sábado, 4 de noviembre de 2017


CONGRESO MINERO EN COROCORO

Esta fotografía, donde aparecen algunos de los dirigentes del distrito minero de Siglo XX-Llallagua, que participaron en el XVI Congreso Nacional Minero realizado en Corocoro, en mayo de 1976, lo guardé en el álbum de los recuerdos, hasta que, casi cuatro décadas después, tuve la posibilidad de retornar a esta población ubicada en la provincia Pacajes del departamento de La Paz, a una distancia aproximada de 80 kilómetros de la ciudad de El Alto.

El microbús se internó en la topografía accidentada de la región, que tenía una cadena de cerros distribuidos a lo largo y ancho del municipio, con la presencia imponente del Cerro Kumpuku, un mirador natural ubicado aproximadamente a 35 kilómetros de distancia de Corocoro, y la formación rocosa del Turiturini, que es de interés turístico y visitado por los pobladores desde la época del incario, porque allí se daban cita los yatiris para realizar rituales de ofrenda en honor a la Pachamama.

Resabios de un glorioso pasado

Cuando el microbús arribó a la parada final y puse mis pies, por segunda vez, en la tierra donde se producía sulfato de cobre, me asaltó la sensación de que no estaba en el mismo distrito minero que conocí en 1976. Las casas parecían deshabitadas y hasta tenía la impresión de estar en una población fantasma, donde eran pocas las personas que asomaban su rostro a las puertas y muchos los perros que deambulaban por las vacías calles, al menos si tomamos en cuenta que en estas mismas calles, durante el auge minero desde principios del siglo XX, estaban ubicadas varias casas comerciales y centros culturales que fomentaban la presentación de obras teatrales y la circulación de cuatro periódicos impresos: El Esfuerzo, El Industrial, La Acción y El Deber; un fenómeno cultural que no se replicaba en otros centros mineros como Siglo XX, Catavi, Pulacayo o Huanuni. Y, como si fuera poco, en estas mis tierras bañadas por el color café-rojizo del cobre, vivieron personalidades importantes del mundo político y cultural del país, como la poetisa Adela Zamudio, el ex presidente boliviano Ismael Montes Gamboa y el líder sindical Juan Lechín Oquendo, quien, además, nació en esta tierra.

Con todo, Cocoroco no es más la misma población que aparece en la fotografía desde el D.S. 21060, que el gobierno de Víctor Paz Estenssoro firmó en 1985; una desastrosa coyuntura histórica y económica que ocasionó el cierre de las minas nacionalizadas, provocando una crisis laboral que dejó cesantes a miles de trabajadores y que relocalizó a las familias mineras, que se marcharon a las ciudades y el campo en busca de nuevos horizontes de vida y trabajo.


Esta es la razón del porqué Corocoro quedó abandonada y dejó de brillar con su mejor fulgor, con ese fulgor que lo identificó como a una población minera por excelencia, gracias a la explotación de los yacimientos de cobre desde antes de la irrupción del sistema de explotación capitalista. El movimiento obrero de Corocoro estuvo vinculado desde siempre al proletariado nacional. No es casual que en estas montañosas tierras, donde existía un sindicalismo altamente politizado, se protagonizó un importante motín en 1950, no sólo porque los trabajadores buscaban mejores condiciones de vida y un incremento salarial, sino también porque querían dejar constancia de que los corocoreños estaban enfrentados a los intereses de la oligarquía minero-feudal y las empresas extranjeras, que se adjudicaron los mejores parajes desde la segunda mitad del siglo XIX.

El escenario del Congreso Minero

Al bajar por sus calles, recordaba que esta misma población, gracias al compromiso revolucionario del sindicato de trabajadores, fue el escenario del XVI Congreso Nacional Minero, donde se dieron cita cientos de dirigentes provenientes de todo el territorio nacional, junto a la delegación de universitarios, estudiantes de secundaria y amas de casas.

Durante los días que duró el congreso, antes y después de las plenarias, las calles se llenaban de gente, aunque no eran días de Carnaval; los pequeños restaurantes rebalsaban de comensales y las aulas de las escuelas y colegios fueron habilitadas como improvisados alojamientos, donde los congresistas no paraban de discutir sobre las resoluciones políticas y económicas que debían aprobarse en el congreso, de manera unánime y sin descartar la posibilidad de que la dictadura militar asumiera medidas represivas para frenar la acción revolucionaria de los trabajadores y sus aliados naturales de clase.

Una fotografía en el Monumento al Minero

El 2 de mayo, pasado el mediodía y luego de salir del teatro donde se realizaba el magno congreso, en medio de un ámbito saturado de aire pesado y bancos de madera atestados de gente en estado de euforia, un grupo de dirigentes de la población de Llallagua-Siglo XX, comunicándonos más con los gestos que con palabras, nos dirigimos hacia la plaza donde está el majestuoso Monumento al Minero. Allí nos abordó un fotógrafo con la cámara en mano y nos ofreció tomarnos una foto para el recuerdo. Nosotros lo miramos con el ceño fruncido y, a poco de acordar el precio, aceptamos su propuesta. Fue así que nos preparamos para perpetuar ese instante de nuestras vidas en una imagen fotográfica, que sería el mejor testimonio de nuestro paso por Corocoro.

