LOS MINEROS EN MI VIDA Y MI OBRA
Cada vez que se conmemora el Día del Minero Boliviano, instaurado en
memoria a los caídos en la masacre de Catavi, siento desde el fondo de mi alma
la necesidad de rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que,
enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes oligárquicos,
ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones
laborales y de vida; una constante del sindicalismo revolucionario que ha dado
magistrales lecciones de dignidad y de lucha.
Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida
y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy
eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de
justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto
abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una
sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más
que nadie.
Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo
familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios
personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los
triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios,
armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la
vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión
impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y
Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el
asesinato de mi tío César Lora, acaecido el 29 de julio de 1965, y por la
desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros
que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos
Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me
enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a
veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir
las grandes alamedas de la libertad.
Otro episodio que
gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía la
lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la
madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una
tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus
testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los
incidentes de ese despiadado acontecimiento histórico, que comenzó siendo una
fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su
brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre
velos teñidos de sangre.
En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas
veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas
que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir
con bloques de piedra labrada enfrente del ingenio de
procesamiento de minerales de Catavi;
y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales, donde las
familias mineras se daban cita para ingresar al baño turco, casi siempre reservado para los técnicos de la empresa,
o al baño obrero, destinado a los
trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio fue construido cerca de una
enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo
epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el
séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de El pájaro revolucionario, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro.
Años más tarde, cuando ya estaba metido en los laberintos de la literatura,
comprendí que mi maestra de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de
compromiso social del poeta de los niños
por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los desposeídos y
que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de Paulo Freire,
tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de la palabra
escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de sintetizar los
pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y reflujos de
los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y enarbolar las
banderas de la justicia social.
Cuando me hice
dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un solo instante
en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros,
que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a
las valerosas amas de casa, que en su
gran mayoría eran nuestras madres. Así aprendí que el sindicalismo
revolucionario era la savia que mantenía viva las esperanzas de construir un
mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo salvaje. Aprendí también
mucho de las amas de casa, quienes,
además de cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en
la vida sindical junto a sus hijos y maridos.
Está demostrado que las
mujeres mineras, ya sea como palliris
o amas de casa, fueron el soporte
fundamental de las familias mineras y, por eso mismo, dignas de estar presentes
en las páginas de la historia nacional, no sólo porque supieron dar su vida para evitar que sus hijos
se murieran de hambre, sino también porque tuvieron el
coraje de convertirse de amas de casa
en armas de casa, como María Barzola
y Domitila Barrios de Chungara, quienes, además de palliris, fueron hijas, esposas, madres, hermanas y grandes
luchadoras sociales.
Muchas
de estas palliris, organizadas
gracias al impulso del Comité de Amas de Casa, tuvieron un papel determinante
en los numerosos conflictos registrados en la historia del movimiento obrero
boliviano. La de mayor envergadura fue cuando cuatro mujeres del distrito
minero de Siglo XX -Luzmila Rojas de Pimentel, Angélica Romero de Flores, Nelly
Colque de Paniagua y Aurora Villarroel de Lora- decidieron declararse, junto a
sus 14 hijos menores de edad, en huelga de hambre en los locales del
arzobispado de La Paz, el 28 de diciembre de 1977; una época en que los militares no dudaban en
meter bala contra sus opositores políticos. Y aunque el gobierno no cesaba de
calificar a las dirigentes de las amas de
casa de subversivas y sirvientas de los intereses foráneos del
comunismo internacional, el piquete de huelga, al que se sumó tres días
después doña Domitila Barrios de Chungara, fue creciendo y creciendo como la
espuma, porque aquella protesta, que iniciaron cuatro valerosas mujeres
mineras, a los 22 días de resistencia, contaba ya con alrededor de 1.500
huelguistas a nivel nacional, quienes cerraron filas en torno a un pliego de
peticiones, sintetizado en cuatro puntos fundamentales: 1) Amnistía General
para todos los presos y exiliados por razones políticas; 2) La reincorporación
de los obreros despedidos a sus fuentes de trabajo; 3) La derogación del
decreto que prohibía las organizaciones sindicales; 4) La derogación del decreto
que declaraba las minas zona militar
(presencia permanente del ejército).
La
huelga culminó el 19 de enero de 1978, cuando el dictador Hugo Banzer Suárez
mascó el polvo de su derrota, declarando amnistía irrestricta y
comprometiéndose a convocar a elecciones generales; una conquista que logró la
recuperación de la democracia y encendió la chispa de una movilización social
que puso fin a una de las etapas más sombrías de la vida republicana de
Bolivia. La victoria de este
acontecimiento histórico confirmó que la aguerrida lucha de las mujeres de las
minas pudo más contra una dictadura que todas las organizaciones sindicales y
partidos políticos juntos. ¡Toda una lección de dignidad y coraje!
A mediados de los años
70, en plena dictadura militar, compartí la resistencia organizada junto a los
dirigentes del sindicato de trabajadores mineros de Siglo XX, quienes me
enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción ideológica y su
estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe claudicar antes
de haber librado la batalla.
No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la
pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una
lluvia de balas, y donde se firmó el Decreto de Nacionalización de las Minas el
31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito
minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con
mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un
mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas
sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.
Las consejas mineras, que escuché desde niño en boca de mi abuelo y otros parientes que fueron
mineros toda su vida, estimularon mi fantasía y mi interés por narrar
historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa el mestizaje
cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas ancestrales y
la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular
como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector
de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una
auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del
subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole
cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.
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