecha de
pasión y de fuego.
El
romance entre el sacerdote y la dama se puso en marcha, a ocultas de los
feligreses y viéndose solo por las noches en un pequeño dormitorio anexado a la
iglesia, donde la hizo suya por primera vez. La puso de cara contra la pared,
le levantó el vestido y le bajó los bombachos de encaje, acariciándole las
piernas y las nalgas, hasta que él, levantándose la sotana que le cubría hasta
los talones, la penetró con tal violencia, que la dama se quejó como nunca,
mordiéndose los labios y entornando los ojos, como si estuviese con un hombre
que escondía al demonio debajo de la sotana.
Al
término de la cópula carnal, que los hizo conocer el infinito entre gemidos de
placer, la dama se subió los bombachos y se arregló el vestido; en tanto el
sacerdote, ofreciéndole disculpas por su monstruosa virilidad, procedió a
secarle las lágrimas con la estola, esa suerte de bufanda que él llevaba
alrededor del cuello cada vez que oficiaba misa, nada menos que en el mismo
recinto donde empezó a desatar sus desaforadas perversiones.
La
conducta pícara del sacerdote llegó al extremo cuando, enterado de la fortuna
que la dama heredó de su difunto marido, le pidió un cofre lleno de oro a
cambio de liberarla de todos los males de su alma. Ella no dudó en
entregárselo, como quien cumple con una obra de caridad en beneficio de la
santa Iglesia y el sacrificado oficio de un sacerdote destinado a un remoto
pueblo para abolir el paganismo ancestral de los indígenas y divulgar los
buenos propósitos del cristianismo.
Todo
era miel sobre hojuelas para ambos, lejos del glamour de las familias
aristocráticas de la época, hasta que un día el sacerdote, que ignoraba que su
amada era de cascos ligeros y llevaba una doble vida, se informó por boca de
una feligresa chismosa, quien, a tiempo de confesarse, le contó que la dama
mantenía relaciones impúdicas con un mozo de buen abolengo, afamado como Don
Juan por sus amoríos con las doncellas más apetecidas de la región.
El
sacerdote, ante la inminente infidelidad de su amada, se quedó en silencio y
con el corazón partido. Apartó a la vieja chismosa del confesionario,
pidiéndole rezar tres Avemarías para redimirse de sus pecados, y se retiró al
sótano de la iglesia, donde se vació toda una bota de vino añejo.
Por
la noche, cuando la dama tocó la puerta lateral de la Casa de Dios, el sacerdote, poseído ya por el demonio de los celos,
la hizo pasar sin besarla ni saludarla, y la condujo a empellones hasta el
dormitorio, donde tenía pensado segarle la vida; sacó una daga del armario
donde guardaba sus hábitos y los ornamentos sagrados, y, sujetándola por el
cuello, le ensartó en el flanco izquierdo del pecho.
La
dama, consciente de que estaba a punto de entregar su alma al Creador, le
confesó, arrepentida y con gran remordimiento, que lo sentía mucho por haberse
entregado a otro hombre y haber incurrido en el pecado de la carne. El
sacerdote solo movió la cabeza y, con los ojos encendidos al rojo vivo, dijo en
un tono de reproche: ¡Tú no mereces el perdón de Dios ni del diablo!
Acto
seguido, dejándose dominar por una furia endemoniada, levantó el cuerpo
agonizante con la fuerza de sus brazos y lo cargó hasta la capilla, donde lo
escondió emparedándolo entre dos muros de medio metro de espesor, para que
nadie supiera dónde se metió o qué rumbo tomó la dama del acaudalado caballero.
Poco
después desapareció el sacerdote, sin anunciar a los feligreses el motivo de su
partida. Alguien dijo que lo vio salir del templo a la medianoche, montar a
caballo y alejarse del pueblo, las alforjas llenas y la capa tendida al viento.
Tampoco faltó alguien que afirmó que el sacerdote no era un siervo de Dios,
sino el diablo disfrazado de cura, con una sotana que escondía su origen
maligno y un crucifijo de fuego colgado a la altura del pecho.
La
iglesia quedó abandonada a su suerte y ningún otro sacerdote puso sus pies en
el pueblo, así que los vecinos empezaron a ver el fantasma de una mujer que, en
las noches de tempestad, aparecía delante del pórtico, cubierta por un manto
negro, antes de deambular por las calzadas, arrastrando penosamente unas
cadenas enganchadas a los pies y las manos, como si con ello arrastrara también
el dolor de sus pecados.
Algunas
veces, los peatones más osados, que cruzaban por la desmantelada iglesia a
altas horas de la noche, relataban que en su interior se oían cantos sacrílegos
y los terribles lamentos de una mujer. Eso sí, nadie sabía con certeza de quién
se trataba, aunque todos coincidían en que el fantasma se parecía a la dama que
desapareció de un modo enigmático, poco antes de que el sacerdote hiciera lo
mismo.
Un
siglo más tarde, los pobladores de aquel remoto pueblo de la Real Audiencia de Charcas,
fieles a su fe cristiana, solicitaron a las autoridades la restauración de la
iglesia en ruinas, no solo para reiniciar la celebración de las misas, sino
también para liberar a los pobladores del fantasma de la dama que deambulaba
por sus alrededores en las noches de tempestad.
Cuando
los albañiles empezaron a demoler el grueso muro de la capilla, el único que se
mantuvo intacto de la antigua construcción, se quedaron aterrados al ver que
allí había un esqueleto suspendido por unas cadenas pendientes de dos argollas
adosadas al muro; es más, en el mismo lugar hallaron las elegantes prendas de
una mujer y una daga de plata atravesada entre sus costillas.
Una
vez realizadas las investigaciones y los cotejos correspondientes, se determinó
que la osamenta pertenecía a la dama desaparecida y que el presunto autor del
crimen era el sacerdote, quien, a manera de castigo y venganza, la emparedó por
haberle sido infiel con un mozo diez años menor que ella y porque no supo
guardar su honra ni el respeto por su difunto marido.
Concluida la
restauración del recinto sagrado, los pobladores constataron que el fantasma de
la dama, que por mucho tiempo permaneció emparedada por los celos de un
sacerdote que no soportó su traición, desapareció de la iglesia junto a su
esqueleto que recibió cristiana sepultura en una tumba cerrada a cal y canto,
donde acudían las mujeres infieles, con el propósito de rendirle pleitesía y
suplicarle que las proteja bajo su mantilla de seda, para que sus maridos no
descubrieran sus amoríos secretos con los amantes que, si bien no prometían
segundas nupcias, al menos devolvían las ilusiones perdidas y reavivaban las
llamas del amor que sus maridos las convertían en cenizas.
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