LA MONJA Y EL CURA
Una joven monja y un apuesto cura fueron
destinados a cumplir una nueva misión en un nuevo monasterio que, durante la
colonización española en las tierras del norte de África, fue construido en una
remota aldea del Sahara Occidental, donde se podía llegar solo a lomo de
camello y a través de un desierto donde los beduinos bereberes dejaban sus
cuerpos fundidos por los rayos del sol.
La monja y el cura, tras varios días de
andar perdidos en el desierto, sintieron mucho la muerte del camello, que se
tumbó entre las dunas y exhaló la última respiración de su vida. Los religiosos
se arrodillaron, se persignaron y rogaron a Dios tenerlos siempre en su
misericordia. Después descargaron sus pertenencias y buscaron refugio a la
sombra de un arbusto, donde se vaciaron los últimos sorbos de agua que quedaban
en la bota hecha con cuero de cabra.
Desde allí vieron hundirse al sol en el
ocaso y sintieron amainar el sofocante calor en un inmenso mar de arena, que
parecía una calamina de aluminio bajo el reflejo argentífero de la luna.
El cura se puso de pie y se acercó a la
monja, vestida a la usanza de las mujeres de su época y sentada sobre una
petaca que contenía sus hábitos, túnicas, velos, cinturones y algunos
accesorios sagrados. Se paró delante de ella y, sin dejar de mirarle los
lubricados senos que parecían escaparse por el escote de la blusa y el
corpiño, le dijo:
–En esta situación, ninguno de los dos
saldrá vivo del desierto.
La monja levantó la cabeza, miró la
mirada del cura y preguntó:
–¿Ahora qué haremos, padre?
–Solo nos queda pedir nuestro último
deseo…
–¿Y cuál será el suyo? –preguntó la
monja, retirándose el mechón de cabellos que le barría la frente.
–Nunca he visto los senos de una mujer
–contestó el cura–, pero creo que ahora ha llegado la hora en que pueda verlos…
La monja no dijo nada, aunque entendió
la descarada insinuación del cura, que no dejó de mirarle los senos ni las
nalgas desde que emprendieron el viaje montados en el dromedario que ahora
yacía tendido sobre la arena.
–¿Me los enseñas, hija? –preguntó
solícito y sin rodeos–. No creo que a estas alturas importe mucho conservar
nuestra castidad, ¿verdad?
La monja se desabotonó el corpiño, la
blusa y sacó los senos como melones apetecidos en cualquier desierto.
El cura extendió las manos y acarició
los pezones duros y rosados, se puso de cuclillas, los besó apasionadamente y
terminó dándoles una reverenda mamada, hasta que ella, el corazón alborotado y
la cara lívida de excitación, sintió un placentero cosquilleó recorriéndole por
el cuerpo.
La luna brillaba en las alturas con un
fulgor de plata y los espinos del arbusto parecían haberse ablandado con las
rachas de viento fresco.
La monja, entregándose a una lujuria
pecaminosa, no perdió la ocasión para pedir también su último deseo. Le miró al
cura en los ojos, claros y serenos como las aguas de un oasis, y dijo:
–Yo tampoco nunca he visto la parte
íntima de un hombre. ¿Me la puede enseñar usted, padre?
El cura se puso de pie, se desabrochó el
cinturón, se bajó los pantalones y…
–¿Puedo tocarlo, padre?
–Por supuesto que sí, mi hija.
Entonces ella empezó a acariciarlo con
ambas manos, hasta que el flácido miembro se llenó de sangre y se puso duro
como un pepino de proporciones mayores.
El cura, al ver que la monja miraba con
fascinación la respetable erección que sujetaba en sus manos, le guiñó con el
ojo derecho y le pidió que se lo pusiera en la boca.
La monja, que era una joven de carácter
tierno y sensuales labios, chasqueó con su lengua el enrojecido glande y,
cubriéndolo de besos y aplicándole suaves fricciones, se lo metió en la boca y
empezó a chupetearlo una y otra vez, mientras una espumosa saliva se le
escapaba por la comisura de los labios.
El cura, sintiéndose volar por el reino
de los cielos, no dejaba de mirar los turgentes senos de la monja, cuyos
erguidos pezones podía amamantar a un ejército de santos.
Al poco rato, ni bien el cura alcanzó un
placer que lo elevó al infinito, como cuando se masturbaba presionando su
miembro viril con las manos, le pidió a la monja levantarse la falda larga y
quitarse la bombacha.
–¿Para qué, padre? –preguntó la monja,
la mirada avergonzada y las mejillas ruborizadas como el hierro puesto al
fuego.
–Para meter este enorme tesoro en tu
otra boquita, en la que tienes entre las piernas –contestó con los ojos
encendidos por las llamas del pecado carnal.
La monja se quedó pensativa, levantó su
trasero de la petaca y dio unos pasos al costado. Lo miró al cura y miró su
vigorosa erección, tan grande, tan gorda, tan velluda. Luego se cargó de valor
y, presa de una inevitable curiosidad, le lanzó una pregunta ingenua:
–¿Y si me lo mete hasta el fondo, qué
pasará, padre?
–Te daré más vida de la que tienes
–contestó–. Además, en una cópula dulce y sublime, el pene tiene la facultad de
dar y devolver vida…
–¿Es verdad lo que dice, padre?
–¡Claro que sííí, hija mía!
La monja se cubrió los senos con las
manos, se sonrió con los ojos chispeantes de picardía y arrastró su mirada
hacia el inerme cuerpo del camello, que yacía con la joroba bañada por la luz
plateada de la luna.
El cura, plantado como una estatua y los
pantalones caídos hasta los tobillos, no sabía qué hacer con su miembro de
venas hinchadas como cuerdas, hasta que ella, abotonándose la blusa y el
corpiño, se le acercó por el flanco y, como si le soplara un secreto en el
oído, le dijo:
–Padre, si su enorme tesoro puede
revivir a los muertos, por qué no se lo mete al camello, así podremos salir de
este infierno y proseguir nuestro viaje hacia el monasterio, donde podremos
terminar lo que empezamos en el desierto.
El cura se subió los pantalones y retomó el voto de castidad, pero convencido de que estaba a punto de caer en la tentación del diablo, quien convierte a las monjas en seductoras y a los curas en embusteros.
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