EL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA Y LA CONQUISTA
DEL IMPERIO INCAICO
I
Cristóbal
Colón concibió la idea de viajar a las tierras del Gran Khan y pidió
financiamiento de los poderosos, del rey de Portugal, de los ricos de Lisboa y
de los reyes católicos de España. El navegante genovés sostenía que podía
alcanzarse Las Indias, surcando las
aguas del Océano Atlántico hacia el
oeste, y que era posible realizar el viaje con posibilidades de éxito. ¿Y para
qué realizar este viaje? Para traer mercancías, en especial especias, oro, seda
y otros productos originarios del extremo Oriente.
–Las
exigencias de este extranjero, de este desconocido, son disparatadas! –dijeron
los reyes y su corte.
Todos le
creían loco. Surcar las aguas perdiéndose en el horizonte era ir rumbo al fin
del mundo, allí donde reinaban las serpientes de fuego y los monstruos marinos
que se tragaban enteros a las naves y sus tripulantes.
Muchos
aseveraron que el propósito del navegante genovés era toda una fantasía, la
imaginación delirante de un demente; pero este hombre taciturno, de cabellos
rubios y ojos como el infinito mar, que no levantaba aspavientos, que no era
amigo de largas frases ni de darse importancia, continuó con la idea obsesiva rondándole
en la cabeza: la tierra es redonda y por eso el Océano Atlántico es el camino
hacia la India, hacia la tierra del Gran Khan, hacia las islas de las especias.
Por fin,
después de múltiples gestiones y arduas transacciones en las cortes de la
monarquía española, todo estaba a punto de concretizarse, un sueño a punto de
realizarse. Finalizado los preparativos y reclutados los tripulantes, los
víveres llenaban las bodegas, las armas y la pólvora estaban listas para la
defensa y el ataque en caso de ser necesario. Los tripulantes, que lo
acompañaban en la expedición, estaban prestos a todo, con la esperanza en el
corazón y el sueño de fortuna en la cabeza.
Un día de
verano de 1492, colón se embarcó en la carabela llamada Santa María y zarpó del Puerto de Palos, internándose en el
misterioso Océano Atlántico, con rumbo hacia el incierto oeste, en busca de la
remota Catay, esa región asiática descrita de manera sorprendente en El libro de las maravillas de Marco
Polo, donde había animales fabulosos, hombres distintos y riquezas sin cuento.
El mar
estaba agitado y el viento hinchaba las velas. Era la primera vez que Colón
ponía la proa rumbo a lo desconocido, dispuesto a surcar las aguas de día y de
noche, hasta atracar en las costas de un continente, donde les aguardaba la
riqueza y la gloria. Solo él sabía que las tierras de la India yacían en
Occidente, en la costa de este mar de tempestades y de peligros, aunque los
tripulantes de las tres naves, tras haber navegado semana tras semana, no
avistaban tierra por ningún lado.
Después de
mucho tiempo de estar entre olas altas y bajas, los hombres, que lo acompañaban
a bordo de las carabelas, estaban ya cansados de navegar sin reposo. Los
tripulantes, a bordo de la Santa María,
asaltados por la desesperación y con miedo en medio del tenebroso mar, pensaron
que tenían a un loco por capitán.
–¡Colón
está loco! –decían unos.
–Donde
termina la línea del horizonte no hay nada más; tan sólo el vacío, el fin del
mundo –decían otros.
Los viejos
marineros, que sabían mucho de las tormentas y de los misterios del Océano, que
soñaban con islas fabulosas, con tierras de oro y de milagros, querían creer en
Colón, porque cada vez que le oían hablar, en sus ojos se encendían luces de fe
y en la mente se les reavivaba luminosas ilusiones de divina esperanza.
Pasaron más
de dos meses sin ver tierra, y los más osados, sin paciencia en la mente ni luz
en el corazón, se le amotinaron y le dieron un ultimátum. Si no encontraban
tierra en los próximos días, le darían muerte, cambiarían el curso de las naves
y retornarían a la península.
La
expedición no resultó fácil para nadie y durante la misma se dieron amagues y
conatos de rebelión, pero Colón logró apaciguar las encendidas emociones,
prometiéndoles que pronto alcanzarían las tierras del Imperio del Gran Khan,
donde estaban las islas de fábula y los tesoros persiguiéndoles hasta en los
sueños.
El jueves
11 de octubre, los tripulantes de la Santa
María vieron un junco verde flotando en las aguas. Los de la carabela Pinta divisaron una caña y un palo, y
tomaron otro palillo labrado parecido al hierro, un pedazo de caña, una
tablilla y otra hierba que crecía en tierra. Los de la carabela Niña vieron también otras señales de
tierra, como un palillo cargado de escaramujos.
