martes, 24 de octubre de 2017


EL SAPO PETRIFICADO DE LOS URUS

Cuenta una vieja leyenda de los urus, oriundos de las orillas del lago Poopó, que el dios Wari, creador de los habitantes del lugar y protector de los camélidos, envió por el norte de lo que sería la Villa Imperial de San Felipe de Austria, un gigante y ventrudo sapo, con la misión de engullirse a los habitantes que le dieron las espaldas para adorar al dios Inti del Imperio Incaico.

El sapo avanzó a saltos hacia la población asentada en la meseta andina. Los urus, al sentir que la tierra temblaba como sacudida por un terremoto, salieron de sus viviendas y, al dirigir la mirada hacia la zona norte, vieron al monstruoso batracio que, capaz de espantar al héroe más intrépido de la tierra, parecía haber emergido de las profundidades del lago Poopó, nada menos que por mandato del dios Wari, quien ya antes había enviado otras plagas sobre los habitantes que él moldeó en barro, a su imagen y semejanza, durante el periodo de la creación de la civilización de los urus.

Los habitantes de la meseta andina, ante semejante monstruo de cuatro patas, cabeza ancha y aplanada, ojos saltones, cuerpo rechoncho y con grandes pliegues de piel que le colgaban del abdomen, piernas, panza y cuello, se tragaron el mayor susto de sus vidas y empezaron a correr despavoridos por todos lados, hasta que en el azulado aguayo del cielo, cual una luminosa estrella, apareció la misteriosa ñusta Intiwara, quien, blandiendo una honda en el aire, disparó un guijarro que se le incrustó en las fauces del sapo. Luego lo hirió mortalmente con el rayo nacido de su flamígera espada, petrificándolo como a una mole de granito, con los ojos mirando al infinito y las piernas flexionadas, como a punto de dar un salto en el vacío.

Con el paso del tiempo, el anfibio petrificado en la actual zona de San Pedro, al norte de la ciudad de Oruro y sobre la Av. Tomás Barrón, se convirtió en un tótem de adoración, culto y superstición, debido a que los lugareños empezaron a atribuirle poderes mágicos y sobrenaturales, como a todas las esculturas totémicas que personifican a los protagonistas ancestrales de las leyendas del pueblo de los urus.

Así es como el sapo, de haber sido un monstruo destinado a engullirse a diez personas de un solo bocado, pasó a convertirse en una deidad benefactora, capaz de conceder salud, fecundidad, prosperidad y fortuna a quien le prodigara tanta fe como a la mismísima ñusta Intiwara, identificada con la Virgen María por la religión católica y con la Virgen del Socavón por los trabajadores de los yacimientos de plata y estaño en los cerros de la antigua Villa de San Felipe de Austria.

Cuando los urus fueron encandilados por los primeros milagros realizados por el sapo a favor de una familia que criaba hijos con diversas deformaciones físicas, empezaron a rendirle culto y pleitesía, como si se tratara del mismísimo dios Wari. Desde entonces, los devotos de este anfibio milagroso no dejaron de encenderle q’oas ni ch’allarle con bebidas espirituosas a manera de ofrendas, cubriéndole el rechoncho cuerpo con mixturas, serpentinas y confetis, mientras las chispas de fuego de los braseros revoloteaban como estrellitas luminosas alrededor del sapo.


Los devotos, desde antes de mostrarse el sol, se dan cita en el lugar porque a esas horas del día, según los usos y costumbres, pueden pedirle dinero, amor y salud. Algunos, para ver sus deseos cumplidos, le hacen fumar cigarrillos y rompen botellas de aguardiente en la boca del sapo, pero si éste no fuma o las botellas no se rompen, significa que los ofrendantes no se le acercaron con cariño y que, por lo tanto, no tendrían un año de suerte  ni prosperidad. No falta quienes arrancan piedrecitas de la estructura del batracio, con el compromiso de devolvérselas dentro de un año, una vez transcurrido el Carnaval y agradeciéndole por los favores concedidos como respuesta a su fe y lealtad.