                                              De pie. Alejandro Lupe, Juvenal Vaizaga, Pablo Rocha, Moya Rodríguez,  
                                            Andrés Lora, Cleomedes Colque. De cuclillas. Víctor Montoya, Jaime Lineo, 
                                                                                  Ángel Capari, Hilarión Pérez

El fotógrafo nos puso delante del Monumento al Minero, a unos de pie y a otros de cuclillas, teniendo como telón de fondo los edificios de la plaza, una calle empinada y un escarpado cerro recortado contra el azul del cielo. El disparador de la cámara hizo clic y todo estaba listo en fracción de segundos. Cuando nos fijamos en la fotografía, detrás de nosotros, destacaba el Monumento al Minero, de más de 2 toneladas de peso y 8 metros de espesor; un magnífico homenaje a los mineros corocoreños que, una vez fundido en materiales como el estaño, zinc, plata y cobre, fue instalado en la plaza en 1960.

En esta misma plaza, donde se pronunciaron atronados discursos en contra de la dictadura militar y en homenaje al Día Internacional de los Trabajadores, los manifestantes nos concentramos en una apoteósica asamblea, luego de haber desfilado por las principales arterias de la Corocoro, la mañana del 1 de mayo de 1976. Todavía recuerdo que, en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la Provincia Bustillo del departamento de Potosí, me tocó subirme a la tarima y discursear después de doña Domitila Chungara, la legítima representante de las amas de casa del distrito minero de Siglo XX.

La leyenda del cóndor jipiña

Otro día, mientras se deliberaban los planteamientos sectoriales en las comisiones de asuntos sociales, políticos y económicos, donde participaban los representantes de las diferentes corrientes ideológicas de la izquierda boliviana, aproveché para trepar, junto a un grupo de compañeros, por las escarpadas laderas de uno de los emblemáticos cerros de Corocoro, cuya cumbre conduce hacia una quebrada situada a un kilómetro de distancia, donde está la enorme roca que, vista a la distancia y al caer el día con resplandores de avivado fuego, se asemeja a un cóndor posado en una rama.

Para los lugareños se trata del cóndor jipiña (posada del cóndor), cuya fabulosa leyenda cuenta la historia de un viejo cacique, que vivía feliz con sus dos hijos: un varón y una mujer, hasta el día en que en esas campiñas apareció un forastero llegado de tierras lejanas. El forastero, que era joven y apuesto, se enamoró de la hermosa hija del cacique, pero éste se negó a aceptar la relación, arguyendo que su hija estaba reservada para un mancebo de su ayllu. Entonces el forastero, ofendido ante la negativa del anciano, se marchó con rumbo desconocido, no sin antes maldecir su mala suerte y aumentar con sus lágrimas el caudal del río Jachchallani.


Años después, la hija del cacique se enamoró del mancebo elegido por su ayllu, con quien, a modo de pasear y charlar a solas, recorrían por los cerros, sin dejar de contemplar las quebradas que se perdían más allá de sus pies, hasta que un día, mientras estaban sentados sobre una piedra, tomándose de las manos bajo el manto azulino del cielo, la pareja advirtió que un cóndor los acechaba desde las alturas; una visión que se repitió todas la veces que salían a disfrutar del aire fresco y la fragancia de las flores del puya, la planta endémica de la provincia de Pacajes.

La hija del cacique se sentía atemorizada por la extraña presencia del ave de plumaje negro y pico ganchudo. De modo que su pretendiente, al verla asustada y temblando como una hoja al viento, le lanzó al animal una piedra con su honda, provocándole una herida mortal. El cóndor intentó remontar vuelo, pero se precipitó, a cierta distancia, transformado en una roca.

En la actualidad, esta figura lítica, que tiene una altura entre 6 y 8 metros y un peso entre 3 y 4 toneladas, está considerado como uno de los patrimonios naturales, culturales y turísticos de Corocoro, ya que, según refiere la leyenda, se trata de una roca que es la representación del mismísimo Kuntur Mallku o el joven forastero petrificado, el único ser humano capaz de transformarse en un imponente cóndor de alas plegadas y cabeza erguida.

Las resoluciones del congreso

El XVI Congreso Nacional Minero, sin lugar a dudas, fue la prolongación de la acción directa de masas, que se inició con el ascenso revolucionario en 1973 y alcanzó su máxima expresión en la huelga general de 1976, tras la intervención militar a los distritos y radioemisoras mineras en junio del mismo año.

