LA
POESÍA DE PROTESTA Y ESPERANZA
DE ALBERTO GUERRA GUTIÉRREZ
Alberto
Guerra Gutiérrez (Oruro, 1930 – 2006). Poeta, investigador cultural y profesor
innato. Trabajó de joven en el interior de la mina; vivencia que supo
traducirla en una poesía sentida y explosiva. Su legado bibliográfico, en
varios géneros literarios, es fecundo y merece un estudio serio. Fundó y dirigió
la revista El Duende, que, desde hace
varios años, se edita como suplemento literario del diario La Patria. Formó parte de la segunda generación del grupo literario
Gesta Bárbara. Ejerció como profesor
en varios distritos mineros, coordinó proyectos culturales en la Universidad
Técnica de Oruro y en la Alcaldía Municipal. Fue miembro de número de la
Academia Boliviana de la Lengua y de la Asociación Latinoamericana del
Folklore.
Alberto
Guerra Gutiérrez, como pocos de los escritores de su generación, fue un
incansable animador de las manifestaciones folklóricas en su ciudad natal y un
reconocido mentor de los jóvenes poetas, a quienes los reunía en encuentros
literarios y los encaminaba por los senderos de la versificación. Era una
persona de trato amable y hablaba siempre con la sinceridad entre las manos. No
en vano nos dice en los versos de uno de sus poemas: Mi casa tiene ojos claros/ como el alba/ y una rosa enamorada/
atisbando por rendijas/ de su puerta que es mi propio corazón,/ hecho de
maderas dulces y de esperanza. Así era Alberto Guerra Gutiérrez, un poeta
que tenía las puertas abiertas de su corazón, dispuesta a dejar pasar a
cualquiera que quisiera acercarse a la sensibilidad más honda de este gran
tejedor de pasiones, sueños y palabras.
Inicios de un
quehacer poético
A
principios de los años 90 del siglo pasado, cuando le hice una entrevista, le
pregunté cómo y cuándo empezó su interés por el quehacer poético. Me miró algo
sorprendido, aspiró el humo del cigarrillo y contestó: En mi vida tuve dos profesores; uno ha sido Juan Revollo, quien,
estando yo en el quinto o sexto curso de primaria, fue el primero en hablarnos
de la métrica del verso y de la gramática castellana. Él nos enseñó la
composición de las coplas y los versos. A mí me gustaron mucho sus lecciones y
escribí, a modo de ejercicio, muchas coplas, que acabaron gustando entre los
compañeros de mi clase. Por desgracia, no he tenido el cuidado de conservar
estas primeras composiciones. En secundaria, tuve otro gran profesor de
lenguaje y literatura, Luis Carranzas Siles, quien, con paciencia y habilidad
didáctica, nos introdujo en el estudio de la literatura. De este modo empecé a
leer seriamente las obras de los clásicos, como ‘Don Quijote’ de Cervantes y
‘Hamlet’ de Shakespeare. No sólo aprendí a memorizar los versos de Bécquer y
Espronceda, sino también a estudiarlos, junto a otras obras del modernismo
literario que, habiendo nacido en América a principios de siglo XX, volvían de
España con voces tan firmes como las de García Lorca y Juan Ramón Jiménez.
Ahora bien, estando todavía en el colegio, me reuní con algunos amigos, con
Humberto Jaimes, Ricardo Lazzo y Héctor Borda, entre otros, que formaban parte
de la segunda generación de ‘Gesta Bárbara’, movimiento poético al que yo me
incorporé en 1947. Desde entonces, empecé a asumir con seriedad el quehacer
poético.
A varios años de su
muerte, la ciudad de Oruro y su Carnaval, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e
Intangible de la Humanidad, lloran todavía por la partida de este escritor
con alma de niño, que supo ganarse el aprecio de sus coterráneos con la
humildad y la honestidad que lo caracterizaban. En la actualidad, una plaza y
una biblioteca llevan su nombre, y esperemos que sean más las instituciones
educativas y públicas que estampen el nombre de Alberto Guerra Gutiérrez, como
un justo homenaje a una personalidad que, con los versos y la historia de su
corazón, lo dio todo por su terruño hecho de mitos, leyendas, folklore y
sufrimientos.
