EL REVISTERO
Cuando aún no había alcanzado el umbral de la pubertad,
se me ocurrió la idea de convertirme en el revistero del pueblo, debido a que
durante años había acumulado una considerable colección de revistas de
aventuras y ciencia-ficción, que mi madre me las compraba para mantenerme
ocupado y distraído, mientras ella se ausentaba para atender sus deberes como
maestra en la escuela.
Así que un día, sabiendo que mi abuelo tenía un amigo
carpintero, cuyo taller estaba en la misma calle donde vivíamos, le supliqué
que le pidiera hacérmelo un bastidor de madera. Mi abuelo, visiblemente
perplejo y mirándome con el ceño fruncido, me preguntó: ¿Y para qué lo quieres? Me encogí de hombros y le contesté: Lo necesito para colocar mis revistas.
Pienso fletarlas en la puerta de los cines del pueblo.
Cuando el carpintero me entregó el bastidor, los listones
finamente lijados y barnizados, me lo llevé a casa con un mundo de ilusiones en
la cabeza. Las ligas para sujetar las revistas, que las puse cruzadas entre clavo
y clavo, saqué de la caja de coser de mi madre, quien, a poco de darse cuenta
que le faltaban las ligas, que ella usaba en los calzoncillos y otras prendas
de vestir, me dio un sermón de nunca acabar. Pero el daño ya estaba hecho, las
ligas pasaron a formar parte de mi bastidor de revistero.
Los fines de semana, por las mañanas, cargaba el bastidor
sobre el hombro y llevaba la bolsa de revistas en la mano. Me alejaba de la
casa de mis abuelos, cruzaba por Plaza de Armas y tomaba la calle Linares,
hasta llegar al Teatro Sindical de la Plaza del Minero, donde estaban las
señoras que vendían caramelos, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes. Me acomodaba cerca de la puerta del cine,
arrimaba el bastidor contra la pared y acomodaba las revistas de acuerdo a su
numeración, categoría y tamaño. Las más grandes y a todo color iban siempre en
la parte superior, aparte de que eran las que más llamaban la atención de los
interesados y las que más se fletaban entre los ávidos lectores, quienes, luego
de pagarme unos reales, sacaban la revista del bastidor, se sentaban en las
graderías de acceso al cine y leían con la mirada clavada en las imágenes y los
textos, unos escritos con letras de imprenta y otros con caligrafías que
parecían hechas a pulso.
Las revistas que menos se fletaban iban en la parte inferior, donde estaban las fotonovelas y las que no eran a colores o tenían un color tirado a café. En la parte central del bastidor estaban las más populares, que trataban sobre aventuras de superhéroes, como Fantasma, el Hombre Araña, Superman y Batman, el hombre murciélago que tenía a la noche como aliada en su lucha contra los villanos del mal. En la misma sección estaban las revistas dedicadas a Blixt Gordon, Dick Tracy y las que trataban sobre aventuras de ciencia-ficción, ambientadas en otros planetas y galaxias. Tampoco podían faltar las aventuras de El príncipe valiente y Tarzán, el rey de los monos, que fue dibujado por Hal Foster a partir del libro escrito por Rice Burrough, en torno al hijo huérfano de una pareja inglesa aristocrática abandonado en África a finales del siglo XIX.
El esquema narrativo, entre la realidad y la ficción, era
el mismo en casi todas las revistas; es decir, la polarización entre el reino
del bien y del mal no obedecía a los cánones de la denominada buena literatura. Tanto los personajes
como los temas exhalaban deseos antagónicos y estereotipos predecibles, donde
el bueno era siempre bueno y el malo era siempre malo, como el diablo era el
estereotipo del malvado: cuernos, cola y tridente; a diferencia del
protagonista principal que era el estereotipo del hombre bueno, blanco, joven,
apuesto y valiente, aunque en la realidad, estos polos opuestos se funden en la
personalidad de todo individuo hecho de carne y hueso.
Sin embargo, en los años de la infancia, cuando se tiene
el pensamiento mágico y el razonamiento ilógico, es difícil discernir las
historias fantásticas en las que los personajes siguen un proceso alejado de la
realidad, hasta que el relato pierde toda verosimilitud y se convierte en una mera
invención de la fantasía, que sólo puede ser concebida en el plano de la
imaginación, que es uno de los estados naturales en el desarrollo emocional e
intelectual de los niños, que aún no han alcanzado la etapa del razonamiento
lógico, que les permita discriminar entre lo que es real y lo que es ficción.