Los objetivos del congreso estaban orientados a poner en pie las organizaciones de base y a plantear al gobierno un pliego único de peticiones: aumento de sueldos y salarios, garantizado por la escala móvil; rebaja de las horas de trabajo; vigencia y libertad del fuero sindical; libertad irrestricta para los presos políticos y sindicales; retorno de los exiliados y garantías democráticas para los perseguidos; constitución de amas de casa y la participación efectiva de las mujeres en los sindicatos; apoyo al campesinado y a los universitarios en sus reivindicaciones; rechazo al negociado marítimo del fascismo.


En este congreso, como en otros anteriores desde la aprobación de la Tesis de Pulacayo en 1946, se hincapié en la necesidad de mantener en toda circunstancia la independencia ideológica, política y organizativa de la clase obrera ante cualquier injerencia del gobierno de corte fascista ni subordinarse a los intereses de las demás clases sociales, debido a que el proletariado debía convertirse en el caudillo de la nación oprimida, enarbolando las banderas de la revolución socialista.

Los trabajadores mineros, al cabo de elaborar su documento antes de la clausura del congreso, dieron a conocer su pliego de peticiones, respaldado por la unánime decisión de ingresar a una huelga general indefinida en caso de no ser atendidas sus justas demandas en el plazo de un mes por la dictadura militar que, por entonces, aplicaba una política implacable contra toda sombra de resistencia organizada y, sobre todo, contra el sindicalismo revolucionario que no estaba dispuesto a bajar la guardia ni dejarse torcer la cerviz.

La danza del ch’uta

Una vez clausurado el congreso, después de seis días de intensos debates en torno a los temas políticos y económicos, los delegados se aprestaron a retornar a sus respectivos distritos, sin haber tenido la oportunidad de conocer algo más de la enorme tradición cultural de Corocoro; por ejemplo, si el congreso se hubiese realizado en tiempos del Carnaval, de seguro que hubiésemos tenido la oportunidad de disfrutar de la danza del ch’uta cholero, disfrazado con traje pintoresco, sombrero alón, máscara hecha de alambre tejido y tocuyo, y bien acompañado por sus cholitas vestidas con sus mejores galas; pollera acampanada, jubón ajustado y sombrero bombín, moviéndose con graciosos contoneos de caderas y una sonrisa capaz de comerse el corazón de cualquiera.


Desde luego que a mí me hubiera encantado contemplar la típica danza de los corocoreños, ver cómo las comparsas, bailando al ritmo de un huayño rápido y saltadito, recorren por las calles principales de la población, secundadas por una banda de músicos compuesta por tambores, platilleros y soplalatas, deleitando al público que luego se concentra en la Plaza 15 de Agosto, donde los ch’utas, con los brazos enganchados por sus cholitas, coquetean con ojos celestes y labios de amapola, mientras divierten con sus ocurrencias jocosas y sus pensamientos que, expresados en aymara y con falsetes, parecen dardos de burla disparándose a diestra y siniestra.

Desilusiones y esperanzas

Antes de abandonar Corocoro, me quedé pensando en que una política anti-obrera, como la que se experimentó con el D.S. 21060, puede causar desilusiones en una urbe cuya fuente de vida y trabajo giraba en torno a la producción minera. En consecuencia, no es casual que los obreros y sus familias, tras el cierre de las principales fuentes de trabajo, se marcharon hacia nuevo derroteros, dejando detrás de sí una reducida población cuya actividad económica de subsistencia se redujo a la ganadería, la agricultura y la venta de artesanías textiles, aparte del turismo que, si se lo proyecta con el apoyo de las instituciones pertinentes, tendría un futuro prometedor.

Estoy convencido de que Corocoro es uno de esos centros mineros que, a pesar de las malas rachas en la vida política y económica que asolaron al país, siempre evoca su glorioso pasado histórico y proyecta los ideales de su porvenir con bríos de esperanza, aunque nadie sepa, a ciencia cierta, si el nombre de esta población proviene del vocablo aymara Kori Kori Pata (Cerro de Oro) o de ocuroro (oro de baja ley), aunque por una simple deducción lógica, es más probable que provenga de ocuroro, porque no todo lo que brilla es oro, como en el caso del cobre, que aun no siendo un metal noble, puede brillar tanto como el bronce y encontrarse a flor de tierra como el oro.

Cocoroco tiene una larga historia en el contexto de la minería nacional y un sitial privilegiado en el contexto de las luchas sociales que caracterizaron al movimiento obrero boliviano. Por lo tanto, la realización del XVI Congreso Nacional Minero, que se llevó a cabo en mayo de 1976, fue apenas la cresta de una de las tantas olas revolucionarias que, en épocas de gobiernos oligárquicos, dictatoriales y neoliberales, se agitaron con la fuerza de un maremoto desde el seno mismo de los trabajadores mineros, que se caracterizaban por constituir la clase social revolucionaria por excelencia, debido al lugar que ocupaban en el sistema de producción capitalista.

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