Alberto
Guerra Gutiérrez, considerado uno de los escritores más importantes de la
Literatura Infantil boliviana, era un niño grande en toda la extensión de la
palabra y un poeta que sabía compartir las tristezas de los niños desamparados
y las alegrías de quienes gozaban de protección y cariño. En su afán por
revelarnos el lado más humano y sensible de su personalidad, elaboró la antología
El mundo del niño, junto con el poeta
Hugo Molina Viaña. No conforme con esto, escribió el poemario Baladas de los niños mineros, un
maravilloso libro dedicado al niño trabajador, a ese niño que, en lugar de
asistir a la escuela, jugar y gozar de su infancia, se ve obligado a trabajar
en los tenebrosos socavones de la mina. Por todo esto, la poesía de Alberto
Guerra Gutiérrez es un grito de protesta pero también de esperanza.
Contacto con el mundo
minero
La
poesía infantil de Alberto Guerra Gutiérrez, de un modo general, está
articulada a la temática minera; una realidad que lo impactó desde que hizo su
kindergarten en la población de Siglo XX, al norte del departamento de Potosí,
en tiempos en que su padre ejercía como técnico de la Empresa Simón I. Patiño.
Más tarde, cuando su progenitor fue transferido a las minas del Sur, el futuro
poeta fue atraído por el mundo de las familias campesinas que, a poco de
abandonar sus parcelas, se proletarizaban en las empresas de los magnates
mineros.
Su
compromiso social con los trabajadores del subsuelo se consolidó cuando él mismo,
mientras estudiaba en el Colegio Saracho
de Oruro, ingresó a trabajar en la Empresa Minera San José, donde, en una
cuadrilla compuesta por trece obreros, tuvo como a su maestro principal a
Manuel Fernández, ese personaje cuya dramática vida lo inspiró a escribir su
poemario Manuel Fernández y el itinerario
de la muerte, que, más que ser un simple retrato cronológico de un obrero
que termina sus días en la calle, reventado por la silicosis y el alcohol, es
un verdadero canto a los mineros bolivianos desde el punto de vista simbólico y
metafórico.
No
cabe duda de que en el interior de la mina, el poeta hizo carne de su carne y
sangre su sangre de la realidad minera, que se expresa de manera figurativa y
apoteósica en una parte de su obra poética -incluso en su ensayo antropológico
sobre el Tío de la mina-, que lo identifica con los ritos pagano-religiosos,
vivencias, ideales y sentimientos de los trabajadores del subsuelo, a cuyos
hijos los tuvo como alumnos en la escuela y a quienes les dedicó sus Baladas de los niños mineros.
Luego
de haber trabajado en el interior de la mina por el lapso de un año y medio, lo
suficiente para conocer los recovecos de un ámbito cargado de tragedias, luchas
y esperanzas, Alberto Guerra Gutiérrez prosiguió sus estudios en la Normal
Superior de su ciudad natal, hasta que en 1954,
una vez egresado como maestro de educación primaria, pidió
voluntariamente ser destinado a Kataricagua, distrito aledaño a la población de
Huanuni, donde trabajó durante cinco años con los hijos e hijas de las familias
mineras, que le ganaron el corazón y le dieron las pautas para escribir, uno a
uno, los versos que conforman su poemario Baladas
de los niños mineros, que lo sitúa a la altura de su entrañable amigo y
compañero de letras Hugo Molina Viaña, quien también trabajó como profesor en
varios distritos mineros.
Con los niños en
el corazón
Fue
justamente Molina Viaña, quien, en una carta dirigida a su dilecto amigo -una
carta que luego se insertó como prólogo en la primera edición del libro, en
1970-, le dedicó palabras de honda connotación humana: Nuestros niños mineros, ausentes del pan nuestro, mordidos por el
hambre y la miseria, perseguidos por el ‘búho de alas rojas’ de la tragedia.
Tus niños mineros, los míos, los nuestros, crucificados en un madero de
desnudez, intemperie y enfermedad, verán la luz cuando se hable al mundo de su
breve paso por la vida, sin golosinas ni juguetes; hasta les privaron de un
libro de lectura (…) Que en los maestros palpite el mensaje de tus Baladas, que
el pueblo boliviano se dirija a los niños de las minas, por los que está en
deuda siempre; encendiste la estrella de la poesía social en la Literatura
Infantil boliviana (…) En ‘Baladas de los niños mineros’ está todo el dolor de
los ojos luminosos de la ternura lacerados por profundas ojeras de orfandad y
duelo (...) Alberto, poeta de los mineros; desde mi escuela añorada de niños
mineros con el cuerpo cubierto por un mapa de harapos, allí donde aprenden los
‘derechos humanos’ en cuadernos de ladrillo y mobiliario de adobes, que tu
denuncia avergüence a los malvados para siempre.