Los peregrinos que viven aquejados por alguna enfermedad letal, como los que viven al borde de la muerte, se arriman contra el sapo, acariciándole con los labios y las manos. Si el sapo se mueve como si respirara, entonces el enfermo empieza a transpirar como si sintiera en su interior la confirmación de que será curado de sus males. Los familiares que lo acompañan, comprendiendo que el sapo le dará fuerzas para sanarse y sobreponerse a la muerte, lo abrazan entre regocijos y lágrimas, obligándole a beber en honor a la deidad que, más que ser una simple roca con aspecto morfológico, es un ser que respira y palpita, que palpita y respira.

Los antiguos habitantes de esta tierra poblada de leyendas y mitos nacidos del imaginario popular, cuentan que el sapo petrificado por la ñusta Intiwara tenía un espacio abierto entre sus cuatro patas, por donde las personas, arrastrándose, atravesaban de un lado a otro, deseosas por saber cuándo les tocaría el tacto de la muerte. Las que se atascaban, atrapadas bajo el vientre del sapo, se suponía que tenían a la muerte pisándoles los talones; en cambio aquellas que lograban deslizarse sin dificultades, como reptando con la agilidad de un réptil, tenían asegurada una vida llena de bendiciones y felicidad.

Las libaciones de bebidas espirituosas en honor al batracio, considerado un ser poderoso y milagroso, se hizo una costumbre cada vez más arraigada en la tradición de los orureños, hasta que, en los años 60 del siglo XX, apareció en la ciudad un militar camba, quien, sin comprender las milenarias creencias de los pueblos andinos y aburrido de ver que los supersticiosos le rendían culto al supuesto dios pétreo, acariciándole con respeto y hablándole como si de veras estuviese vivo, decidió hacerlo desaparecer de una vez y para siempre.

El incrédulo militar, a cargo del cuartel Camacho, ubicado por entonces cerca del cerro San Pedro y en la llanura donde estaba el sapo, ordenó a sus subalternos destrozar la roca con una explosión de dinamitas, para evitar el desarrollo de un ritual pagano arraigado en la idolatría y libación de bebidas alcohólicas.

Los soldados, cumpliendo con su deber de subordinación y constancia ante el poder autoritario de su superior, depositaron varios cartuchos de dinamita alrededor de la sagrada roca, de dimensiones respetables, chispearon la pólvora de las guías y se retiraron del lugar a la espera de que una poderosa explosión la hiciera volar por los aires.  


Los testigos del agravio, que se produjo una frígida noche de invierno, vieron cómo los pedazos del anfibio se esparcieron en el cielo como casquijos de fuego, mientras  los pobladores, apenas se enteraron del atentado contra su preciada Waca, sintieron un fuerte dolor en el alma y una profunda indignación contra el militar, quien, burlándose de los devotos y sin medir las consecuencias, tuvo la osadía de llevar a cabo su siniestro plan, proclamando que, por fin, había acabado con un sitio de borrachera y superstición. 


Lo que el militar desconocía era que el sapo poseía el atributo de reencarnarse y volver a la vida para vengarse con furia de quienes le prodigaban ofensas. No en vano se decía que al primero que escupía contra el sapo, sea por desprecio o por soberbia, estaba condenado a soportar sarnas, ronchas y llagas con supuración de fétida pus en el cuerpo, como si se tratara de una re-salivación o venganza del prodigioso batracio.

Desde la destrucción del sapito milagroso, el militar tuvo que pagar caro por su osadía y por haber increpado al dios pétreo, ya que empezó a beber como si su cuerpo necesitara del alcohol como el sapo necesitaba del agua. Su aspecto, de militar entrenado en rudos ejercicios físicos, se transformó en la de un anciano de piel rugosa, espalda encorvada y piernas arqueadas. Sin lugar a dudas, era un típico caso de metamorfosis o de transferencia del espíritu del batracio en el cuerpo del militar que, a poco de sufrir extraños cambios en su comportamiento y personalidad, fue abandonado por su familia.

Todas las noches soñaba con el sapo tragándoselo como a un mísero tallarín y todas las mañanas despertaba con la sensación de que le relamió el cuerpo con saliva viscosa y espumosa. Con el paso del tiempo, le brotaron manchas verdinegras en el rostro y el cuerpo, similares a las que presentaba el sapo en la espalda. Y, aunque consultó a varios dermatólogos, nadie supo diagnosticar su enfermedad cutánea por tratarse de un caso desconocido por las ciencias médicas. Lo peor es que las manchas no tardaron en transformarse en llagas y su alcoholismo en una enfermedad crónica que lo empujó al filo de la tumba. De modo que, sin poder detener la enfermedad que lo aquejaba, ingresó en una crisis existencial y perdió el juicio sobre todo cuanto lo rodeaba.