Cuando el
oleaje se alzaba a la altura de la proa y la noche se desgranaba en luceros,
apareció en la lejanía un esplendor de islas fosfóricas, parecidas a lumbres o
candelillas de cera. Entonces el vigía, Rodrigo de Triana, la voz ronca y
zapateando de alegría, exclamó:
–¡Tierra!
¡Tierra!...
Pasadas
algunas horas, se mostró la tierra a unas dos leguas marinas. Los tripulantes a
bordo de las carabelas, que zarparon del Puerto de Palos de la Frontera, el 3
de agosto de 1492, se movilizaron de un lado a otro, sin comprender que por esa
vía señalada por Colón se podía llegar a las Indias Orientales.
Al amanecer
del 12 de octubre, apenas comenzó a disiparse la oscuridad, las costas de un
continente, desconocido hasta entonces para los europeos, se extendían ante los
ojos de los hombres ávidos de riquezas. El viento soplaban aromas de árboles y
de flores, y, de pronto, vieron volar, por encima de los mástiles y las velas,
una bandada de pájaros que, luego de descender en picada, se zambulleron en las
aguas color limón.
Cristóbal
Colón, asombrado por las impetuosas voces atropellándose en el aire, se
incorporó a tientas entre el estrépito de las olas, el chasquido de las maderas
y el murmullo de los vientos que soplaban con furor. Se sujetó del timón,
tendió la mirada en dirección al horizonte y divisó, a lo lejos, las islas
esmeraldinas de un continente alzándose entre el cielo y el mar, como un ramo
de flores amaranto en un torbellino de mariposas. Se llevó la mano al pecho,
exhaló suspiros lacónicos y pensó que, después de tantas adversidades y
confrontaciones, se aproximaba a la fabulosa isla de Cipango y no a las costas
de otro territorio donde también abundaba el oro.
Colón
llegaba a un continente no registrado en las cartografías, sin saber que su
travesía por alta mar echaba por la borda la teoría de que la tierra era plana
como un panqueque y que los océanos terminaban en abismos habitados por
monstruos capaces de engullirse a las naves como barquitos de papel.
Mientras el
oleaje rompía con el silencio agazapado en la isla Guanahani, en el
archipiélago de las Bahamas, las tres carabelas, que parecían cáscaras de nuez
mecidas por las aguas, se aproximaron a la costa, rompiendo las brumas que
flotaban en la atmósfera como velos de gasa.
Cristóbal
Colón, poniendo la mano en la empuñadura de la espada, que reflejaba el pecho
ceniciento de las gaviotas revoloteando entre las velas, levantó las manos al
cielo, mientras su desenvainada espada reflejaba el despuntar del alba y el
revoloteo de los alcatraces.
Cuando los
tripulantes anclaron en tierra firme, por primera vez en la historia, el hombre
blanco marcó sus huellas en la arenilla húmeda del continente cobrizo. Los
capitanes de la expedición iban armados de acero y sed de conquista.
Colón,
levantando la mirada al cielo, se dejó caer de rodillas para besar la cruz y
clavar la bandera real de Castilla. Estaban en una isleta de los lucayos, llamada
en lengua originaria Guanahani y que
los conquistadores cambiaron el nombre por el de San Salvador.
–¡En nombre
de los reyes de España, yo, Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, tomo
posesión de esta tierra! –exclamó en la lengua de Castilla, con interferencias
de otras que se hablaban en la península ibérica.
Después, el
hierro y el orgullo se rompieron y todos cayeron de rodillas en la tibia arena
de la playa. Se regocijaron y lloraron de emoción. Las lágrimas resbalan por
las curtidas mejillas, perdiéndose en las barbas crecidas de los hombres del
Viejo Mundo.
Colón
estaba ya seguro de que había llegado a Las
Indias y no, por equivocación, a las tierras de un continente hasta
entonces desconocido para los peninsulares.
Ese mismo
día, se vieron rodeados de gente desnuda, como su madre los trajo al mundo. Las
mujeres, mozas y de piel bronceada, tenían hermosos cuerpos y hermosos rostros;
sus cabellos, cortados en cerquillos y por encima de las cejas, eran gruesos y
largos como cola de caballo; tenían la cara y el cuerpo pintados y no llevaban
armas ni conocían las espadas, porque cuando las tocaron, impulsados por la
curiosidad, se cortaron las manos.
Los
habitantes de las nuevas regiones descubiertas se llamaban a sí mismos caribes, palabra que, deformada por los
españoles, derivó en caníbal. No
obstante, los caribes, en actitud de amistad, les regalaron frutas exóticas,
azagayas, papagayos e hilos de algodón en ovillos y otras cosas desconocidas
para los navegantes de allende los mares.
