SOY NIETO DE CHOLAS, ¿Y QUÉ?
Desde
mi más tierna infancia, siempre me sentí fascinado por las cholas que presumen
de su elegancia y belleza, de sus coloridos atuendos, del orgullo de su raza de bronce y, sobre todo, de su
coraje para sobreponerse a los golpes de la vida; ellas, con todos sus
atributos de cholas, son las verdaderas magníficas
de la belleza boliviana. No son originales pero sí originarias y auténticas, y,
por añadidura, diferentes a las chotitas
de las familias bien, o de los
sectores de élite de la clase media baja que, a cualquier precio y atrapadas por los
patrones occidentales de belleza, desean parecerse -o se parecen- a las
gringuitas europeas o norteamericanas, no sólo en el estilo de vida y en el
modo de expresarse en spanglish, sino
también en los cánones de la apariencia física, porque se tiñen el pelo a rubio
platinado o a color ladrillo y se blanquean a piel hasta quedar como t’antawawas remojadas en agua.
Mis abuelas, tanto por el lado materno como paterno,
fueron apuestas mujeres de mantas y polleras; en sus ojos se reflejaban las
costumbres y características del encuentro entre el viejo y nuevo mundo, que conformó
una suerte de sincretismo religioso y un mestizaje racial y cultural, donde lo
ancestral y lo occidental se fundieron para dar nacimiento a una nueva raza,
que no era blanca ni india, ni criolla ni nativa, sino un hibrido compuesto por
la fusión biológica entre los habitantes del más aquí y del más allá.
Con el transcurso de los años, mientras estudiaba
historia en la secundaria y respiraba aires de patriotismo, comprendí que las vestimentas usadas
por mis abuelas, mezcla
de la indumentaria indígena y europea, fueron
impuestas durante la colonia a una parte de las mujeres bolivianas, quienes, a
pesar del despojo y los atropellos cometidos contra los indios, ostentaban con
orgullo su identidad mestiza y sus vestimentas inspiradas por los trajes usados
por las españolas de la época.
Las mantas y polleras de mis
abuelas
Mi
abuela Eugenia Ortuño, con quien pasé una gran parte de mi infancia en la
población minera de Llallagua, era una chola de regio porte y de carácter indomable
a la hora de dar la cara ante las adversidades que, a veces, amenazaban con
sacudir los cimientos de la convivencia familiar. De ella aprendí que no
existen imposibles ni obstáculos que no puedan vencerse si uno los enfrenta con
perseverancia y fuerza de voluntad, del mismo modo como ella, acostumbrada a
las labores campestres, aprendió a labrar la tierra con sus manos para luego cosechar
los frutos de su propio esfuerzo.
Recuerdo
que siempre que sentía frío, sea de noche o sea de día, me arrimaba contra su
pecho y ella me arropaba con su gruesa manta de flecos largos, como cuando una
gallina mete a su polluelo debajo sus tibias alas, sin más intención que
ofrecerle calor y protección; era entonces que la abrazaba con todas mis
fuerzas, mientras ella me acaricia la cabeza como el lomo de un gato y yo
sentía el olor característico que desprendía su manta tejida con lana de oveja
o alpaca.
No está por demás decir que
de mis abuelas aprendí las claves más íntimas de la convivencia humana, que
ellas, a su vez, lo aprendieron en el diario batallar y no en los libros que se
leen en las instituciones educativas, porque los grandes aprendizajes de la
vida no se aprenden en las aulas ni en los libros de texto, sino a través de la
experiencia que depara la vida con satisfacciones y desilusiones.
Así fueron mis abuelas, como
la mayoría de las mujeres bolivianas, abnegadas y cariñosas como madres y
esposas; por eso estoy orgulloso de saber que provengo de mantas, sombreros y
polleras, y que, afortunadamente, soy ciudadano de un país plurinacional, donde
cohabitan varias lenguas, razas, culturas y creencias; toda una diversidad compendiada
en un solo abanico de unidad.
Ellas
hicieron sentirme como parte de una cultura que bulle en mis venas,
expresándose en mis rasgos y el color de mi piel. De ahí que mi noción de patria no es un amasijo
de banderas ni himnos dedicados a los
héroes montados a caballo, sino algo más vital como la impronta de identidad
impuesta por una comunidad que te acoge como a uno de los suyos, como si toda
la comunidad fuese una suerte de familia a la que siempre se puede volver andes
por donde andes.
Mi abuela
materna, Celia Escóbar, era oriunda de Chayanta, provincia del norte de Potosí,
que, en los tiempos de esplendor de la colonia, fue el asentamiento de los
conquistadores ibéricos en busca de fortunas y el escenario principal de las
sublevaciones indígenas de fines del siglo XVIII, acaudilladas por el rebelde
Tomás Katari contra los súbditos de la corona española.
