martes, 19 de septiembre de 2017


LA MILAGROSA RESURRECCIÓN DE BENDITA CHURA

Todo sucedió aquella tarde en que Bendita Chura, una muchacha de quince años de edad y dueña de una belleza admirable, debía ser enterrada en el camposanto de su pueblo, tres días después de haber sido atropellada por un camión al cruzar la calle.

Los testigos de los hechos cuentan que todo estaba preparado para proceder con el ritual funerario y darle la última despedida entre sollozos y letanías de lamento.

El cura, de sotana larga y joroba pronunciada, ofició una misa de cuerpo presente, antes de que el ataúd recibiera cristiana sepultura. Al término de rezar el Padrenuestro y el Avemaría, roció con agua bendita sobre el ataúd y dijo:

–Todos nos iremos al más allá tal cual llegamos al mundo, sin perro que nos ladre ni amor que nos acompañe, pues del polvo un día vinimos y al polvo otro día volveremos…

Algunas de las personas, al escuchar las palabras del cura, pensaron en que es verdad que nadie nos acompaña en el tránsito a la muerte y, queriendo sin quererlo, más de uno recordó aquella cuequita compuesta por Jaime del Río, cuyos versos dicen: Una pena tengo yo/ que a nadie le importa/ solo, solo he nacido/ solito voy a morir...

Cuando el ataúd, hecho por las manos artesanas del único carpintero del pueblo, estaba a punto de ser descendido a la fosa por cuatro robustos hombres que lo sujetaban por las manillas de metal, se escucharon unos golpes provenientes desde el interior de la caja, ¡toc, toc, toc!, como si alguien tocara con desesperación una puerta trancada herméticamente.

La gente, sin entender lo que sucedía en pleno acto funerario y ante la presencia del cura, volteó la mirada hacia el ataúd y se acercó hacia la fosa, pero sin hacer ruido, como si demostraran su consideración a la familia y su respeto a la difunta.

Cuando desclavaron el ataúd, labrado en madera rústica y con un crucifijo tallado en la tapa, se dieron cuenta de que Bendita Chura, tendida de espaldas sobre el acolchado de franela azul, estaba todavía con vida, pero con la piel pálida, sin polvo ni maquillaje, y los labios secos como curtidos por el sol y el aire. 

Bendita Chura, que parecía haber despertado de un sopor profundo, tenía un vestido blanco por mortaja, la cara bañada en lágrimas, el pelo suelto, el semblante demacrado y los ojos bien abiertos. Se sentó como empujada por un resorte y, paseando la mirada por doquier, alcanzó a preguntar:

–¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué estoy aquí?!

Nadie se atrevió a dar una respuesta, porque lo que estaba ocurriendo en este instante, en medio del silencio que flotaba en el camposanto, no tenía explicación alguna ni razón de ser.

Los padres de Bendita Chura, al adivinar un brillante porvenir que se reflejaba en la misteriosa mirada de su hija, cambiaron el llanto por la alegría y, sin mediar palabras, la abrazaron como a quien retorna desde muy lejos y después de un largo viaje.

Los demás, con el aliento atorado en la garganta, se miraron absortos los unos a los otros y luego se dejaron caer de rodillas alrededor de la pedregosa fosa, que más parecía una enorme boca abierta bajo el cielo inundado por el sol.

Acto seguido, a pesar de la alegría que estalló entre los padres de la resucitada, el magno asombro se trocó en llantos entre los creyentes, que no dejaban de orar por el alma bendita de Bendita Chura ni dejaban de repetir su nombre en largas letanías de fe y religiosidad. Estaban convencidos de que se produjo un milagro y que Bendita Chura, que fue arrollada por un camión al cruzar la calle, volvió a la vida luego de tres días de haber permanecido muerta.

–La mayoría de los milagros ocurren como una expresión de amor por algo o por alguien –dijo el cura, santiguándose e invocando a la Santísima Trinidad–. Todo lo que procede del amor es un milagro. Además, todos pueden ser redimidos de sus pecados si se arrepienten y vuelven su corazón hacia el Señor todo poderoso...

–Es verdad –corroboró una anciana ataviada de negro de pies a cabeza–. Si una persona revive es porque está libre de pecados…

La admiración y la sorpresa, la curiosidad y las interrogantes, unidas a la fe religiosa, se apoderaron de los presentes, mientras el cura adoptó una expresión de misterio, se frotó las manos, esbozó una sonrisa y los miró a todos por el rabillo del ojo, como si quisiera decirles que las desgracias causadas por los vástagos del demonio no le incumben a Dios ni a la Santa Iglesia.  

Bendita Chura, mientras se retiraba del camposanto, camino a la plaza del pueblo y junto a quienes asistieron al cortejo fúnebre, caminaba descalza y como una santa retornada del más allá.

Nadie le preguntó nada, sin embargo ella, que durante tres días no tomó líquido ni probó bocado alguno, señaló que estuvo muerta y que resucitó. Relató también que cuando llegó a las puertas del cielo, como por un túnel parecido al firmamento salpicado de estrellas, una mano la detuvo en la entrada y una voz le dijo: Aún no ha llegado tu hora.

Los policías, intrigados por este insólito suceso semejante a un episodio arrancado de una historia de terror, acudieron a la casa de Bendita Chura, para hacer las averiguaciones pertinentes y confirmar que lo que se venía diciendo, de boca en boca y día tras día, era cierto y no una simple confabulación nacida de la fantasía de propios y extraños.