En los
próximos días, semanas y meses, las carabelas prosiguieron su travesía,
navegando entre innumerables islas. Durante su paso por éstas, observaron
muchas especies de plantas desconocidas, pero no lograron ver ovejas, ni
cabras, ni caballos, ni cerdos, ni ninguna otra bestia conocida en las naciones
del Mediterráneo.
Así es como
Colón, navegante de todas partes, de todos los hombres y de todos los mares,
recorrió otras tierras de las Bahamas, hasta llegar a la isla de Cuba, la perla
de las Antillas, y posteriormente a La Española, actual República Dominicana.
En las orillas de esta última tierra, el 25 de diciembre de 1492, se hundió la
nao capitana, la Santa María.
Sin
embargo, esta pérdida no importó mucho, lo importante era que había llegado a
las Indias de las especias, a las tierras del Gran Khan, navegando por la Mar
Océana con destino oeste; una hazaña que lo convirtió en virrey y gobernador
general de las Indias al servicio de la Corona de Castilla. Esto incluyó la
administración de las colonias en la isla La Española, cuya capital se
estableció en Santo Domingo.
La llegada
de Colón a América permitió el desarrollo del comercio y el envío hacia Europa
de gran cantidad de alimentos que se cultivaban en estas tierras, como el maíz,
la patata, el cacao, el tabaco, el pimiento, el zapallo, la calabaza, el
tomate, el poroto, el aguacate y la vainilla, entre otros, rápidamente adoptados
por los europeos y por el resto del mundo.
Más
adelante, el navegante genovés realizó tres expediciones más entre los puertos
de España y los paisajes paradisiacos del Caribe, hasta que un día, casi por
sorpresa, los reyes católicos de España recibieron la denuncia del pesquisidor
Francisco de Bobadilla, quien aseveraba que Colón frecuentemente usaba la
tortura y las mutilaciones de los indígenas para gobernar, pero lo que acabaría
con la paciencia de la Corona fue el informe de Mosén Margarit en las cortes,
donde expuso los desmanes cometidos por Cristóbal Colón, acusado por sus
contemporáneos de brutalidad y genocidio. Todo estaba dicho, los reyes
católicos ordenaron despojarlo de su capa de terciopelo, destituirlo de su
cargo, echarle grilletes a los pies y las manos, expulsarlo de La Española y
volverlo al reino de Castilla.
Durante la
travesía, el capitán de la nave quería liberarlo, pero Colón se negó: había
sido encadenado por orden de los monarcas y solo ellos podían devolverle la
libertad. En efecto, se le libertó a su llegada y le fueron devueltas todas sus
dignidades, pero no sus poderes ni sus ganancias. Lo dejaron vivir en el más
hondo desamparo y al borde de la indigencia, que se lo llevaría a la tumba,
luego de un delirio en el que se vio por última vez entre paisajes
paradisiacos, donde las exóticas frutas y las fabulosas riquezas estaban al
alcance de la mano.
El Almirante
Mayor de la Mar Océana, enfermo y mentalmente exhausto, ignorado por el Rey y
sus compañeros de hazañas, murió en Valladolid el 20 de mayo de 1506,
presumiblemente por complicaciones derivadas de una gota o una artritis
padecida durante años. Lo peor fue que murió sin saber que sus travesías por
alta mar lo llevaron a clavar la espada desnuda y la bandera real en un
continente ubicado al otro lado del Océano Atlántico, en un continente que hoy
no lleva su nombre ni su gloria.
II
No habían transcurrido siete años desde su muerte. Pero en España, un joven trujillano llamado Francisco Pizarro, quien en principio era un simple analfabeto criador de cerdos y después un diestro navegante del Atlántico, concibió la idea de conquistar el rico Imperio de los Incas, después de haber acompañado a Vasco Núñez de Balbo en el descubrimiento del Océano Pacífico.
Cuando Pizarro retornó a Panamá, buscó la cooperación de su amigo Diego de Almagro y del canónigo Hernando de Luque, para organizar una expedición hacia el Imperio de los Incas, lugar donde el oro y la plata se reproducían de manera prodigiosa.
–Hay
que descubrir, sobre todo, conquistar y colonizar –le dijo–. Descubrir es
cuestión de un golpe de suerte, de un azar, como le ocurrió a Colón.
–Sí
–contestó Almagro–. Conquistar puede ser una labor de años, de largas y duras
empresas, de costosas y encarnizadas luchas.
–Entonces
preparemos la empresa de conquista del Imperio de los Incas. Conquistar y
colonizar debe ser nuestro objetivo central. Esta infatigable labor requerirá
una perfecta organización militar y mucha perseverancia de nuestra parte.
Es
así que en 1528, a condición de repartirse equitativamente las ganancias de la
empresa, sus naves partieron con el viento por la ruta de los Incas, experimentando raros trastornos en la brújula y
el compás.