En el eclipse de sus días, según comentaron los vecinos y testigos, el militar terminó viviendo como un demente, golpeándose la cabeza contra las paredes y agarrándose el abultado vientre, como si el sapo, en actitud de venganza, se le hubiese metido dentro de él, pero muy adentro, induciéndole a concebir la idea de quitarse la vida con una carga de dinamitas.

Cuando la dramática situación del militar llegó a su límite, no tuvo más remedio que aceptar su fatal destino y obedecer las órdenes de una misteriosa voz que le susurraba en los oídos lo que debía hacer minuto a minuto y segundo a segundo, hasta que por fin un día, luego de proveerse de una carga de dinamitas similar a la que él había ordenado para destrozar al dios pétreo, se amarró los cartuchos alrededor del cuerpo y, tras chispear la guía de los fulminantes, saltó por los aires convertido en nada, como si el mismísimo sapo, remontado en cólera y venganza, hubiese acabado con su miserable vida.

El alcalde de la ciudad, enterado del trágico desenlace en la vida del militar y para evitar que los lugareños caigan en desgracia, mandó reconstruir la efigie del batracio que fue pulverizado, aun sabiendo que esta vez no sería del mismo tamaño ni tendría el mismo aspecto que el original.

Cuando la imagen del sapo fue moldeado por un artista popular, se lo puso al lado de los restos quemados del antiguo pedrejón, donde sus devotos podían contemplarlo, así no estuviera esculpido en mole de granito, sino hecho en cemento desde el pedestal hasta las orejas. Sin embargo, en estas circunstancias, lo importante no era que fuese idéntico al primero y genuino, sino un sapo que tuviera la mirada tendida en el horizonte, donde todas las mañanas despunta el alba, haciendo que los primeros rayos del sol aureolaran el cerro Pie de Gallo y los cerros de la zona norte, desde cuyas faldas se descolgaban las casas con paredes de ladrillo y techos de calamina


En agosto del mismo año de su reconstrucción, un grupo de yatiris, reunidos alrededor del dios pétreo y su similar que estaba a la diestra, le ch’allaron en un acto ritual, con un q’araku de medianoche, ofrendándole coca, cigarrillos y bebidas espirituosas. Desde entonces se multiplicaron los creyentes que asisten al lugar desde la primeras horas del día para echarle mixturas, envolverle con serpentinas y rociarle con botellas de aguardiente, mientras repiten frases en quechua: Sumaj jamp’atito kanki. Uyariway, jamp’atitu, q’olqe q’oriway jamp’atitu, sunquy uk’uqniymanta parlasayki. ¡Jay! Niway, uyariway (Buen sapito eres. Escúchame, sapito; dame dinero, sapito; desde el fondo de mi corazón te estoy hablando. ¡Jay! Dime, escúchame).

Asimismo, en la pequeña plazuela donde están los dos sapos, el original y la copia, los vecinos pintaron las fachadas de sus casas y los obreros de la municipalidad mejoraron remodelaron el lugar, colocando jardineras alrededor y cordones de cemento que servirían como una suerte de asientos para los visitantes. Al frente del monumento al sapo y en la fachada de un domicilio particular se pintó la imagen de la Virgen del Socavón para convertir el sitio en un lugar sagrado y que ese espacio sea para el Bien y no para el Mal, al igual que el sapo, que durante el día, desde el amanecer hasta el anochecer, parece cambiar de pigmentación e hincar el buche con un aire de orgullo y supremacía.

En los días del Carnaval, no faltan los vecinos que instalan puestos de venta de q’oas, cohetillos, mixtura, serpentina y bebidas espirituosas. Algunos incluso se animan a levantar carpas para el expendio de chicha y comida, hasta el día de la kacharpaya o despedida del Carnaval, en la que los peregrinos y devotos del sapo, bailando y cantando al ritmo de los instrumentos musicales, retornan a su vida cotidiana, pero con el pensamiento de retornar otro día para participar en la ceremonia de culto al sapo petrificado de los urus.

No hay comentarios :

Publicar un comentario