martes, 19 de septiembre de 2017


LA MILAGROSA RESURRECCIÓN DE BENDITA CHURA

Todo sucedió aquella tarde en que Bendita Chura, una muchacha de quince años de edad y dueña de una belleza admirable, debía ser enterrada en el camposanto de su pueblo, tres días después de haber sido atropellada por un camión al cruzar la calle.

Los testigos de los hechos cuentan que todo estaba preparado para proceder con el ritual funerario y darle la última despedida entre sollozos y letanías de lamento.

El cura, de sotana larga y joroba pronunciada, ofició una misa de cuerpo presente, antes de que el ataúd recibiera cristiana sepultura. Al término de rezar el Padrenuestro y el Avemaría, roció con agua bendita sobre el ataúd y dijo:

–Todos nos iremos al más allá tal cual llegamos al mundo, sin perro que nos ladre ni amor que nos acompañe, pues del polvo un día vinimos y al polvo otro día volveremos…

Algunas de las personas, al escuchar las palabras del cura, pensaron en que es verdad que nadie nos acompaña en el tránsito a la muerte y, queriendo sin quererlo, más de uno recordó aquella cuequita compuesta por Jaime del Río, cuyos versos dicen: Una pena tengo yo/ que a nadie le importa/ solo, solo he nacido/ solito voy a morir...

Cuando el ataúd, hecho por las manos artesanas del único carpintero del pueblo, estaba a punto de ser descendido a la fosa por cuatro robustos hombres que lo sujetaban por las manillas de metal, se escucharon unos golpes provenientes desde el interior de la caja, ¡toc, toc, toc!, como si alguien tocara con desesperación una puerta trancada herméticamente.

La gente, sin entender lo que sucedía en pleno acto funerario y ante la presencia del cura, volteó la mirada hacia el ataúd y se acercó hacia la fosa, pero sin hacer ruido, como si demostraran su consideración a la familia y su respeto a la difunta.

Cuando desclavaron el ataúd, labrado en madera rústica y con un crucifijo tallado en la tapa, se dieron cuenta de que Bendita Chura, tendida de espaldas sobre el acolchado de franela azul, estaba todavía con vida, pero con la piel pálida, sin polvo ni maquillaje, y los labios secos como curtidos por el sol y el aire. 

Bendita Chura, que parecía haber despertado de un sopor profundo, tenía un vestido blanco por mortaja, la cara bañada en lágrimas, el pelo suelto, el semblante demacrado y los ojos bien abiertos. Se sentó como empujada por un resorte y, paseando la mirada por doquier, alcanzó a preguntar:

–¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué estoy aquí?!

Nadie se atrevió a dar una respuesta, porque lo que estaba ocurriendo en este instante, en medio del silencio que flotaba en el camposanto, no tenía explicación alguna ni razón de ser.

Los padres de Bendita Chura, al adivinar un brillante porvenir que se reflejaba en la misteriosa mirada de su hija, cambiaron el llanto por la alegría y, sin mediar palabras, la abrazaron como a quien retorna desde muy lejos y después de un largo viaje.

Los demás, con el aliento atorado en la garganta, se miraron absortos los unos a los otros y luego se dejaron caer de rodillas alrededor de la pedregosa fosa, que más parecía una enorme boca abierta bajo el cielo inundado por el sol.

Acto seguido, a pesar de la alegría que estalló entre los padres de la resucitada, el magno asombro se trocó en llantos entre los creyentes, que no dejaban de orar por el alma bendita de Bendita Chura ni dejaban de repetir su nombre en largas letanías de fe y religiosidad. Estaban convencidos de que se produjo un milagro y que Bendita Chura, que fue arrollada por un camión al cruzar la calle, volvió a la vida luego de tres días de haber permanecido muerta.

–La mayoría de los milagros ocurren como una expresión de amor por algo o por alguien –dijo el cura, santiguándose e invocando a la Santísima Trinidad–. Todo lo que procede del amor es un milagro. Además, todos pueden ser redimidos de sus pecados si se arrepienten y vuelven su corazón hacia el Señor todo poderoso...

–Es verdad –corroboró una anciana ataviada de negro de pies a cabeza–. Si una persona revive es porque está libre de pecados…

La admiración y la sorpresa, la curiosidad y las interrogantes, unidas a la fe religiosa, se apoderaron de los presentes, mientras el cura adoptó una expresión de misterio, se frotó las manos, esbozó una sonrisa y los miró a todos por el rabillo del ojo, como si quisiera decirles que las desgracias causadas por los vástagos del demonio no le incumben a Dios ni a la Santa Iglesia.  

Bendita Chura, mientras se retiraba del camposanto, camino a la plaza del pueblo y junto a quienes asistieron al cortejo fúnebre, caminaba descalza y como una santa retornada del más allá.

Nadie le preguntó nada, sin embargo ella, que durante tres días no tomó líquido ni probó bocado alguno, señaló que estuvo muerta y que resucitó. Relató también que cuando llegó a las puertas del cielo, como por un túnel parecido al firmamento salpicado de estrellas, una mano la detuvo en la entrada y una voz le dijo: Aún no ha llegado tu hora.

Los policías, intrigados por este insólito suceso semejante a un episodio arrancado de una historia de terror, acudieron a la casa de Bendita Chura, para hacer las averiguaciones pertinentes y confirmar que lo que se venía diciendo, de boca en boca y día tras día, era cierto y no una simple confabulación nacida de la fantasía de propios y extraños.

Los padres de la muchacha, quien en ese momento no se encontraba en casa, recibieron a los uniformados de la policía, no sin antes saber qué querían. Ellos expusieron el motivo de su visita y preguntaron si acaso era cierto que su hija resucitó a los tres días de estar muerta.

Los progenitores de Bendita Chura, echándose señales de la cruz desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho, aseveraron que era cierto y negaron que se hubiera practicado algún conjuro o rito satánico para resucitar a su única hija, quien siempre tuvo una vida tan extraña como fue su muerte.

Cuando los policías indagaron entre los vecinos, que un día antes asistieron al velorio, éstos declararon que, apenas ingresaron en el domicilio de la familia doliente, vieron que el cuerpo de la difunta era velado al lado del ataúd, en medio de varios cirios encendidos y una cantidad considerable de personas que manifestaban su sentido pésame entre plegarias que rogaban a Dios tenerla en su gloria.

Los policías, al cabo de escuchar las declaraciones de los testigos, despejaron sus dudas y descartaron toda sospecha de que el entierro hubiese sido un montaje para embaucar a los habitantes más crédulos y supersticiosos del pueblo. 

Palabras más, palabras menos, lo evidente es que desde aquella tarde del entierro, en que los pobladores se quedaron con la boca abierta ante una resurrección inexplicable, Bendita Chura fue dada por santa y cundió la noticia de que si resucitó como alma bendita, era para demostrar que los milagros existen en el reino de Dios, alejado de los dominios del demonio, quien, como todo príncipe de las tinieblas, es el único que no perdona a los muertos que van a dar de cabeza en los ardientes calderos del infierno. 

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