Un
vendaval los arrinconó en el archipiélago de Las Perlas, lugar desde donde avanzaron
por el río Virú, con más de un centenar de soldados armados con arcabuces,
ballestas, falconetes y cañones. Cruzaron montañas volcánicas e intensas
precipitaciones fluviales, hasta llegar a un puerto que lo denominaron del Hambre, por la escasez de recursos en la
comarca, con sólo 80 sobrevivientes de toda la tripulación, pues unos
perecieron atravesados por un torbellino de flechas, en tanto otros murieron
plagados por las enfermedades del trópico, la mordedura de las víboras y la
picazón de los insectos esparcidos por doquier.
Al
comprobar el fracaso de la empresa, sin tener qué beber ni comer, decidieron
que una parte de los soldados, al mando de Almagro, retornase en busca de
auxilio a Panamá, mientras Pizarro, junto a los hombres febriles y exhaustos,
esperaría el retorno de la tripulación en la isla del Gallo.
Una
mañana, cuando el cielo estaba despejado y las aguas de los ríos se golpeaban
en las piedras de la montaña, Pizarro fue deslumbrado por dos embarcaciones que,
con las velas arriadas y las banderas desplegadas, llegaban desde el norte en
su auxilio.
A
poco de que los soldados descendieron en tropel, quitándose las armaduras y
desparramando cascos y espadas, se zambulleron como peces en el agua, mientras
el emisario del gobernador de Panamá,
con una voz que se confundía con el trino de los pájaros, le dijo:
–Vengo
con órdenes de recoger a los expedicionarios y volverlos a Panamá.
Entonces
Pizarro desenvainó su espada con un relámpago de furia, hizo un surco viboreante
sobre la arena y, señalando hacia el Sur con el filo resplandeciente de su
templado acero, dijo:
–Por
aquí se va al Perú a ser ricos –dijo y, dirigiendo su espada hacia el Norte,
agregó–: Y por allí se va a Panamá a ser pobres.
Por
un instante se hizo silencio. Después envainó su espada y sólo algunos hombres,
ya enfundados en sus pesadas armaduras, cruzaron el surco y subieron a las
lanchas para proseguir su camino rumbo al Sur.
Tras
veinte días de fatigosa navegación desembarcaron en una población indígena,
donde los invasores, de rostros blancos y barbados, fueron recibidos
pacíficamente por unos indios cuyas cabelleras sombrías que se confundían con
las crines de los caballos. Aquí, en esta misma población, los conquistadores
se anoticiaron de que en la capital del Imperio, gobernado por un Inca de
linaje divino, había más oro en la tierra que leña en el monte. Metal precioso
que el monarca usaba para adornar su cuerpo y los templos sagrados, creyendo
que las pepitas de oro eran las lágrimas del Sol y los hilos de plata los
cabellos de la luna.
Un
día, reunidos los tres principales conquistadores, quienes escondían el puñal
de la traición para la espalda del asociado, resolvieron que Pizarro viajase a
España a entrevistarse con el rey Carlos V, quien, a poco de recibirlo en su
castillo, le nombró Capitán General y gobernador de las poblaciones que
conquistase, a Almagro le concedió el título de Adelantado y a Hernando de Luque le designó Obispo, oficio que
nunca llegó a ejercer porque la muerte lo encontró en el camino.
Dos
años más tarde, cuando la pureza del cielo andaluz estaba más diáfana que las
aguas y el sol bañaba las cúpulas de las catedrales, las depresiones del
hermoso Guadalquivir y el laberinto de las calles y plazuelas, Pizarro se
embarcó por última vez rumbo al ocaso, acompañado por sus cuatro hermanos y por
más de un centenar de soldados capaces de partir una mosca con la espada o la
ballesta.
Las
olas espumosas los arreó primero a Panamá y después al puerto de Paita, donde
apenas desembarcaron con rumor de acero,
empujando cañones y tirando caballos, recibieron al mensajero de Huáscar, quien
sostenía una lucha despiadada contra su hermano Atahuallpa.
El
chasqui, que corrió como venado desde el Cusco, tenía los pies llagados, los
ojos agobiados, los labios agrietados y la frente perlada por el sudor.
Pizarro
no lo perdió de vista desde cuando apareció como un punto borroso en la
lejanía, desde cuando emergió del otro lado de la montaña, tras la que se
precipitaba el sol.
A
medida que el chasqui se aproximó hasta el sitio donde estaba el jefe de los
conquistadores, la sangre le burbujeó en las venas y los músculos se le
aflojaron como hebras de lana. Pizarro se limitó a contemplar el oro reluciéndole
en ese cuerpo que parecía hecho de piedra y de sudor.
