LA FUGA DEL REO
Todos lo conocían por el sobrenombre de Reo, debido a los
tantos delitos que cometió y a las tantas veces que estuvo en la cárcel. La
última vez que salió en libertad, se volvió a juntar con su amigo y socio, para
delinquir en las calles comerciales de la ciudad. Todo marchaba bien, hasta que
una desavenencia de cómo debían distribuirse el botín logrado en el asalto a
una joyería, más una acalorada discusión en la que su amigo y socio le faltó al
respeto, llamándolo hijo de puta y maricón, los convirtió en rivales y los
separó en el camino del delito.
El Reo no dudó en cobrarse la revancha por los insultos
que mellaron su autoestima. Entonces puso en marcha un siniestro plan: lo llamó
por teléfono y le propuso una reunión en el mismo cuarto ubicado cerca de la Terminal
de autobuses, donde se escondían cada vez que perpetraban un asalto o se
sentían perseguidos por la policía.
Los dos arribaron a la casa, casi al mismo tiempo. No se
saludaron ni se miraron, abrieron el candado de la puerta y entraron en el
cuarto.
–Qué bueno que hayas venido –le dijo el Reo, acomodándose
en una silla.
–¿Para qué querías verme? –preguntó el otro.
–Para poner fin a nuestras diferencias –contestó.
Se abrió un breve silencio. El examigo y socio del Reo se
puso de cuclillas para amarrarse el cordón del zapato, sin sospechar que su
vida corría peligro.
El Reo aprovechó la imprudencia de su examigo, se levantó
sigilosamente de la silla, sacó la pistola del cinto, lo abordó por atrás y,
apuntándole con el arma en la nuca, ordenó:
–¡Levántate con calma y las manos en alto!
Su examigo cumplió la orden sin reaccionar ni cuestionar.
–Ahora camina y ponte con la cara a la pared.
Su examigo, con las manos en alto y la mirada contra la
pared, le preguntó dubitativo:
–¿Qué piensas hacer?
El
Reo se rio a modo de empezar su revancha y concluyó su plan vaciando el
cargador del arma en la humanidad de quien fuera su amigo y socio. Limpió la
sangre, metió el cuerpo en una bolsa de yute y esperó la noche para trasladarlo
hasta las quebradas de Llojeta, donde se deshizo del bulto, con la intención de
que nadie sospechara de quién o quiénes estaban implicados en el homicidio.
No obstante, la policía estaba ya detrás de sus talones y
no demoró en dar con el Reo, un joven vinculado a los bajos fondos y con amplio
prontuario delictivo, quien admitió su culpabilidad desde el primer instante en
que fue aprehendido en el cuarto interior de una vivienda ubicada a dos cuadras
de la Terminal de autobuses, donde él y su examigo planificaban sus asaltos a
mano armada y se distribuían los sobrecitos de cocaína para revenderlos en la
calle.
Días después, el Reo fue transportado al edificio de la
fiscalía, donde debía prestar sus declaraciones. Cuando todo estaba listo para
empezar la audiencia, en una sala llena de personas interesadas en el caso, el
Reo se abalanzó repentinamente encima de su custodio y, tumbándolo contra el
piso, le arrebató el arma reglamentaria; una pistola semiautomática, con seis
cartuchos almacenados en el cargador de hilera simple. Se incorporó con
asombrosa agilidad y, amedrentándolos a todos con la pistola y dándose vueltas
sobre sí mismo, exclamó en tono imperativo:
–¡Qué nadie se mueva, carajo! ¡Qué nadie se mueva, o
disparo!...
Algunos de los presentes, sentados en la parte posterior
de la sala, se agacharon refugiándose detrás de los bancos, al mismo tiempo que
el juez cautelar, incluido el abogado defensor del Reo, se tiraron al piso en
actitud de defensa.
El Reo salió corriendo de la sala, golpeándose el hombro
en el marco de la puerta, y se dio a la fuga con la pistola en mano.