A pesar de estas consideraciones, a mí me apasionaban los protagonistas con doble identidad y el rostro cubierto por una máscara o antifaz; si correspondían a la serie de los pistoleros, mis héroes eran el Llanero Solitario y el Zorro; si eran las dedicadas a los luchadores del ring, prefería a Blue Demon y Santo, el enmascarado de plata; si eran de la serie de los superhombres, mis favoritos eran Batman, Fantasma, Linterna Verde y el Hombre Araña. Aquí debo confesar que me gustaba menos Superman, el hombre extraordinario llegado del planeta Krypton, quizás, porque tenía el rostro descubierto. Para mí era importante que el personaje escondiera su verdadera identidad detrás de una máscara o antifaz, para poder cumplir con su misión imposible, sin que nadie supiera quién era el misterioso héroe que se escondía detrás de una máscara para satisfacer las aspiraciones de los lectores, enfrentándose en un feroz combate contra los villanos de toda laya, en procura de poner a salvo a los más necesitados y liberar a un pueblo amenazado por las fuerzas tenebrosas del mal.
A pesar de que los personajes de las revistas que
fletaba, ya sea en la puerta del Teatro 31 de Octubre o en el Teatro Sindical,
correspondían a la llamada literatura de ciencia-ficción y de aventuras, puedo
atestiguar que eran solicitadas por grandes y chicos, aunque no siempre sus
argumentos lograban ser verosímiles ni sus personajes estaban anclados en la
realidad, como cuando Superman volaba
como un pájaro por encima de los techos y el Hombre Araña lanzaba telarañas por la yema de los dedos para luego
balancearse de ellos entre un edificio y otro.
En mi época de revistero, conocí a niños que se identificaban con el Hombre Araña, un joven que sufrió la burla de sus compañeros de clase, hasta que un día decidió mostrarles sus poderes sobrenaturales para ganarse el respeto y la admiración; un fenómeno de bullying que no es ajeno a la realidad que experimentan niños y jóvenes en los establecimientos educativos. Algunos de los personajes de estas revistas de serie, debido a su apariencia fuera de lo normal y sus poderes sobrenaturales, eran una suerte de válvulas de escape hacia lo imaginario, porque ayudaban a comprender, al margen del didactismo propio de los libros de texto, los problemas que aquejaban a la humanidad, al mismo tiempo que sus acciones contribuían a asimilar de manera más sencilla los valores éticos y morales para una mejor convivencia social.
De modo que no estoy de acuerdo con quienes aseveran que
la lectura de estas revistas es nociva para los niños y jóvenes, so pretexto de
que contribuye a estimular conductas agresivas, que luego desencadenan en la
violencia escolar y la conformación de pandillas juveniles. Asimismo, no
coincido con los profesores que creen que la lectura de las revistas de serie
es una verdadera pérdida de tiempo; por
el contrario, si apelo a mi experiencia de revistero, les podría informar, si
acaso no lo sabían, que los adolescentes y jóvenes, más que leer El señor de las moscas de William
Golding o La naranja mecánica de
Anthony Burgess, preferían leer las revistas con fuertes dosis de violencia,
como una forma de terapia o catarsis de las emociones reprimidas en su fuero
interno; no era casual que las revistas de superhéroes eran las más hojeadas y
casi deshojadas de tanto haber sido leídas y releídas por los usuarios que, por
lo general, estaban en el ciclo de educación secundaria.
Eso sí, los niños se solazaban leyendo Condorito, El ratón Michey y el Pato Donald, que incluía en sus historietas
a otros personajes como el Tío Rico, Giro
sin Tornillos y los Chicos Malos;
personajes típicos de los dibujos animados de Walt Disney que, al igual que las
fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego, ofrecían una trama de contrarios
entre algunos animales y hasta una moraleja a manera de enseñanza sobre lo que
era bueno y lo que era malo.