–Pregúntale
a este indio, quién es y qué quiere –le dijo Almagro a Felipillo, el indígena
que aprendió a traducir la lengua oficial del Imperio a un mal castellano.
El
chasqui, sintiéndose aludido por la voz pausada de Almagro, irguió la cabeza
con gran esfuerzo y, escrutándole como por entre medio de telarañas pegadas a
sus párpados, transmitió el mensaje que le encomendó su soberano:
–El
Inca Huáscar, legítimo heredero de Huayna Cápac, necesita vuestra ayuda en la
cruenta batalla que libra contra su hermano Atahuallpa, quien quiere usurpar el
trono por las buenas o por las malas...
Cuando
el chasqui exhaló el último suspiro de vida y cayó con la cara aplastada contra
el suelo, los conquistadores le despojaron el oro del cuerpo
Los
conquistadores, enterados de la guerra entre hermanos enemigos, pensaron tomar
parte en la contienda y aprovecharse de los beneficios.
Derrotado
y hecho prisionero Huáscar, Pizarro fue invitado por Atahuallpa a celebrar una
entrevista en Cajamarca, donde asistió convencido de que el Inca disponía de un
ejército de jóvenes y diestros guerreros, y mucho más superior en número. De
modo que, para evitar cualquier percance, ideó un audaz golpe de mano, cuyo
objetivo era capturar al Inca ante la presencia de ambos ejércitos.
En
1532 una expedición española al mando de Francisco Pizarro desembarcó en Tumbes
para dirigirse a Cajamarca y sostener un encuentro con Atahuallpa, el emperador
de los Incas. Pizarro se embarcó desde Panamá en plan de conquista, anoticiado
de que en las tierras del Imperio Incaico encontrarían fabulosos tesoros y un
sistema socioeconómico diferente al ofrecido por las monarquías del Viejo
Mundo.
En
el incario se creía que el soberano descendía del dios Sol. Aunque se
reservaban para él las mujeres más bellas del reino, el sucesor debía ser un
hijo engendrado en su propia hermana, para mantener su linaje divino. El inca
tenía toda una corte a su servicio, sus ropas se confeccionaban con las lanas
más finas, sobre todo de vicuñas o alpacas, Cuando viajaba por los territorios
del Tahuantinsuyo, lo hacía en andas, acarreado por porteadores escogidos. El
sistema estatal era rígido y centralizado. Las tierras pertenecían a la
comunidad o ayllu, y se repartían entre las familias según su condición social
y sus necesidades. Las cosechas quedaban a libre disposición de la familia y
dependían del trabajo invertido en las tareas agrícolas. El trabajo de enfermos
y ancianos era asumido por todos los miembros de la comunidad.
El
15 de noviembre, los españoles ocuparon Cajamarca, entonces Pizarro envió una
invitación al Inca para que visite el campamento español. Al día siguiente,
Atahuallpa, rodeado de numeroso séquito, entró en la ciudad y marchó hacia la
plaza que se encontraba vacía
A
poco de que el poncho de la noche cayó sobre Cajamarca, los conquistadores,
encubiertos por la oscuridad salpicada por las luciérnagas, escondieron la
caballería y la artillería detrás de los muros que afianzaban el peso
descomunal de la noche.
Al
día siguiente, cuando la alborada se hizo más transparente que un cristal y más
límpido que un diamante, apareció un tumulto de hombres acompañándole al Inca y
entonando canticos de guerra. Pizarro, alarmado por la muchedumbre que avanzaba
hacia la plaza cubierta de grava, se ajustó las correas de su coraza y
desenvainó su espada más temida que la ley.
En
el verano de 1433, en Cajamarca, la procesión llegó a la plaza. El Inca, de
estatura mediana, de semblante grave e imberbe, era cargado por cuatro jóvenes
guerreros que levantaban las andas por encima de sus hombros descubiertos y
limpios de todo pelo.
Las
andas tenían ornamentos de metales preciosos, más un asiento dorado, protegido por un dosel pavoneado con vistosas
plumas de aves tropicales. El Inca lucía un poncho en forma de túnica y un
cetro simbolizando el poder que le concedió su linaje divino, en los pies
calzaba sandalias tejidas por sus mujeres (ñustas) escogidas, en sus muñecas
brazaletes de piedras preciosas, en sus orejas grandes poleas de oro fino y en
la cabeza un diadema de piedras preciosas. Detrás de él, que era abanicado por
dos pajes, avanzaba su séquito y su ejército de guerreros.
Bajo
la caída vertical del sol y ante los ojos atónitos de ambos ejércitos, los dos
jefes se miraron frente a frente, apenas separados por unos metros de
distancia. En los ojos del Inca se encendieron llamaradas de tragedia y en el
pecho del conquistador se escucharon campanazos de victoria.
