LA REENCARNACIÓN
Desde el día en que
entró a trabajar en la mina, lo destinaron a la sección Block-caving, para
realizar un trabajo en extremo peligroso e insalubre. La galería estaba llena
de buzones y buzones, y el minero, enfrentándose a la muerte en su condición de
lamero, estaba encargado de hacer
chorrear la carga hasta el nivel 650,
con la ayuda de barretas y explosiones de dinamita.
El minero, que empezó
como chambón y aprendió las mañas del trabajo de la mano del cabecilla de su
cuadrilla, un antiguo obrero que atesoraba todo el saber y la experiencia,
concibió la idea de que la única forma de salir con vida de la galería era suplicándole
protección al Tío, suprema deidad del mundo subterráneo, bueno con los buenos y
malo con los malos.
El lamero, después de chispear la guía,
conectada al fulminante y al cartucho de dinamita, llut’ada en la roca o en
la carga atascada en el buzón, salía
corriendo de la galería al grito de: ¡Tiro!
¡Tiro! ¡Tiro!..., para evitar que nadie fuera sorprendido por la explosión
ni nadie fuera a dar al otro lado de la vida por un simple descuido.
Una vez ejecutado el
desembolso de la carga, que se
precipitaba a través de los buzones produciendo un ruido de mil demonios, la
galería se llenaba de una masa compacta de polvo, que no permitía ni siquiera
distinguir al compañero a dos metros de distancia. De modo que lo único que el lamero respiraba durante la jornada
eran las partículas de polvo.
A cinco años de haber
trabajado en una galería insalubre, jugándose la vida con la muerte, tenía los
pulmones dañados por el mal de mina y
el cuerpo prematuramente envejecido, hasta que empezó a toser de manera
convulsiva y a escupir coágulos de sangre, como si sus pulmones se le estuvieran
escapando por la boca.
El minero estaba
acostumbrado a entregar su fuerza de trabajo a cambio de un salario de hambre,
mientras otros amasaban fortunas a costa de quienes arrojaban sus pulmones
petrificados por la silicosis. Quizás por eso, en los momentos del pijchu, cuando la cuadrilla se reunía en
el paraje del Tío, no faltaban los obreros que, sintiéndose víctimas de una
despiadada explotación, le reprochaban al amo de los minerales por no ayudarlos
a mejorar su condición de vida ni de trabajo, a pesar de las ofrendas que le
dejaban cada vez que estaban pijchando
a su lado.
Esta fue la razón del
porqué el minero, afectado por el mal de
mina como todo lamero, no
resistió a un ataque de cólera, se vació una botella de alcohol aguado y,
asegurarse de que nadie lo viera ni se diera cuenta de su ausencia, se dirigió
al paraje del Tío, llevándose en las manos un combo de 25 libras.
El Tío lo miró desde
su trono y no se inquietó para nada. Conocía de antemano el motivo de su
presencia y las razones de su enojo. El minero, borracho y encolerizado,
levantó varias veces el combo por encima del guardatojo y, golpe tras golpe,
destrozó la estatuilla del Tío.
–¡Del polvo vienes y al
polvo volverás! –le gritaba, mientras blandía el combo con ambas manos, una y
otra vez, hasta hacer saltar en pedazos la diabólica imagen del Tío.
Lo que el minero no
vio, en el momento en que destrozaba al supuesto responsable de su desgracia, era
que el espíritu del Tío abandonó la estatuilla y se refugió en un rincón del
paraje, a la espera de que su atacante terminara de descargar su furia y luego
se retirara del paraje, llevándose el combo con el que lo embistió salvajemente.
Cuando el minero volvió
a su hogar, le contó a su esposa que, encorajinado por la borrachera, la
frustración y la impotencia de soportar una subsistencia miserable, destrozó a
combazos la estatuilla del Tío.
–¡Jesús, María y José!
–fue lo único que atinó a exclamar su esposa, persignándose delante de las
estampitas de santos y vírgenes colocadas en una repisa empotrada en la pared.
El minero hizo un
gesto de desaliento y, rindiéndose ante el cansancio y la borrachera, se tumbó
sobre la cama, sin quitarse las botas ni la ropa de trabajo. Al poco rato, con
el cerebro sumido en las tinieblas de una estremecedora pesadilla, se le
apareció la imagen intangible del Tío, como un ente incorpóreo que sobrevivió a
la destrucción de su cuerpo.
–Nadie puede
desalojarme de la mina, por mucho que destroce mi estatuilla –le dijo,
clavándole una mirada ardiente–. Por eso sigo vivo, delante de tus ojos,
dispuesto a meterme en tu cuerpo cuando a mí me dé la gana...
El minero se quedó
mudo y quieto, se empapó en sudor frío y en lágrimas de espanto. Estaba claro
que la simple inmovilidad de su cuerpo era suficiente para deducir que su
estado de ánimo no era idéntico al de la vigilia y que, debido a fuerzas ajenas
a la voluntad humana, sentía un vacío por dentro, como si su alma, durante el
trance de la pesadilla, le hubiese abandonado para emprender un viaje al más
allá, sin que él pudiera hacer nada para atraerlo de vuelta.