Por ese entonces, cuando aún los superhéroes no habían sido objeto de innumerables adaptaciones cinematográficas y televisivas, las revistas de serie se leían en silencio, imaginando las situaciones narradas y hasta la voz de los personajes. Por supuesto que ahora, que las historietas han sido adaptadas a los medios audiovisuales, mejoraron los efectos especiales como el ¡Crash!, ¡Pum!, Paf, ¡Zas!, gracias a las modernas tecnologías del mundo digital.
Aquí debo revelar que algunas de las revistas que tenía
en mi magnífica colección, no me las compré yo, ni me las regaló mi madre, sino
que se las robé a don Daniel Delgadillo, un trabajador de interior mina, quien
tenía una manifiesta adicción a las revistas de serie, porque las compraba y
las leía con verdadera pasión. Siempre que iba a su casa, ubicada en uno de los
campamentos de Cancañiri, donde vivía con su esposa y sus hijos mucho menores
que yo, aprovechaba su ausencia para hurguetear entre sus revistas apiladas
sobre el velador y, una vez que escogía las que faltaban en mi colección, las
metía dentro de la cintura del pantalón, las cubría con mi chompa y, como el
ladrón más avezado, me despedía de su familia y ganaba la calle pensando en que
mi subida a Cancañiri no fue en vano. Desde luego que ahora que han pasado muchos
años, no me queda más que confesarle mi secreto a don Daniel Delgadillo y
agradecerle por sus revistas, ya que él, sin saberlo o sin quererlo, estimuló
mi fantasía, contribuyó a mi hábito de lector y me ayudó a descubrir mi
vocación literaria.
Toda vez que una nueva revista caía en mis manos, como si
fuese un regalo de Navidad, no escondía mis sentimientos de felicidad, la leía
ese mismo día, la agregaba a mi colección y la exhibía en el bastidor. Además,
me imaginaba que las revistas eran infinitas y que nunca las tendría todas, no al
menos mientras existieran guionistas, editores y una tracalada de dibujantes
encargados de recrear los escenarios y dar vida a los personajes a pulso, dibujando
una montonera de imágenes gráficas que, tras ser puestas en serie y de manera
sucesiva, parecían tener vida propia. ¡Qué increíble!, ¿verdad?
No sabía cuándo se inventó y dibujó la primera serie, pero me imaginaba que todo pudo haber empezado cuando se inventó la máquina de imprimir y el día en que apareció el primer dibujante que grabó varias veces una misma imagen gráfica, en una plancha de cobre, para luego imprimirlas con tinta sobre el papel. Lo que sí sabía era que las historietas y tiras cómicas más conocidas empezaron a publicarse, en forma de recuadros, en los suplementos dominicales de los diarios. Yo mismo leí en mi infancia algunas de ellas, como Benitín y Eneas, Astérix, Patoruzito, Popeye y Tintín, ese niño belga que, en compañía de su perrito Fox Terrier, no paraba de realizar aventuras en tierras lejanas y exóticas.
Otra de las ocupaciones que tenía como revistero, después
de cumplir con mis deberes de la escuela, era salir de casa algunas tardes para
ir a canjear revistas en la puerta de los cines, donde canjeaba, en forma de
trueque, las revistas dobles o triples por otras que no tenía en mi colección.
En estos mismos afanes andaban otros niños, jóvenes y adultos, merodeando como
moscardones en la puerta de los cines, con sus revistas bajo el brazo y las
caras de cazadores de novedades. Lo
que más buscaban los mayores eran las fotonovelas mejicanas, basadas en las
películas producidas para la televisión.
En la puerta
del cine, antes de que empezara la función de tanda, que era a eso de las seis de la tarde, aparecían los
cinéfilos como cuenta gotas, hasta que, de pronto, la Plaza del Minero se llenaba
como cuando se realizaban las apoteósicas asambleas de los mineros. Eran
tiempos en que no había otras diversiones que el cine y las chicherías, que eran también los locales
más concurridos, sobre todo, los días de pago de salarios en la Empresa Minera
Catavi y los fines de semana. En esa época tampoco había televisores y mucho
menos videos o acceso a películas digitales, por cuanto los cines eran las
únicas atracciones para grandes y chicos. Los niños asistían a función matinal, a esos de las diez de la mañana,
y los adultos a función de tanda y noche. Yo no entraba a ver las
películas, pero aprovechaba la aglomeración de la gente para fletar y canjear
revistas.