Las
Baladas de los niños mineros,
compuestas al ritmo de arrullos de cuna, con un lenguaje lúdico y figurado,
revelan la sensibilidad y el dolor que siente el poeta ante la cruda situación
de los niños: Arrurrú mi niña/ trozo de
metal./ Si duermes mi niña/ yo te compraré,/ una olla grande/ y algo de comer.
En otros versos se lee: Duérmete mi niño/
pequeño minerito,/ duérmete y no llores/ que el ‘Tío’ se enoja/ cuando pides
pan. Así les canta Alberto Guerra desde su corazón de niño grande, mientras
los cobija entre sus brazos y los induce al aprendizaje inicial de la lectura y
la escritura, como todo buen maestro que no sólo comparte sus conocimientos,
sino también sus sentimientos que ayudan a forjar la personalidad y el porvenir
de los niños mineros.
Los
pensamientos de Alberto Guerra Gutiérrez, plasmados en el poemario Baladas de los niños mineros, son
auténticos y carecen de hipocresía toda vez que se refiere, con fina pluma y
firme pulso, a los sueños y pesadillas de los pequeños obreros. El poeta y
profesor de infantes estaba consciente de que era posible romper los cercos de
la pobreza y la desgracia con esfuerzo y educación. No en vano les recordaba,
con un hálito de esperanza, diciéndoles que no todo estaba perdido, aunque seas lo que somos/ un minero, nada
más;/ aunque tejas en tus dedos/ hilos de pena y dolor.
La poesía al
servicio de los oprimidos
Alberto
Guerra Gutiérrez fue el poeta comprometido con la realidad social de su época y
nunca dudó en declararse amigo de los desposeídos, junto a quienes aprendió a
morder el pan duro dos veces antes de cada bocado y junto a quienes, debido a
las duras pruebas que a veces impone la vida, aprendió a valorar el sentido
ético de la poesía, que es algo más que una simple cadencia de palabras que
engranan melódicamente en el discurso poético. Es decir, en la percepción de
Alberto Guerra Gutiérrez, el poema, además de ser la máxima expresión estética
del lenguaje en una composición poética, debía ser un instrumento de denuncia y
protesta contra las injusticias sociales. De ahí que en cierta ocasión, cuando
le hice una entrevista, me confesó que él siempre pensó en poner la poesía al servicio de los oprimidos, tratando de hacer de la
poesía la voz de los sin voz. Luego prosiguió: Creíamos que el sector minero estaba demasiado reprimido no sólo social
y económicamente, sino también espiritualmente; por eso, tanto Borda Leaño como
yo, tratamos de seguir los surcos trazados por Luis Mendizábal, Walter
Fernández Calvimontes y otros, y tratamos de hacer una poesía minera,
denunciando las atrocidades y las injusticias que se cometían contra este
sector.
En
esta ocasión es preciso aclarar que los versos reunidos en Baladas de los niños mineros corresponden, por definirlo de alguna
manera, a dos etapas de su creación literaria, ya que en la VII parte de la
segunda edición revisada y complementada de 1998, se añadieron algunos versos
referentes a la nefasta relocalización
minera, que no aparecen en la primera edición del poemario, ya que la relocalización se produjo recién en
1985, tras el D.S. 21060; pero que, sin embargo, el poeta estimó conveniente -y
hasta necesario- incorporarlos en la nueva edición del libro que, de otro modo,
hubiese estado incompleto si no se contemplaba este importante episodio en la
historia contemporánea de la minería en Bolivia.
Baladas de los
niños mineros
es una magnífica muestra de que la poesía infantil boliviana -que se nutre
tanto del lenguaje cotidiano como del lenguaje lúdico, que juega con las
metáforas y la musicalidad de las palabras- no está exenta de una realidad
social que, por mucho tiempo y a espaldas de las convenciones internacionales
sobre los Derechos de los Niños, tocó
la sensibilidad de varios poetas nacionales, quienes no escatimaron esfuerzos
para versificar, con idoneidad y conocimiento de causa, una realidad que se
clava como una espina en el pescuezo de un país donde innumerables niños,
empujados a trabajar en los inhóspitos socavones, formaban parte del sistema de
explotación capitalista y la elevada tasa de deserción escolar.
Su busto en una plaza de Oruro
En el Barrio Jardín -zona
norte de la ciudad de Pagador-, donde antiguamente los arenales jugaban con el
viento, me tomé una fotografía junto al busto de Alberto Guerra Gutiérrez, una fría
tarde de agosto y poco antes de que el ocaso empezara a teñirse en el
horizonte. La plaza, de ambiente acogedor y arquitectura ornamental, luce un
puente en la parte central y una fuente que genera cortinas y chorros de agua.