Según
referencias de la saga familiar, mi abuela fue mestiza y bisnieta de uno de los
caciques del corregidor de la Real Audiencia de Charcas. Ella, a diferencia de
las mujeres indígenas, tenía un cutis que delata una cierta preponderancia de
la raza blanca. Los ojos negros y vivaces conjugaban con el brillo azabache de
sus cejas y su abundante cabellera, peinada con Chajraña (pequeño amarro de paja brava usado como peine) y partida en dos trenzas agarradas con tullmas (cordelillos de lana para
amarrarse las trenzas).
No cabe dudas que mi abuela fue una moza atractiva y
elegante, pero, aun así, soportaba las miradas despectivas de las señoritas de
alta alcurnia, aunque supongo que a ella no le importaba ni incomodaba, pues
estaba consciente de su natural belleza, su capacidad de exhibir con donaire
sus sombreros de fieltro, sus mantillas de vicuña y sus polleras que, caídas
hasta las pantorrillas y batidas por los vientos, producían un frufrú cada vez
que se contoneaba al caminar.
Mi
abuela Celia Escóbar, como se puede apreciar en una fotografía que se tomó en
vida junto a parientes y amigas, luce un sombrero de copa alta hecha de fibra
procedente de Guayaquil y muy parecido al de las cholas cochabambinas; vestía enaguas con encajes, blusas de seda, jubones con cuello
rígido, polleras plisadas en el vuelo y confeccionadas de tela gruesa, botines de media caña y mantas tejidas con ovillos de lana
de camélidos, como para soportar los gélidos vientos del altiplano, que en los crudos
días del invierno calaban hasta los huesos.
Las emblemáticas cholas de la
literatura
Cuando
alcancé la mayoría de edad, me las imaginaba a mis abuelas como a las cuatro
Claudinas, las emblemáticas cholas de la literatura boliviana, quienes supieron
embelesar con su belleza a los señoritos de clase media, hasta someterlos a los
designios de sus caprichos para luego arrastrarlos por las calles del desengaño
y la amargura.
Estas obras, que describen las experiencias del
enamoramiento de una chola y que, en algunos casos gira en torno a una historia de
amor que culmina en tragedia, son Claudina (1855), de José Simeón de
Oteiza; En las
tierras del Potosí (1911), de Jaime Mendoza; La Misk’i Simi (la de la boca dulce, 1921), de
Adolfo Costa du Rels y La Chaskañawi (la de los ojos
de estrella, 1947), de Carlos Medinaceli.
Las cuatro Claudinas de la literatura nacional, de un
modo consciente o inconsciente, conforman el arquetipo de la chola boliviana,
pues éstas son dueñas de una gracia femenina inconfundible, de un carácter
indócil y un orgullo que hace gala de su estirpe; no en vano sus pretendientes
de las urbes modernas, sobreponiéndose a los prejuicios sociales y raciales de las
clases altas, sucumben ante los
encantos de las cholitas de miradas seductoras y cuerpos esculturales, hasta
que, arrastrados por un amor traicionado o no correspondido, caen en los bajos
fondos de la desilusión y la borrachera.
Mis
abuelas, aunque de un modo indirecto estaban vinculadas a la explotación de
minerales, no tuvieron nada que ver con la elaboración de la chicha ni con su
expendio en los locales instalados en las calles de las poblaciones mineras del
norte de Potosí, pero eso sí, puedo estar seguro de que fueron hembras
templadas por la vida campestre y dueñas de una insoslayable belleza física, al
menos así se las ve en las amarillentas fotografías que las muestran con sus
mejores atuendos de mujeres mestizas.
Las heroínas anónimas de la historia
Las mujeres de mantas y polleras, a lo largo de la
historia nacional, han marcado con su presencia importantes episodios de
dignidad y coraje. Y, aunque forman parte de las heroínas anónimas, supieron estar
a la altura de las luchas revolucionarias durante la colonia y la república,
dando muestras de su valentía a prueba de balas y sacrificios. Ellas nos demostraron
que la sabiduría de un pueblo no se aprende en los libros académicos, sino en los
vaivenes de la vida vivida y sufrida, que es una escuela sin pupitres ni
pizarras, pero sí con lecciones que llenaban el alma de esperanzas, iluminando
el porvenir de las futuras generaciones, de sus hijos y de los hijos de sus
hijos.
La
mujer chola es uno de los pilares firmes de la sociedad boliviana, no sólo por
su increíble capacidad para el trabajo, sino también por su temperamento
apasionado en el amor, y porque ella, mejor que nadie, tiene instintivamente un
alto sentido de sacrificio como madre y esposa. Ella es, a pesar de los
prejuicios de carácter patriarcal, el alma de la familia y la llama de la
esperanza, la persona que lo da todo por todos y la principal administradora de
la economía del hogar.
Desde
la época colonial, si bien las cholas no empuñaron las armas en los procesos
revolucionarios, al menos fueron el espíritu que alentó el ánimo de los insurrectos.
Ellas fueron las luchadoras sociales que, en los campos de batalla, las
barricadas y los momentos decisivos del combate, cumplieron con las tareas de cuidar
a los enfermos, heridos y muertos, asumiendo la función de enfermeras,
aguateras, mensajeras, sepultureras y compañeras sobre cuyos hombros descansaba
todo el peso y responsabilidad de velar por el bienestar de la familia, que era
parte integrante de una colectividad con aspiraciones de libertad y sentido de patria
común.