En la planta baja del edificio, apenas descendió a
brincos por las gradas de mármol, se topó con un policía, a quien le disparó
dos veces en la cabeza, y continuó la escapatoria en dirección a la calle,
mientras el policía, malherido y la cabeza sangrante, intentó seguirlo, pero se
desplomó sobre la alfombra que había en la puerta de acceso a la fiscalía.
El Reo se escabulló entre los transeúntes, oscilándole
los brazos en el aire y hondeándole la negra y larga cabellera. Llegó a la
esquina de una plaza, donde abordó un minibús con pasajeros. Puso el cañón del
arma en la sien del conductor y lo obligó a imprimir velocidad hacia la
Terminal de autobuses.
El conductor se detuvo ante la luz roja del semáforo.
Avistó a un agente de tránsito a través de la ventanilla abierta y se dio modos
para pasarle la voz de alarma, advirtiéndole que estaba conduciendo bajo
amenaza.
El agente de tránsito se acercó a la ventanilla para ver
qué estaba sucediendo en la cabina, pero el Reo le colocó la pistola entre los
ojos y le disparó, ¡bang! ¡bang!, despachándolo al otro lado de la vida. El
conductor, al constatar que el agente de tránsito fue asesinado en vía pública,
no tuvo más alternativa que seguir conduciendo a punta de pistola.
Cuando llegaron a las proximidades de la Terminal, el Reo
se bajó de la movilidad, no sin antes advertirle al conductor:
–¡Si me sigues, te mato! ¡Ya sabes que estoy armado,
carajo!
El Reo reinició la fuga y los pasajeros estallaron en
gritos:
–¡Está escapando! ¡Deténganlo!... ¡Está huyendo!
¡Agárrenlo!...
Un policía de civil, que estaba parado en la puerta de la
Terminal, fue alertado por los gritos y se puso en acción.
El Reo redobló el
ritmo de sus pasos y, a una cuadra más adelante, se tropezó en la tapa de una
boca de tormenta, precipitándose contra el suelo. El policía lo alcanzó a
zancadas y se plantó delante de sus ojos, se identificó enseñándole su
credencial y le dijo que estaba detenido; pero el Reo, sin darse por rendido,
se tendió de espaldas, alzó la mano con el arma y le plantó dos tiros, uno en
el pecho y otro en el brazo derecho.
El policía, desangrándose profusamente, se desvaneció y
se dejó caer de costado. El Reo se levantó y siguió corriendo pistola en mano.
Nadie lo detuvo en el trayecto, hasta que llegó a su destino. Miró en derredor
y se metió en la casa pintada de verde, cruzó un patio de grava y se dirigió
hacia una habitación de techo bajo y paredes agrietadas, empujó la puerta
entreabierta y en su interior, para la gran sorpresa del Reo, lo estaba
aguardando su examigo y socio, a quien le había quitado la vida disparándole a
traición
–¿Eres tú? –le dijo, sin comprender cómo podía seguir con
vida.
–Sí –contestó–. Soy el mismo a quien le disparaste por la
espalda, a traición, ¿recuerdas?
El Reo retrocedió la película de su memoria y recordó el
incidente por unos segundos. Luego preguntó:
–Y ahora, ¿qué quieres?, ¿a qué has venido?
–¡A vengar mi muerte!
El Reo reaccionó de súbito, le apuntó con la pistola y
apretó el gatillo, se oyó el golpe del martillo percutor, pero no el estampido del disparo, ya que los seis proyectiles de la pistola
los descargó mientras se daba a la fuga.
–¿Así que no te quedan balas? –preguntó el fantasma de su
examigo y socio, riéndose con satisfacción y sarcasmo.
El Reo no contestó, volvió la espalda e intentó salir del
cuarto, pero el fantasma de su examigo y socio, que retornó desde el otro lado
de la vida, armado con un revólver Magnum, lanzó una ronca carcajada y le
plantó seis plomos en el cuerpo, mientras le recordaba el conocido refrán: ¡Quien ríe último, ríe mejor!…
No hay comentarios :
Publicar un comentario