Ver el busto de Alberto
Guerra Gutiérrez, en un sitio público que hoy lleva su nombre, me causó una
insondable alegría, una alegría de esas que pocas veces emergen como torbellino
desde el fondo del alma. No era para menos, este poeta yatiri era digno del mejor de los elogios de parte de sus
coterráneos. Había que recordarlo de este modo, porque fue uno de los pocos
intelectuales orureños que, a través de las filigranas del verso y los ensayos
de antropología, dio a conocer el blasón de la ciudad, rescatando del acervo
cultural la parte más mágica y tradicional del Carnaval de Oruro.
Alberto Guerra Gutiérrez
fue un hombre que, desde la sencillez y la sabiduría, sabía ganarse el aprecio
de los amigos con su amabilidad y sonrisa franca. Lo conocí personalmente en el
Primer Encuentro de Poetas y Narradores de Bolivia, celebrado en septiembre de
1991 en Estocolmo, donde lo vi oficiar un ritual de ch’alla como todo buen yatiri
y donde conversamos, entre trago y trago, de poesía y de folklore, mientras el
humo del tabaco negro dibujaba en el aire las siluetas de los amores y
desamores en la vida de un poeta acostumbrado a desgranar sus versos entre los
corazones violentamente apasionados.
Un justo homenaje
Años después, cuando supe
que cayó fulminado por un ataque cardíaco en plena calle, mientras caminaba
rumbo a su casa, lo primero que sentí fue una honda tristeza y luego cruzó por
mi mente la idea de que los orureños, junto a los miembros de la Unión Nacional
de Poetas y Escritores (UNPE) y las autoridades ediles, estaban en la
obligación de rendirle un justo homenaje, a modo de perpetuar su memoria,
dedicándole una calle, una plaza o bautizando alguna de las instituciones
culturales con su nombre, para que las futuras generaciones sepan quién fue
Alberto Guerra Gutiérrez, ese vate de la poesía social, amigo de los niños
mineros y querendón de las tradiciones más auténticas de su pueblo.
Su aporte a la cultura
fue enorme: organizó tertulias literarias entre amigos, trabajó en la mina y
ejerció la docencia, realizó estudios antropológicos sobre la cultura de los
urus y desentrañó los mitos y las leyendas de la meseta andina. Su espíritu de
investigador autodidacta y su inquietud por contribuir al ámbito de la
literatura, lo impulsó a escribir libros con temática diversa, tanto en verso
como en prosa.
El haber estado en la
plaza que lleva su nombre, me colmó de honda satisfacción y el corazón me latió
como caballo al galope, no sólo porque vi su busto sobre un pedestal y una
placa recordatoria, sino también porque fue un amigo del alma, de esos a
quienes basta conocerlos una vez para tomarles cariño y saberlos que siempre
estarán ahí, como esos viejos duendes que, sin dejarse encadenar por los
caprichos de la muerte y ansiosos por retornar al reino de los vivos, se nos
aparecen una y otra vez.
Así permanecerá el poeta yatiri entre los milagros de la mamita Candelaria y los danzarines del
Carnaval, entre las dunas de arena y el lago Poopó, entre los cerros donde mora
la víbora y los socavones donde los mineros horadan el vientre de la Pachamama,
entre la roca que representa al cóndor y la roca que representa al sapo, porque
como bien afirma la creencia popular: Alberto Guerra Gutiérrez no se fue definitivamente
con la muerte, por eso siempre estará entre nosotros convertido en viejo
duende.
Datos
bibliográficos
Poesía: Gotas de Luna (1955); Siete poemas de sangre o la historia de mi
corazón (1964); De la muerte nace el
hombre (coautor, 1969); Baladas de
los niños mineros (1970); Yo y la
libertad en exilio (1970); Tiras de
poesía Lilial (1978); La tristeza y
el vino (1979); Manuel Fernández y el
itinerario de la muerte (1982); Hálito
que se descarga en pos de la belleza (1989); Égloga elemental y una revelación de íntimo recogimiento (2000); Obra poética (2003). Investigación: Antología del Carnaval de Oruro (3 v., 1970); Guía del investigador de campo en folklore (1970); La picardía en el cancionero popular
(1972); Estampas de la tradición de una
ciudad (1974); El Tío de la mina
(1977); El Carnaval de Oruro a su alcance
(1987); Pachamama (1988); Chipaya, un enigmático grupo humano
(1990); Folklore boliviano (1990). Antología: Antología de la poesía del amor (1971); La poesía en Oruro (coautor con Edwin Guzmán, 2004). Su obra
inédita está siendo cuidadosamente recopilada por su esposa Celia Cuevas de
Guerra.
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