LA CORTESANA Y EL ESCLAVO NEGRO
Esta es la historia de un marqués
francés que, aun siendo dueño de cuantiosos negocios y de decenas de esclavos
negros, era gentil, confiado y cornudo; era de talla mediana, frente amplia,
nariz aguileña y mentón cuadrangular. Acumuló sus riquezas gracias al comercio
de mercaderías que transportaba de un puerto a otro y de un país a otro, donde
además cumplía con algunas obligaciones diplomáticas. De modo que cada vez que
salía de viaje, urgido por sus asuntos de negocio y de Estado, se ausentaba de
su bella esposa, la cortesana, por varios días, semanas y meses.
Una vez que salió de viaje,
estando ya en el puerto, recordó que olvidó unos importantes documentos en el
cofre que tenía en su aposento. Entonces volvió a su castillo sin perder mucho
tiempo y se encaminó directamente hacia donde se suponía que debía estar su
amada esposa, a quien pensaba encontrarla triste y llorando por su ausencia.
Cuando llegó a la puerta, grande
fue su sorpresa al escuchar una voz masculina que emergía del aposento. No tocó
la puerta ni hizo ruidos, prefirió dirigirse de puntillas al jardín del patio, con la intención de acercarse
sigilosamente hacia la ventana, curioso por descubrir al dueño de esa masculina
voz, cuyo armonioso acento podía conquistar el corazón de cualquiera.
El marqués asomó los ojos a la
ventana y vio a la cortesana en los brazos de un esclavo negro, quien estaba
muy cerca del lecho, donde ella se desnudaba y explayaba sus mazurcas cada
noche, ya que el aposento, aun sin estar ornamentados con lujosos muebles ni
tener el piso decorado con mosaicos, tenía las paredes forradas con espejos y
era el único territorio libre donde nadie podía estorbar durante el acto
sexual.
Desde luego que los sentimientos
del marqués, al ver tal desacato y libertinaje de su esposa, eran como las de
cualquier hombre herido en su orgullo y dignidad; una nube de tristeza le
cubrió el rostro, el mundo se le oscureció ante sus ojos y la llama de los
celos le quemaron por dentro, como si tuviera en su interior una llaga en carne
viva. No sabía cómo reaccionar y, resignándose a ser un cornudo más entre los
cornudos, apenas atinó a pensar: Si esto
ocurre en tampoco tiempo de mi ausencia. ¿Cuál será la conducta de mi esposa
cuando me ausentó por mucho más tiempo?
La cortesana le despojó de sus
ropas al esclavo negro, con el salvaje deseo de probar esa piel de ébano, que
la excitaba de solo verlo y palparlo con los dedos. El negro quedó desnudo y a
merced de su ama, quien se sentía obsesionada por ese trasero musculoso,
redondo e inmenso, no solo porque era el doble del que tenía su marido, el
marqués, sino también porque estaba en completa armonía con el resto de su
fornido físico.
Al cabo de un tiempo, la
cortesana le entregó al negro su piel blanca como la porcelana oriental y,
sintiendo que las tentadoras caricias la hacían estremecerse de punta a punta,
se quitó el camisón de gasa, ofreciéndole la espalda al esclavo negro, quien la
rodeó por atrás con sus brazos fuertes y de recia musculatura, acercándole su enorme
falo en la hendidura de sus nalgas. Ella aceptó el juego y empezó a menearse
contra el unicornio, en tanto él le recorría el cuerpo con sus enormes manos,
intentando acceder a sus turgentes senos, cuyos pezones tenían el color de las
cerezas.
El marqués, al mismo tiempo de que esto
ocurría en el interior del aposento, recordaba que su esposa, cada vez que
tenía ganas de vivir al límite su explosión sexual, se preparaba con
antelación; se limpiaba los dientes, se aplicaba cremas y perfumes por doquier,
se peinaba su blonda cabellera, se pintaba los labios y se depilaba el cuerpo,
mirándose desnuda delante del espejo que le confirmaba los prodigios de su
juventud y belleza.
La
cortesana se recostó de espaldas sobre el camastro de pieles que le servía de
lecho y ordenó que la mamara, como quien estaba acostumbrada a usar a un
esclavo a gusto y capricho de sus impulsos enardecidos por el deseo carnal. El
negro se puso de cuclillas y le recorrió con su lengua las entrepiernas y las
nalgas. Después le lamió los labios mayores, los menores y, cuando llegó al
dilatado orificio de su rosado fruto, le penetró con su lengua hasta el fondo,
hasta que ella, excitándose y deleitándose con un goce infinito, se vino entre
gemidos y palabras delirantes:
–Sí,
sí, así, sí, sí…
El esclavo negro levantó la
cabeza y, con el rostro empapado con los jugos que ella emanaba con efusión,
preguntó:
–¿Le gusta así, mi ama?
–Sí, sí, sí, sí, sí…
El marqués, que seguía parado en
la ventana, en silencio y con la respiración contenida, empezó a sentir menos
celos al ver que su esposa gozaba con las caricias, besos y lamidas del esclavo
negro. Incluso parecía asimilar la idea de que tanto el hombre como la mujer
tenían los mismos deseos y derechos a la hora de buscar el placer sexual mediante
una inexorable pasión erótica.
