Paulino Joaniquina junto a la tumba del ex primer ministro sueco Olof Palme
CON LA MÚSICA EN LAS VENAS
A don Paulino Joaniquina lo
conocí en un campamento de refugiados de Suecia, a mediados de los años 70, pidiéndoles
a sus compañeros volver a la patria prometida, donde estaba la lucha por la
dignidad, el pan y la justicia.
Don Paulino sabía que, el día
en que se encendiera la chispa de la revolución, él sería el primero en empuñar
el fusil y tomar el timón de la nave que conduciría a los oprimidos hacia la
toma del poder, así fuese navegando en sangre.
Don Paulino aprendió a empuñar
el fusil tan bien como empuñaba la guitarra; por eso, en los días de fiesta, carnavales,
matrimonios y bautizos, los mineros, guardatojo en mano y corazón embriagado,
cantaban y bailaban el huayño, la cueca y el bailecito, que don Paulino
interpretaba en la concertina, el piano, la guitarra, el charango o en el
instrumento que tuviera a mano.
Don Paulino era una orquesta
andante, de cuyas manos florecía un ramillete de canciones, mientras las
lágrimas asomaban a sus ojos y los recuerdos acudían a su mente, gritándole que
no se olvide de los enfrentamientos que libró contra los guardianes de la
oligarquía y las dictaduras militares, a veces, plomo contra dinamita, porque
esas historias, además de constituir un testimonio personal, formaban parte de
la memoria colectiva, de esa memoria ausente en las páginas de la historia
oficial.
Hasta antes de ser relocalizado (eufemismo que quiere decir: despedido de la mina y echado a la
calle), el año que se impuso el Decreto Supremo 21060, trabajó como perforista
en la mina San José de Oruro, hincando el barreno de la máquina Denver contra
la roca dura, para luego taladrarla salpicándose la cara con lama y copajira. Sin
embargo, a pesar de haber trabajado durante años con la perforadora, que lo
sacudía de punta a punta, no perdió el pulso para escribir con letra Palmer ni
la gracia de hacer bailar sus dedos sobre las teclas del piano y los trastes de
la guitarra.
Don Paulino no sacaba la música
de los bolsillos, sino de los secretos del corazón, pues su corazón era como
una cajita resonante de sentimientos y melodías, que apenas se abría no se
volvía a cerrar. La música estaba metida en sus venas como los filones de
estaño en las galerías. Y, claro está, como la música le bullía en la mismísima
sangre, le salía desde el fondo del corazón y se le escapaba a borbotones por
los dedos.
Don Paulino era el minero que
conoció la abundancia de niño y la pobreza de adulto. Primero bebió leche de
cabra y chupó las pulpas del carnero. Después bebió la melancolía de la chicha
y masticó el polvo de la mina. Así, con los pulmones petrificados por las
partículas de sílice y la conciencia combativa, se enfrentó a sus enemigos
entre discurso y discurso. Conoció la cárcel, la tortura y el destierro, y por
donde anduvo, desgranando su conciencia traducida en palabras, llevó la música
nacional a cuestas, ejecutando los instrumentos que encontraba a su paso.
Era un placer acompañarle a don
Paulino, porque se cantaba y se contaban historias de mineros, de esos titanes
del subsuelo, donde el que no le ch’allaba al Tío ni le rendía pleitesía a la Pachamama, no cantaba ni bailaba al
ritmo de don Paulino, ya que para él, que aprendió a ejecutar los instrumentos
desde chico, la música y la conciencia eran hermanas mellizas que habitaban en
cada hombre. La música es la mejor expresión estética de los sentimientos
–decía–, de los corazones sensibles, y que sólo siendo sensible se puede sentir
el dolor humano y detectar la injusticia desde el extremo más izquierdo de la
izquierda…
Cierto día, mientras preparaba
su retorno a la patria prometida, al seno de sus compañeros relocalizados,
quienes vivían en los barrios periféricos de las grandes urbes, habló de lucha
y música, de sus años como dirigente minero y del exilio que le arrebató a la
madre de sus siete hijos. Así había sido el destino –decía–, triste para unos
y alegre para otros…
Don Paulino Joaniquina retornó
a su natal Oruro, pero luego de un tiempo, aquejado por un golpe en la cabeza
que le atacó al cerebro, y atraído por el cariño de sus hijos que formaron
familia en Suecia, volvió a establecerse en la ciudad portuaria de Gotemburgo,
donde terminó sus días tirado en un hospital y, poco después, en un cementerio del
país que lo acogió en calidad de refugiado político, lejos de la mina San
José y de la tierra prometida, donde el pueblo y sus compañeros seguían
luchando por conquistar la democracia y la justicia social.
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