Desde
antes del nacimiento de la república, las cholas se enfrentaron a las tropas
realistas impulsadas por el deseo de romper con las cadenas de la opresión
colonial, como lo hizo la jubonera Simona
Josefa Manzaneda, quien luchó con bravura en la guerra de la independencia, en
la que sufrió vejámenes y humillaciones por su condición de chola, y que hoy se
la recuerda con respeto y cariño junto a otros mártires de la revolución paceña
de 1809, exactamente como a todas las heroínas de la Coronilla retratadas por
Nataniel Aguirre en su novela Juan de la
Rosa.
Miles fueron las cholas que ofrendaron su vida a la
causa de la independencia americana y miles las mujeres amas de casa, esposas de los trabajadores mineros que, organizadas
en sus propios comités y sindicatos, participaron en las contiendas contra los
guardianes de la oligarquía minero-feudal. Algunas cayeron en las masacres,
como la palliri María Barzola, quien,
en diciembre de 1942, encabezó una
marcha obrera rumbo a la gerencia de Catavi, por entonces propiedad de la
empresa Patiño Mines Enterprices Consolidated, con la firme decisión de conquistar
mejores condiciones de vida para los trabajadores y sus familias.
Las cholas en el Estado Plurinacional
Ahora que estamos en otro
tiempo, ahora que las ideas sobre la equidad de género se van plasmando en
realidades concretas, con leyes contundentes contra el maltrato a las mujeres y
un buen porcentaje de asambleístas de mantas y polleras en las esferas
decisivas del gobierno, sólo me queda augurarles éxitos en el desarrollo de sus
proyectos, esperanzado en que tengan siempre el derecho a participar en
igualdad de condiciones en el ámbito familiar y profesional.
Cuando Bolivia se atrevió a
reconstruir su identidad nacional y a reescribir la historia oficial, mis abuelas no tuvieron la oportunidad de participar en el proceso de
cambio. No alcanzaron a vivir en carne propia la fundación del nuevo Estado
Plurinacional, ni a elegir a las asambleístas de sombreros, mantas y polleras,
quienes ingresaron al Palacio Quemado por la puerta grande y gracias al voto
popular, para
ejercer como ministras, senadoras y diputadas en un parlamento en el cual se ensamblan de
manera inexorable las diferentes culturas, como en un
mosaico parecido a los hermosos diseños de mantas y aguayos.
Las cholas del siglo XXI, conscientes de su dignidad y
sus legítimos derechos, actúan con mayor decisión en la vida social, económica
y cultural; ni qué decir de la actividad política, en cuyo territorio han
empezado a ocupar importantes cargos públicos, en virtud a su experiencia
adquirida en las organizaciones sociales, sus estudios, su capacidad de trabajo
y su interés por defender los derechos de sus compañeras que durante siglos
fueron discriminadas por ser mujeres, por su origen de raza y su condición de
cholas, como si la vestimenta y el color de la piel fuesen obstáculos para
superarse como ciudadanos en un país multicultural, donde todos tienen los
mismos derechos y las mismas responsabilidades, al menos si se toman en cuenta las
normas establecidas en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional
de Bolivia.
Estoy seguro de que mis
abuelas, que no tuvieron otro destino que ser amas de casa, hubieran estado felices de constatar que en el actual
gobierno existen mujeres representantes de los movimientos sociales, como son
las Bartolinas, porque a través de ellas hubieran expresado los sentimientos y
pensamientos que incubaron en lo más profundo de su ser, aunque, debido a la
realidad que les tocó vivir, mis abuelas nunca llegaron a las primeras páginas
de la prensa escrita ni aparecieron en la pantalla de la televisión, que por
mucho tiempo estuvo reservado sólo para las chotitas
blanconas, de ojos claros, bonitas caras y bonitos cuerpos.
Sin
embargo, cuando mi abuela Eugenia estaba todavía en vida, irrumpió en la
televisión la cholita Remedios Loza, con su Tribuna
Libre del Pueblo, y a ella le siguen otras preciosas cholitas que, en su
condición de comunicadoras profesionales, brillaron con luz propia en las
pantallas, metiéndose en las casas con sus elegantes indumentarias y sus
melodiosas voces que narraban las noticias tanto en español como en las lenguas
originales de nuestros ancestros, que ellas aprendieron en el pecho materno
desde el día de su nacimiento.
Por
éstas y muchas otras razones más, siempre que alguien me pregunta con sorna
sobre los orígenes de mi ascendencia, le contestó sin titubear un solo
instante: Soy nieto de cholas, ¿y qué?.
No sólo porque estoy orgulloso de pertenecer a un contexto social que
constituye una de las piedras angulares de la identidad e integridad
bolivianas, sino también porque las quise con profundo cariño; un cariño que
mis abuelas supieron devolverme con amor maternal, sin límites ni condiciones, procurando
que, más que sentirme como un simple nieto, me sintiera como un hijo predilecto,
como si de veras me hubiesen parido entre mantas y polleras.
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