Los
conquistadores, enfundados en armaduras de hierro y montados a caballo, tomaron
contacto con los indígenas a través del indio llamado Felipillo, quien sirvió
de puente entre dos culturas, entre los conquistadores y los habitantes del
Imperio de los Incas.
El
fraile dominico Vicente Valverde salió al encuentro de Atahuallpa. Portaba una
Biblia en una mano y un crucifijo en la otra. El encuentro entre el fraile y el
Inca se dio en medio de venias y rituales.
–Hemos
llegado a vuestro Imperio por el designio de nuestro Señor creador del cielo y
de la tierra, y en nombre del rey de España, quien está amparado por el
pontífice Papa de Roma, fiel servidor de Dios –le dijo el capellán Valverde,
inclinando la cabeza con suma reverencia
A
lo que contestó Atahuallpa, con voz serena….
–Ese
Papa tiene que estar loco, para querer arrasar un Imperio y someterlo al dominio
de otro.
Francisco
Pizarro, al ver los gestos y los movimientos de las manos de Atahuallpa,
interpretó que el Inca estaba molesto, no aceptaba someterse a rey alguno, ni
quiso oír hablar de un Señor más poderoso que él, ni obedecer a un Papa, quien
repartía entre los cristianos lo que no era suyo. A ratos, cuando el Inca
levantaba la mirada hacia arriba, creía entender que él prefería como dioses al
Sol y la luna, como quien pone en duda de que el Dios de los cristianos hubiese
creado realmente el mundo.
Valverde,
confundido por los gestos y las réplicas del Inca, le alcanzó la Biblia casi
temblando y, tartamudeando, le dijo:
–Nuestro
Señor, Todopoderoso, es mucho más importante que el sol y la luna, el trueno y
la lluvia...
Seguidamente,
teniendo a Felipillo de intérprete, le exhortó abjure de su idolatría y se
convierta a la fe católica, aceptando ser vasallo del emperador Carlos I y del
Papa, quienes ya habían concedido a los españoles el dominio del Imperio de los
Incas. Le dijo que venía por orden de su jefe a explicarles los misterios de la
verdadera fe cristiana. Le habló de los misterios de la creación del mundo, de
la Trinidad, de la encarnación, de la pasión y muerte de Jesucristo, de su
resurrección y ascensión.
Después
de haber desarrollado esta doctrina, mal interpretada por Felipillo, exhortó a
Atahuallpa a abrazar la religión cristiana, a reconocer la autoridad suprema
del Papa, rendir vasallaje al rey de España y a reconocerlo como a único Señor
legítimo.
–No
quiero ser tributario de ningún hombre –dijo Atahualpa–. Yo soy más poderoso
que ningún príncipe de la tierra. El otro puede ser grande, no lo dudo, pues
veo que ha enviado a sus vasallos desde tan lejos; y, por lo mismo, quiero ser
su amigo. Si vuestro Dios fue muerto por los mismos hombres que había creado,
el mío vive y desde allí, desde las alturas, vela sobre sus hijos.
Atahuallpa,
con la Biblia en las manos, comprobó que el objeto no brillaba ni sonaba.
Después se lo llevó al oído, esperó un instante y, como no oyó nada, dijo:
–Esto
que me enseñas aquí no habla ni me dice nada.
Le
clavó la mirada al fraile Valverde y, mientras el sol se hundía a lo lejos,
arrojó el libro al suelo. Luego mascullando palabras ininteligibles y escrutó
los celajes del cielo, como invocando a los dioses del Imperio.
El
fraile, con voz trémula por la furia, vociferó:
–¡Los
Evangelios en tierra; venganza cristianos! ¡Venid, cristianos, el perro se
resiste a nuestro Dios! ¡A ellos que no quieren nuestra amistad ni nuestra
ley!.
El
fraile estaba indignado por la herejía del Inca. Levantó la Biblia y se volvió
en dirección a Pizarro, quien impartió órdenes de abrir fuego. Fue entonces
cuando los españoles irrumpieron la plaza con disparos de arcabuces y
falconetes. El estampido de los cañones hizo vibrar la tierra y los relinchos
de las bestias rompieron los gritos en pedazos.
El
fulgor de acero de las nobles espadas se tiñó de sangre y los rayos mortíferos
de las armas de fuego impactaron en las paredes, y los jinetes, sembrando el
pánico y la muerte, galoparon montados a lomo de caballos guarnecidos con
arreos de guerra.
El
Inca Atahuallpa, a los escasos minutos de haberse iniciado la batalla bajo el
estridor de las trompetas y el redoble de los tambores, se abatió junto a sus
andas fundidas por el fuego que incendió la furia de la conquista. El Inca, en
medio de la matanza, que dejaba decenas de muertos y heridos en la plaza, salió
ileso gracias a la oportuna protección que le diera Pizarro.
