UNA VISIÓN INSÓLITA DE LA TORTURA
En una exposición fotográfica realizada en el
Museo de la Edad Media en Estocolmo sobre el tema del castigo y la tortura
medieval, me impactó la imagen de una mujer desnuda, quien, las manos y los
pies atados debajo de las rodillas, yacía en posición fetal en el fondo de un
recipiente de cristal, donde el agua parecía moverse como en un nivel, mientras
ella sostenía el último atisbo de vida, los ojos y los labios apretados de
pavor.
La imagen, que tenía el aspecto de una
piltrafa humana conservada en formalina, representaba a una mujer acusada por
el Santo Oficio de sostener pactos con el demonio y practicar actos de
brujería, y, por eso mismo, condenada a una muerte lenta y atroz.
La Inquisición, cuyas bases fueron sentadas en
el concilio de Verona en 1183, representó no sólo la concreción de una
mentalidad retrógrada que impregnó la historia medieval, sino también a una
maquinaria que hizo posible la proliferación de torturas y quemas de supuestos
herejes, como todas las ejecuciones que seguían a los autos de fe, con sus
hogueras y sus víctimas ataviadas con sambenitos.
Las mujeres, acusadas de brujería, eran
conducidas a las cámaras de tormento, donde los verdugos doblegaban la voluntad
más firme. Se las mandaba a poner en potro, se les ligaba los brazos, las
piernas y el cuerpo. Las torturaban hasta el suplicio y las hacían arder como
antorchas en la hoguera.
Algunas
sufrieron el dolor del empalamiento, que era todo un arte de tortura durante la
Inquisición. Consistía en atravesarlas con una estaca por la boca, el pecho o
el ano. La estaca debía ser lo suficiente sólida para sostener el peso del
cuerpo. Primero se redondeaba la punta y luego se la untaba con aceite, con el
fin de procurar la muerte lenta de la víctima. Cuando se había introducido la
estaca en el ano, la infortunada era levantada para que se hundiera
gradualmente hasta quedar ensartada.
A las madres solteras las despeñaban de una
montaña o las fondeaban en el lago, entretanto a las adúlteras, encadenadas de
pies y manos, las paseaban por las calles y las desvestían en público, delante
de los verdugos que hacían chasquear el látigo contra la piel.
La tortura más cruel, sin lugar a dudas, era
la prueba del agua, que consistía en sumergir a la acusada en un recipiente,
como en esa fotografía que me despertó los recuerdos del pasado, pues quien
haya sufrido el tormento en carne propia, sabe que ese acto inhumano y
despiadado es más doloroso que la muerte y el olvido. Me refiero al submarino,
a ese método de tortura al que fui sometido durante la dictadura militar de
Hugo Banzer, y que consiste en sumergir al preso, colgado de los pies,
encapuchado y las manos atadas a la espalda, en un recipiente de aguas
servidas.
¿Qué hizo tan temible a la Inquisición? Pienso
que ese despotismo draconiano cuyos métodos se repitieron durante el nazismo y
la Operación Cóndor: la represión sistemática, la censura y las torturas, que
tenían la brutal consecuencia de marcar de por vida y llevar el martirio al
límite de las pesadillas. En este contexto, los latinoamericanos fuimos
perseguidos y torturados por el simple delito de haber simpatizado con las
ideas libertarias y habernos opuesto a la brutalidad de las dictaduras
militares, del mismo modo como les ocurrió a quienes cuestionaron la función
arbitraria de la Iglesia Católica durante la Inquisición, que desató una ola de
persecución contra miles de llamados herejes, quienes acabaron sus días en la
prisión, la tortura y la hoguera.
La Inquisición fue abolida en 1834, pero la
tortura y la mentalidad que la alentó supo sobrevivirla. De ahí que en América
Latina, por citar un caso de esta historia letal, sobran los dedos para contar
las naciones cuyos gobiernos se abstuvieron de aplicar la tortura como instrumento
de escarmiento y humillación.
Por otro lado, en medio de la violencia
provocada por el terrorismo de Estado, han sido miles, quizás millones, quienes
fueron sometidos al suplicio. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un
preso por cada 500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que
opinaba en contra del régimen de Strossner, en Chile la palabra tortura pasó
a ser parte del lenguaje coloquial y en Argentina, donde innumerables presos
desaparecieron en las mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron
afectados por la brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir
la subversión por medio de la tortura y el terror institucionalizado.
Es suficiente pensar que la tortura, esta
práctica atroz vigente en todo el mundo, sigue siendo el instrumento más eficaz
para lograr la información requerida, para amordazar conciencias y sembrar el
pánico entre quienes rompen las normas establecidas por los sistemas de
dominación. La tortura, aun no teniendo nombre ni rostro, es ejecutada por
individuos que asumen la función de verdugos, como si dentro de ellos cargaran
una bestia o un asesino potencial.
En todo caso, para cualquiera que haya sufrido las secuelas de la
tortura, contemplar la imagen de una mujer asida y sumergida en el agua, no
sólo es un golpe a la razón, sino también una suerte de radiografía de uno
mismo, al menos cuando la fotografía tiene la fuerza de reproducir ese trauma
personal que habita en el pozo de la memoria.
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