Los fines de semana, por las mañanas, podía fletar
decenas de revistas entre los niños que, mientras esperaban que se abrieran las
puertas del cine, se amontonaban alrededor del bastidor como moscas alrededor
de la miel. Yo tenía que estar atento, la mirada puesta sobre los lectores,
para evitar que nadie se avivara llevándose la revista. Ni bien se abría la
puerta del cine, se armaba un alboroto entre voces y gritos. Algunos niños dejaban
la revista a medio leer, porque no querían perderse la función matinal, que era cuando se formaba un
tumulto en la ventanilla de la boletería y otro en la puerta de acceso, donde
todos se abrían espacio a codazos y pisándose en los pies.
En las funciones de tanda y noche, la cosa era más tranquila y ordenada. Los jóvenes y adultos hacían menos chacota que los niños, así que había condiciones para canjear las revistas con otros cazadores de novedades que, por lo general, eran personas mayores. Yo Canjeaba las fotonovelas para dárselas a mi madre, quien las leía en la cama hasta muy entrada la noche. Ya entonces advertí que las novelas rosas, basadas en las obras de amor y desamor de Corin Tellado eran las más populares entre las señoras que no dejaban de tener sueños de Cenicienta. La verdad es que no sé si las novelas rosas de la escritora española eran tan malas como decían los doctores de la literatura, pero sí estoy seguro que era el tipo de literatura que leían con auténtica pasión las amas de casa y las estudiantes de secundaria, quienes, en lugar de leer el Quijote de la Macha o la Odisea, preferían pasar el tiempo leyendo las fotonovelas que abordaban temas similares a su propia vida, con una trama sencilla y un desenlace feliz como en los cuentos de hadas. Lo más probable es que estas lectoras se reconocían en los personajes femeninos y soñaban con un amor parecido a los que encarnaban los protagonistas de las fotonovelas, que casi siempre eran como los galanes del cine mejicano. No en vano algunas vecinas, que me veían pasar por su casa, me detenían un instante y, bajando el tono de la voz, me preguntaban si tenía otras revistas de amor, parecidas a las que les había canjeado a sus hermanos o maridos.
Mi vida como revistero me dio muchas satisfacciones,
hasta que un día de frío invierno, cuando los establecimientos educativos
estaban cerrados debido a la vacación invernal,
me fui temprano al Teatro 31 de Octubre de la población de Siglo XX, donde las
señoras vendedoras de dulces, helados, salteñas, tawatawas y rosquetes estaban ya en sus puestos habituales. Preparé
mi bastidor con las revistas, esperado la presencia de mis asiduos lectores. En
eso nomás, mientras miraba los cerros por encima de los techos de calamina de
los campamentos mineros, vi como avanzaba, en forma de un remolino levantándose
como una torre en dirección al cielo, un torbellino de viento que, cuando cruzó
por la puerta del Teatro, me golpeó con un soplido tan fuerte que me empujó
contra la pared, cubriéndome con tierra y polvareda; al mismo tiempo que mi
bastidor cayó al suelo, los listones rotos y las ligas reventadas, mientras las
revistas volaban por los aires como pañuelos en una despedida y deshojándose
como las ramas de un árbol sacudido por un ventarrón de otoño. Yo me movilicé
tambaleándome, en medio de la ventolera de polvo que me cegaba los ojos, en un
intento por cogerlas en el aire, con la desesperación de quien está a punto de
perder el mayor tesoro de su vida; pero, por mucho que me esforcé por retenerlas
con las manos y los pies, las revistas se alejaron igual que un remolino de
aves volando en bandadas.
Pasado el incidente, cual un guerrero que pierde la
batalla y muerde el polvo de su derrota, me senté en la gradería del cine y me
puse a llorar en silencio, maldiciendo al torbellino de viento que me despojó
de mi colección de revistas. Levanté el bastidor deshecho, puse las pocas
revistas que rescaté en la bolsa de tela que cosió mi madre y retorné a la casa
de mis abuelos, donde no tenía ganas de comer ni de dormir. Estaba seguro que
nunca más volvería a fletar ni a canjear revistas en la puerta de los cines.
Así terminó mi oficio de revistero y una de las etapas más felices de mi vida.
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