LA CÓNDOR DE LA PULPERÍA
Las viejas amas de casa recuerdan
que, todos los días y a la misma hora, se aparecía una cóndor en la pulpería de
Siglo XX, para comer su ración de carne en el mostrador metálico de la
ventanilla de la carnicería, donde lo aguardaba y le atendía el jefe, quien,
apenas lo veía sobrevolando el campamento minero, separaba un vale de avío para la asidua huésped del almacén
de alimentos, conforme pudiera rendirles cuentas a los administradores de la
empresa.
La visita de la cóndor,
que aparecía a vuelo rasante por encima del enorme reloj que había enfrente de
la pulpería, se hizo habitual desde que el jefe de la carnicería perdió a su
mujer tras un parto en el que también falleció su primogénita. Desde entonces,
él no volvió a compartir su vida con otra mujer, aunque nunca le faltaron
pretendientes de todas las razas y condiciones sociales, ya que su pinta de
hombre extravagante, con la barba y cabellera negras como las alas del cuervo y
onduladas como las olas del mar, le daba la apariencia de ser un galán de
telenovelas.
Cuando no estaba
trabajando en la carnicería, exhibiendo su destreza en el proceso de despiece y
el picado de las carnes, con un cuchillo de buen tamaño y unos guantes con
anillos de hierro, se lo veía pasear por las calles vestido con botas de
mediacaña, pantalones vaqueros, pulóver de cuello alto y chamarra de cuero
forrada con frisa por dentro. No pocas mujeres suspiraban al verlo pasar, pero
él, impertérrito y ajeno a todo el mundo, proseguía su camino sin mirarlas ni
escucharlas. Vivía en una casa de alquiler, no muy lejos de la pulpería, donde
no faltó un solo día desde que empezó a trabajar, primero como ayudante de un
carnicero y después como jefe de la carnicería.
La cóndor sobrevolaba,
con vuelo rasante parecido al del buitre, sobre la sede sindical ubicada en la
Plaza de Siglo XX, donde por entonces no existía más que el majestuoso
monumento al minero, con la perforadora en una mano y el fusil en alto en la
otra. Al cabo de dar unas vueltas sobre el monumento, flanqueado por dos
herrumbrosos mástiles, que servían para izar la tricolor en los días festivos
del 6 de agosto y la bandera roja y negra en los periodos de convulsión social,
la cóndor dirigía su vuelo hacia la pulpería, donde el carnicero la aguardaba
ataviado con el gorro calado hasta la frente y el mandil blanco como la nieve.
La cóndor, como en un
acto de ritual religioso, se posaba en las cercanías, casi siempre en los
techos de calamina de las casas aledañas o en lo alto del reloj de la pulpería,
donde las mujeres y sus hijos, grandes y chicos, presenciaban el interesante espectáculo
que ofrecía la cóndor antes de que el sol se elevara hasta su punto más alto.
Ni bien el jefe de la carnicería
asomaba la cabeza a la ventanilla, la cóndor, con los ojos moviéndose de un
lado a otro, desplegaba las alas largas y anchas, de plumaje negro-azabache y
con bandas blancas resaltándole en el dorso, y, con la apariencia de una
impresionante mantarraya zambulléndose en el aire, descendía hacia la
carnicería, sobrevolando por encima de las cabezas de quienes hacían fila para
recoger su cupo de carne, mientras los que estaban más cerca de la ventanilla se
hacían a un lado para dejarla aterrizar con calma.
La cóndor, que ostentaba
un metro de longitud y pesaba alrededor de doce kilos, tenía la cabeza calva,
relativamente pequeña y sin cresta, la piel rojiza y con pliegues, el pico con
forma de gancho y los ojos menudos pero vivaces. Y, como una dama de aspecto
elegante, lucía un collar de blancas plumas alrededor de la desnuda piel del
cuello.
Cuando la cóndor
localizaba al carnicero, quien la aguardaba en la ventanilla, presto para
proporcionarle su ración de carne, batía la pequeña cola y caminaba
contorsionándose hasta el mostrador de la ventanilla. De modo que para muchos
de los presentes, los pasos de la cóndor, que se parecían más a los de una
cigüeña que a los de una ave rapaz, era una prueba clara de que entre él y el
carnicero había algo más que una simple simpatía. En realidad, la cóndor se
comportaba como una hembra enamorada, porque hasta el color de su piel adquiría
una tonalidad más intensa, como si el rubor del amor se le concentrara en la
cara.
El carnicero, valiéndose
del soporte para el despiece, cortaba los trozos de res a ojo de buen cubero,
pulseaba los kilos en las manos y, sin pesarlos en la balanza, se los entregaba
en una bandeja de plata. La cóndor sujetaba los trozos con las uñas cortas y
curvas de sus patas y, desgarrándolas con el borde cortante de su pico, se los
tragaba con un apetito que despertaba envidia entre los perros que la miraban
desde una respetable distancia.
La cóndor comía callada
los cuatro o cinco kilos de carne, sin emitir sonido alguno, como una hembra
que, por comer a gusto, se tragaba hasta la lengua. Claro que no era lo mismo comer
de la mano del carnicero que comer en un vertedero un cadáver descompuesto,
aparte de que estaba libre de sufrir algún tipo de envenenamiento por la
ingesta de animales intoxicados o por los cebos envenenados colocados por los
cazadores furtivos.