La cortesana se incorporó de un
brinco y le ordenó al negro tenderse de espaldas sobre el lecho, para montarse
a horcajadas sobre su gigantesco miembro. Él obedeció sin pronunciar palabras y
ella lo cabalgó como a un brioso alazán. A ratos, abría sus empurpurados labios
y entornaba sus azulinos ojos, sintiéndolo al negro en lo más profundo de sus
entrañas, hasta que de pronto, como si fuera a desfallecer tendida sobre el
pecho del hombre que la hacía ver estrellas, se vino en un orgasmo fenomenal,
contrayendo las nalgas y segregando más jugos que nunca.
El esposo de la cortesana infiel,
que gozaba con las escenas de la más cruda sexualidad, en las que el negro
hacía lo que él no era capaz de hacer ni con la ayuda de pócimas y
afrodisiacos, permaneció callado al otro lado de la ventana, tocándose las
partes íntimas como cualquier adolescente que satisface su curiosidad sexual
masturbándose delante de una realidad que supera a la fantasía o mirando las
imágenes de mujeres que, retratadas desnudas y en poses sugerentes, exhiben las
pilosas zonas de su endiosada anatomía.
La cortesana se desmontó con la
destreza de una amazona, seguida por el negro que se plantó detrás de ella, sin
dejar de acariciarle los senos que parecían sandías a punto de estallar.
Después se puso de cuatro, boca abajo, con los codos apoyados en la frazada de
pieles y los pechos aplastados contra el almohadón de terciopelo. Arqueó la
espalda y alzó las nalgas, ofreciéndole al esclavo negro los húmedos ojos de su
cuerpo.
El negro, con el miembro torcido como un
banano por su peso y tamaño, se acomodó a una distancia que le posibilitara
disfrutar de una estimulante visión, que desencadenara sus fantasías eróticas y
le permitía acometer con la máxima precisión en esa fruncida cavidad que
parecía guiñarle desde la quebrada de dos blancas colinas, como anunciándole
que estaba lista para la posesión total.
La cortesana retrocedió hasta el
borde del lecho, sin levantar la cabeza ni voltear la cara. El negro le apartó
las nalgas con su miembro, que ella sintió deslizándose entre sus lubricadas
carnes. El negro la sujetó por la cintura, la acomodó a su altura y, ayudándose
con una mano, la penetró entre gestos de dolor, primero suavemente y después
violentamente. Ella gimió como una virgen que toca el cielo con todo el cuerpo
y sintiendo cómo el enorme pene, similar al de un insaciable semental, se movía
sensualmente en su interior, provocándole una gustosa vibración que la hacía
menearse sin cesar, mientras los gemidos llenaban el aposento y las gotas de
sudor perlaban sobre su piel.
Al marqués, así como resultaba difícil
despegar la mirada de esos desnudos cuerpos, que se agitaban como dos
marionetas en blanco y negro, buscándose, explorándose y comiéndose, le resultaba
también difícil no recordar con nostalgia el día que la desposó y la primera
vez que la metió en el lecho nupcial, a los escasos 16 años de edad, cuando los
padres de la cortesana, convencidos de habérselo encontrado un buen partido, se
la entregaron virgen antes de que otro señor de la corte la hiciera suya. Nunca
pudo darle hijos, por algún error de la naturaleza, pero sí inolvidables noches
de pasión encendida, en las que no faltaron las moderadas prácticas conyugales
de la aristocracia de la época.
El esclavo negro seguía
moviéndose con los pies clavados contra las felpas de la alfombra, hasta que de
pronto, con los músculos tensos y los ojos en blanco, estalló en una lava
caliente que saltó intermitentemente sobre el depilado cuerpo de la cortesana
que aprendió a gozar de sus caricias y su potencia viril.
Al final, ambos acabaron
extenuados y tendidos lado a lado, como la noche y el día. Luego se vistieron y se abrazaron
antes de despedirse. El negro salió del aposento por la misma puerta por donde
entró y ella se sentó en una mecedora, presta a retomar su bordado en el
bastidor, un oficio al que se dedicaba cada vez que estaba a punto de llegar su
marido.
El marqués, a tiempo de
contemplar las escenas de la increíble relación sexual que mantenía su esposa
con el esclavo negro, se masturbó estimulándose con las manos, hasta que
eyaculó con una sensación placentera. Acto seguido, se retiró de la ventana con
los pantalones mojados y el pensamiento ocupado por la belleza incomparable de
su esposa infiel y el musculoso esclavo negro.
Desde ese día, el mercader, siempre que simulaba ausentarse por asuntos de negocio o de Estado, se daba la vuelta en medio camino y retornaba al castillo disfrazado de esclavo, con el rostro cubierto con una oscura túnica para que nadie lo reconociera, ya que en su vida habitual estaba siempre ataviado con un frac negro, sombrero con pluma, calzón hasta los tobillos, botines de gamuza, guantes de gasa y bastón en la mano. Entraba en el castillo y se dirigía directamente hacia el jardín. Se asomaba a hurtadillas hasta la ventana del aposento donde estaba su esposa y, agazapándose entre los arbustos de tupido follaje, miraba a escondidas cómo se abría una puerta secreta por donde entraba el esclavo negro y cómo su esposa, la cortesana, exhibiendo todo el esplendor de su belleza, se le acercaba ansiosa por acariciar ese musculoso cuerpo, que de solo verlo y tocarlo la inducía a experimentar una ardorosa exaltación en sus sentidos, hasta que terminaba por saciar su apetito sexual cada vez que él estaba supuestamente de viaje y ella estaba sola en la alcoba del castillo.
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