Al día siguiente, poco
antes del alba, despertó de la pesadilla al primer toque de la sirena, se
levantó sin hacer ruidos, cogió su bolsa de Calcuta, con los enseres necesarios
para cumplir con una nueva jornada. No se despidió de su esposa ni de sus
hijos, abrió y cerró la puerta. Se encaminó rumbo a la bocamina, pero sin dejar
de pensar en que de nadie sirvió que su esposa se santiguara ni que tuvieran
una herradura de caballo en la puerta, que él mismo puso contra los malos
augurios y los espíritus malignos, porque el Tío, acostumbrado a desafiar los
mandatos divinos, como si quisiera imponer siempre su propio mandato en medio
de una lucha entre el Bien y el Mal, se aparecía igual que la luz y el aire, allí
donde nadie lo invitaba y donde menos se lo esperaba.
Al llegar a la galería
de la sección Block-caving, donde era conocido como el lamero más intrépido entre sus compañeros, lo primero que hizo,
incluso antes de quitarse la bolsa de Calcuta, fue dirigirse al paraje del Tío,
curioso por ver los estragos que causó en su arrebato de rabia y borrachera. Alumbró
con la lámpara el lugar donde estaba el trono del Tío y no divisó más que
escombros: botellas rotas de aguardiente, cigarrillos, serpentinas, mixturas y
hojas de coca esparcidas como por un torbellino. De la estatuilla no quedó nada,
salvo los pedazos de roca a la que fue reducida a combazos.
El minero estaba
sorprendido por su violento accionar, aunque estaba consciente de que su osadía
tendría consecuencias funestas, tratándose nada menos que del Tío, quien no
perdonaba a las personitas que se atrevían a insultarlo y a ponerle las manos
encima. En efecto, ni bien el minero se dispuso a salir del paraje, no pudo
mover los pies, como si una fuerza sobrenatural las sujetara desde el fondo de
la tierra. Estaba sobrecogido por el susto, sin comprender lo que sucedía con
su cuerpo; tenía la cara compungida, los ojos llorosos y los nervios en estado
de pánico; en vano abrió la boca para gritar y pedir auxilio, su voz no se
escuchó y se quedó atorada en su garganta. En eso nomás, un ventarrón caldeado
se metió en el paraje y el minero, como atrapado en el ojo de un huracán, fue
despojado de sus ropas y quedó como Dios lo trajo al mundo. Después vino lo
peor, ya que ante la luz de la lámpara, iluminándolo desde el guardatojo tirado
en el suelo, sintió que algo candente le penetró en el cuerpo, como empalándolo
en una estaca recién sacada del fuego.
En el paraje
estallaron carcajadas diabólicas y al minero, que experimentaba un repentino
trastorno de los sentidos, le salieron cuernos en la frente y afilados
colmillos en la boca; su lengua se le hizo gorda como la de una vaca y sus
orejas largas como las de un burro; sus cabellos se tornaron en rubios y sus
ojos echaron lumbres en la oscuridad; los dedos de las manos y los pies se transformaron
en pezuñas; su piel se hizo rechoncha y espantosa; su cuerpo se deformó hasta
el límite del horror y hasta su miembro viril adquirió dimensiones sobrehumanas.
El minero sufrió una
metamorfosis más dolorosa que un suplicio infernal, hasta que encarnó todos los
atributos del Tío, desde los cuernos hasta las pezuñas de los pies. Así fue
como el espíritu del amo de los socavones, que se salvó de los combazos y se quedó
intacto, se reencarnó con una tremenda ferocidad en el cuerpo material del
minero, quien, desde ese instante, estaba más conectado con las catacumbas del
demonio que con el reino celestial de Dios.
Sus compañeros de
cuadrilla, al no saber dónde se había metido, lo buscaron en los buzones de las
diferentes galerías, y, al no encontrar otros rastros que sus desgarradas ropas
en el paraje del Tío, lo dieron por desaparecido, como a tantos otros que, una
vez que entraron a la mina, no volvieron a salir a la luz del día.
Desde esa vez, en la
sección Block-caving, donde los mineros se enfrentaban ojo a ojo con la muerte,
no vieron más al lamero, descolgando
la carga con barretas y dinamitas, ni
escucharon sus resonantes gritos de: ¡Tiro!
¡Tiro! ¡Tiro!..., aunque algunos tenían la sospecha de que la nueva
estatuilla del Tío, que apareció de la noche a la mañana en el paraje donde pijchaban a diario, era el mismo minero
que, pensando en darle muerte al soberano de la mina, acabo entregándole su vida
y su cuerpo, en el que se reencarnó el espíritu del Tío, con la misma crueldad
con que castiga a quienes le faltan al respeto y no le rinden tributo ni pleitesía
antes de penetrar en los laberintos de su dominio.
Glosario
Acullicar: Masticar hojas de coca.
Carga: Rocas, mineral y tierra mezclados que se
vacían en el buzón.
Lamero: Obrero que descuelga la “carga” de mineral
atascada en los buzones, colocando entre las rocas cartuchos de dinamita.
Mal de mina: Nombre popular de la silicosis.
Llut’ar:
Sujetar con barro la masa de dinamita en la abertura de la roca o en la “carga”
atascada en el buzón.
Pijchar: Masticar hojas de coca.
Pijchu: Acullico de coca.
Tío: Deidad. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los
mineros le temen y le brindan ofrendas. Su estatuilla es de greda y rocas, está
colocada en el lugar de paso obligado de los mineros.
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