Atahuallpa,
derrotado y hecho prisionero, fue conducido hacia uno de los recintos de la
población que apestaba a pólvora y carne quemada. Muy pronto los temores de los
españoles quedarían confirmados, ya que Atahuallpa, desde su prisión, había
ordenado la muerte de su hermano Huáscar, quien era el legítimo heredero del
Imperio Inca que gobernó su padre Huayna Cápac.
El
prisionero, informado de que la codicia era el motor principal que guiaba a los
conquistadores, ofreció a los españoles un cuarto lleno de oro y otro de plata.
Se paró sobre la punta de sus sandalias y extendió el brazo lo más alto que
pudo. Acto seguido, volteó la mirada y, dirigiéndose a Pizarro, dijo:
–Llenaré
esta habitación de oro y dos de plata, hasta la altura señalada por el dedo de
mi mano, si acaso prometes dejarme en libertad...
Como
los conquistadores sabían que todo lo que había debajo del sol le pertenecía al
Inca, no vacilaron en aceptar la magnitud de la oferta.
Entonces
Atahuallpa mandó a buscar el tesoro que había en sus palacios y dio órdenes de
matar a su hermano Huáscar, quien llevaba ya varios días comiendo puñados de
tierra.
A
lo largo de tres meses, la habitación donde permanecía arrestado, fue colmado
con utensilios de oro y plata, que costó el dolor y el sacrifico a varias
generaciones, las que forjaron sobre sus cenizas el rico Imperio de los hijos
del Sol. Pero ni aun así pudo recobrar su libertad ni salvarse de la muerte.
Los conquistadores, hechizados por tanta fortuna tirada ante sus pies, empezaron levantando la plata a manos llenas y terminaron matándose por el oro.
Se
cuenta que al principio de su encierro, Atahuallpa no quiso ver a nadie, se
sentía muy avergonzado y dijo:
–No
quiero que las almas de mis guerreros caídos contemplen la humillación del
Inca...
También
se cuenta que en su largo encierro, Atahuallpa había hecho amistad con algunos
de sus captores, principalmente con el capitán Hernando de Soto, quienes le
enseñaron a jugar ajedrez y a los dados. También le permitieron a sus más
queridas esposas unirse a él, y la visita de sus leales. Muy pronto, Pizarro
comprendió que Atahuallpa, aún privado de su libertad, seguía manteniendo plena
autoridad dentro de su Imperio, seguía siendo para sus súbditos el hijo del
Sol, el divino emperador.
Los
dos socios de la conquista, a poco de tomar posesión de las riquezas,
utilizaron el chantaje contra el Inca: le negaron la libertad y hasta pensaron
en lo peor.
–¿Qué
hacer con el prisionero? –se preguntaron Pizarro y Almagro.
Atahuallpa
fue sacado del recinto donde estaba y fue llevado ante el famoso consejo de
veinticuatro jueces. Los jueces deliberaron a voz baja, entre silencios
entrecortados por voces. y se impuso a Atahuallpa la pena de muerte por trece
votos contra once.
En
ese instante, Pizarro comprendió que la causa de Atahuallpa estaba perdida.
Dios y el Rey habían hablado. El veredicto anunciado fue la muerte por
estrangulación, seguido de la incineración de su cuerpo.
Francisco
Pizarro le transmitió el mensaje al Inca. Le dijo que le juzgaron de ser el
responsable de la muerte de su hermano Huáscar y, finalmente, le condenaron a
morir en la hoguera.
El
Inca se agarró la cabeza y exclamó:
–¡No
me hagan burlas! ¿Qué hice yo para merecer la muerte?
Francisco
Pizarro le explicó que, según las actas del juicio, lo condenaban por
parricidio, idolatría, poligamia y conspiración contra los españoles.
El
Inca bajó la cabeza y murmuró en silencio.
Pizarro
le puso la mano sobre el hombro y, mirándole a los ojos, le dijo:
–Si
no quieres morir quemado, será mejor convertirte al cristianismo, así podrás
morir estrangulado.
–Así
es –intervino el fraile Valverde–. Acepta ser bautizado y, en vez de ser
quemado, serás estrangulado.
El
Inca aceptó la propuesta, se convirtió al cristianismo y besó la cruz, pero
estaba desilusionado por la decisión asumida por sus captores.
–Yo
les he llenado de un cuarto de oro y otro de plata, y ustedes no están
cumpliendo su palabra –le dijo a Pizarro. Le miró con los ojos inundados en
lágrimas y agregó–: ¿Qué hemos hecho, yo y todos los míos para merecer este
destino?
Pizarro
muy afectado, se alejó del Inca, incapaz de entender el llamado de piedad de
aquel que antes era venerado como el rey de reyes.