Al término de engullirse
toda su ración, daba un salto desde la ventanilla y, abriéndose paso entre los
curiosos, avanzaba sin molestar, con las patas tiesas y las alas plegadas,
hacia la pequeña plaza de la pulpería. De pronto, extendía sus alas de dos
metros de largo y levantaba vuelo ante las miradas maravilladas de la gente,
que no se perdía un solo instante de ese fabuloso espectáculo. La cóndor se
alejaba por encima del campamento minero y, sosteniéndose en el aire con sus
ruidosos aleteos, desaparecía en el horizonte como un puntito negro.
Todos suponían que esta
hermosa ave de la cordillera Andina, extraña en el reino de los humanos, vivía
en alguna guarida rocosa inaccesible y a unos cuatro mil metros de altura,
donde los riscos elevados y verticales le permitían soportar no sólo las
gélidas corrientes del viento, sino también protegerse de la lluvia, las
tormentas de nieve y los peligros de la intemperie.
Aunque habían algunas personas
que intentaban abordarla en la pulpería, con la intención de adoptarla y
domesticarla, se llevaban la sorpresa de que la cóndor se hacía el quite, como
insinuándoles que prefería la vida silvestre que vivir en cautiverio, ya que el
simple hecho de volar, con las alas desplegadas a merced del viento, le daba
una increíble sensación de paz y libertad.
Algunas veces aparecía
cada día, siempre a la misma hora, pero otras veces, como si hubiese estado en
ayunas o hubiese tenido algún percance, se aparecía después de varias semanas.
Todos los que acudían a la pulpería, con sus papeletas de avío para recoger su cupo de carne, estaban ya acostumbrados a
verla en las cercanías de la pulpería, donde el carnicero la espera
sagradamente, presto para darle su ración de carne y piropearla en una lengua desconocida
para las amas de casa, quienes, sin entender el significado de las palabras, se
limitaban a contemplar las caricias que se dispensaban la cóndor y el
carnicero, como dos románticos amantes que, mirándose fijamente a los ajos, se
juraban amor eterno.
El carnicero, que
enviudó muy joven, era un hombre de trato amable y modales refinados. Sus vecinos
y conocidos contaban que vino a dar en las minas de la mano de su padre, un
francés de vida errante y espíritu aventurero, quien abrigaba la ilusión de
que, en poco tiempo, amasaría fortunas en las minas del sur de Potosí. Pero la
suerte no estuvo de su lado, porque el francés murió en un accidente de
trabajo, reventándose con una descarga de dinamitas en una peligrosa galería, y
su hijo, todavía adolescente y estudiante del último año de secundaria, se
quedó solo y al amparo de su propia suerte.
No transcurrió mucho
tiempo, hasta que el gerente de la empresa Patiño
Mines de Catavi, que fue amigo de su padre, le hizo la gaucheada (favor) y le consiguió un trabajo en la pulpería de Siglo
XX, en cuyo establecimiento de aprovisionamiento de carnes crudas, destinadas a
las familias de los empleados y mineros de la empresa, conoció a la que fue su
primera y última esposa, una joven oriunda de la población de Chayanta, que no
tardó en cautivarlo con su belleza, en envolverlo con su cantarina voz y en
proponerle una ceremonia nupcial en la iglesia de su pueblo.
La pareja, según
versiones de sus pocos conocidos, se complementó de tal manera que, más que cónyuges,
parecían hermanos. Fueron dichosos y disfrutaron de la felicidad, como las
parejas monógamas que parecen haber nacido sólo el uno para el otro, hasta
aquel trágico incidente en que ella perdió la vida junto a la criatura que llevaba
en su vientre. Fue entonces cuando empezó la creencia de que, por obra del profundo
amor que se tenían ambos, la mujer del carnicero se reencarnó en la cóndor.
Así pasaron varios años,
entre especulaciones en torno a la singular relación entre un ser humano y una
ave de carroña, hasta que de tanto comentar se convirtió en una suerte de leyenda
urbana, que luego circuló de boca en boca y de generación en generación; por
una parte, debido a que los protagonistas de la historia eran seres reales y,
por otra, debido a que el escenario donde sucedieron los hechos estaba ubicada
en una población conocida por todos.
Cuando el carnicero
murió a la edad de 60 años, quejándose de una infección pulmonar que se lo
cargó al otro mundo, la cóndor no volvió a sobrevolar por los campamentos
mineros ni volvió a comer su ración de carne en la ventanilla de la carnicería.
Y, aunque todos los extrañaron, tanto al carnicero como la cóndor, nunca más se
volvió a ver un espectáculo circense en las inmediaciones de la parte frontal
de la pulpería de Siglo XX.
Si la cóndor no volvió,
en opinión de unos, fue porque cumplió el ciclo de su vida y encontró la muerte
en algún recodo de la cordillera Andina; en tanto en opinión de otros, que
creían en los prodigios del amor eterno, la mujer del carnicero, una vez que
envejeció y perdió las fuerzas para levantar vuelo, se posó en el pico más alto
de una quebrada, replegó las alas, recogió las patas y se dejó caer a pique
contra el fondo de la quebrada, con la esperanza de irse a reunir con su amado
carnicero en el más allá.
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