Dos
horas más tarde, el Inca fue llevado con cadenas en los pies y las manos a la
plaza de Cajamarca, en la que nueve meses antes apareció vestido de oro y
plata.
Los
súbditos del Inca, al ver esto, gritaron desesperados, pero él les ignoró. Levantó
los ojos hacia la franja rocosa de su Imperio por última vez, cuando ya detrás
de aquélla el sol acababa de desaparecer.
Caminó
hacia el patíbulo, en mitad de la plaza, donde se levantó una alta pira para
quemar al condenado. Allí mismo instalaron las maderas de la pena por garrote.
Los verdugos le acercaron al poste, Atahuallpa miró fijamente a Pizarro,
mientras los verdugos jalaban la cuerda; de los ojos abiertos de Atahuallpa
caían gotas de lágrimas como si rechazase la muerte. Se sentó en una burda
silla de madera y el torniquete de hierro le partió la nuca.
Era
el 29 de agosto de 1533. Muchos quechuas gritaban de desesperación y muchos se
ahorcaron, otros se lanzaron desde las rocas al precipicio. Las mujeres se
ahorcaron con sus propios cabellos. En el cuarto del muerto los favoritos del
Rey llamaron por su nombre y buscaron entre las cuatro esquinas y gritando y
gritando se quitaron la vida.
Cuando
los súbditos se enteraron de que el hijo del Sol fue ejecutado por sus enemigos,
quienes tenían palabras falsas en la lengua y corazones despiadados debajo de
sus armaduras, todo el Imperio se cubrió de luto. Con la ejecución del Inca, el
vasto Imperio del Tahuantinsuyo cayó a merced de los conquistadores.
Las
concubinas del Inca se arrojaron de las peñas y se ahorcaron con sus propias manos
no sólo porque sabían que el manejo de
la brújula, las armas de fuego, el papel, la cruz y espada, implicaba el
dominio de unos pueblos sobre otros, sino también porque estaban en el deber de
acompañar al Inca incluso en el más allá.
Mientras
las últimas escaramuzas eran ahogadas por la sangre, el huérfano de
Extremadura, que bebió leche de puerca para sobrevivir, hizo su triunfal
ingreso en el Cusco, taconeando en el empedrado de la fortaleza incásica.
En
el cielo volaba una bandada de nubes, en el monte se oía el siseo de las
víboras y en los árboles el trino de los pájaros, semejante al grito de los
niños.
Y
justo cuando los truenos celebraran el triunfo de nuevo emperador, llegó por las
aguas del Pacífico Pedro de Alvarado, con la intención de disputarle la
conquista del Perú a Francisco Pizarro, quien, con la mente dominada por el
resplandor del oro y bebiendo la chicha de maíz que las indias fermentaron en el
cielo de la boca, colmó la ambición del gobernador de Guatemala, entregándole
lingotes de oro y tejos de plata.
Dos
años después de consumada la conquista del Imperio Incaico, algunos aventureros
al mando de Pizarro se marcharon a fundar la bella ciudad de los reyes (Lima),
al lado del río Rímac, y Almagro se lanzó a conquistar la tierra de los araucanos.
A
medida que transcurrió el tiempo entre la sangre y el fuego, la rivalidad de
los capitanes de la conquista desembocó en una cruenta batalla, en la que los
almagristas, poco después de retornar de las tierras estériles de Chile, se apoderaron del Cusco y tomaron como
a rehenes a Gonzalo y Fernando Pizarro.
El
primero logró huir de los grilletes de la muerte, y el segundo, a poco de ser
liberado por un mal arbitraje, abatió a sus enemigos en la batalla de Las Salinas, y al tuerto de Almagro, a
poco de haberlo hecho arrastrar las cadenas chirriantes de la discordia, lo
ejecutó sin contemplaciones bajo el brillo plateado de la luna.
Los
aires de venganza no tardaron en florecer en el espíritu de las huestes de
Almagro, quienes en julio de 1541, convencidos de que Francisco Pizarro no era
ya capaz de blandir la espada ni montar a caballo, le atravesaron el corazón
con un sable cuyo lomo resplandecía como el sol.
El
porquerizo Francisco Pizarro se convirtió en el más grande de los conquistadores
de todos los tiempos. Con una fuerza de 183 hombres capturó el Imperio Incaico,
que abarcaba 350.000 millas cuadradas y contaba con unos 12 millones de
habitantes. Pero conquistó más de lo que podía gobernar. A la edad de 66 años fue
asesinado en un complot cuyos conspiradores no habían recibido de él las bicocas
políticas ambicionadas. En el palacio no se oyó más que una leve exhalación,
poco antes de que su cuerpo se desplomara sobre el charco de sangre que crecía
a su alrededor.
Estocolmo, invierno de 1984.
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