Los padres de la muchacha, quien en ese momento no se encontraba en casa, recibieron a los uniformados de la policía, no sin antes saber qué querían. Ellos expusieron el motivo de su visita y preguntaron si acaso era cierto que su hija resucitó a los tres días de estar muerta.

Los progenitores de Bendita Chura, echándose señales de la cruz desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho, aseveraron que era cierto y negaron que se hubiera practicado algún conjuro o rito satánico para resucitar a su única hija, quien siempre tuvo una vida tan extraña como fue su muerte.

Cuando los policías indagaron entre los vecinos, que un día antes asistieron al velorio, éstos declararon que, apenas ingresaron en el domicilio de la familia doliente, vieron que el cuerpo de la difunta era velado al lado del ataúd, en medio de varios cirios encendidos y una cantidad considerable de personas que manifestaban su sentido pésame entre plegarias que rogaban a Dios tenerla en su gloria.

Los policías, al cabo de escuchar las declaraciones de los testigos, despejaron sus dudas y descartaron toda sospecha de que el entierro hubiese sido un montaje para embaucar a los habitantes más crédulos y supersticiosos del pueblo. 

Palabras más, palabras menos, lo evidente es que desde aquella tarde del entierro, en que los pobladores se quedaron con la boca abierta ante una resurrección inexplicable, Bendita Chura fue dada por santa y cundió la noticia de que si resucitó como alma bendita, era para demostrar que los milagros existen en el reino de Dios, alejado de los dominios del demonio, quien, como todo príncipe de las tinieblas, es el único que no perdona a los muertos que van a dar de cabeza en los ardientes calderos del infierno. 

viernes, 15 de septiembre de 2017

MONTOYA EN LA VII FERIA NACIONAL DEL LIBRO EN ORURO

Víctor Montoya presentó su reciente producción literaria, Crónicas Mineras (Kipus, 2017), en la Sala de Conferencia de Desarrollo Económico del Gobierno Municipal de Oruro. El acto oficial, que se llevó a cabo el pasado jueves, 14 de septiembre, contó con asistencia de un público interesado en intercambiar opiniones con el autor del libro.

La escritora Práxides Hidalgo Martínez, principal promotora de la presentación de la obra, comentó que Crónicas Mineras refleja las luchas sociales de los trabajadores del subsuelo boliviano que, a lo largo de su turbulenta historia, se vieron enfrentados a la oligarquía minero-feudal, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales. El libro, aparte de estar escrito con un excelente estilo literario, entrega experiencias y conocimientos que sirven para la información y formación de los lectores bolivianos.

La VII Versión de la Feria Nacional del Libro, organizada por el Ministerio de Culturas y Turismo, el Gobierno Autónomo Departamental de Oruro, la Asociación de Profesores de Literatura y la Cámara Departamental del Libro, se realizó en el Centro de Eventos de Desarrollo Empresarial, ubicado en la calle La Plata, entre Junín y Ayacucho.

Víctor Montoya, durante su emotiva elocución, afirmó que sus Crónicas Mineras nacieron de su interés por rescatar la memoria de algunas de las voces más representativas del proletariado nacional. Los textos, a medio camino entre el relato literario y la crónica periodística, conforman una composición de hechos históricos y retratos de personajes como el líder minero César Lora y la dirigente de las valerosas amas de casa Domitila Barrios de Chungara. Las crónicas reunidas en mi reciente libro se escribieron casi por sí mismas, dijo. No tuve que investigar ni cotejar demasiados documentos, ya que los temas estaban rondando desde hace tiempo en mi cabeza, añadió.

El evento fue clausurado por Secretario de Cultura del Gobierno Autónomo Municipal de Oruro, Marcelo Lara Barrientos, quien hizo hincapié en la importancia de leer un libro que reúne en sus páginas a importantes protagonistas del sindicalismo nacional. Agradeció, asimismo, la presencia del destacado autor boliviano en la VII Feria Nacional del Libro y la asistencia de un numeroso público que se dio cita en la Sala de Conferencias.

Al final del acto, el público intercambió opiniones con el escritor Víctor Montoya, quien, a través de una amena conversación, proporcionó más detalles sobre el contenido de Cónicas Mineras, cuya primera edición salió a luz a fines del mes de junio del presente año, justo para la conmemoración de los 50 años de la masacre minera de San Juan; un hecho luctuoso que se produjo durante el régimen militar de René Barrientos Ortuño, la madruga del 24 de junio de 1967.  

viernes, 1 de septiembre de 2017


VÍCTOR MONTOYA EN LA VIII FERIA DEL LIBRO EN LLALLAGUA

En la VIII Feria Nacional del Libro, que se desarrollará en la población de Llallagua del 6 al 9 de septiembre, estará presente el escritor Víctor Montoya, quien participará en dos actividades programadas por el Archivo Regional Catavi, del Sistema de Archivo de la COMIBOL.

La responsable de esta institución, Lourdes Peñaranda Morante, dio a conocer que los estudiantes de la unidad educativa “Martín Cárdenas”, dirigidos por el Prof. Eduardo Gamón, dramatizarán “La Llorona de Cancañiri”, un cuento de suspenso y terror del escritor Víctor Montoya.

La presentación se realizará en la Plaza de Armas, el miércoles 6 de septiembre, a Hrs. 15:00.

Por otro lado, el Archivo Regional Catavi rendirá homenaje al poeta Alberto Guerra Gutiérrez (Oruro, 1930 - 2006), cuya obra poética, de honda sensibilidad humana y compromiso social, es un verdadero adagio a las luchas, tragedias y esperanzas de los mineros bolivianos.

Su vida y obra serán comentadas por Víctor Montoya (escritor, periodista cultural y pedagogo) y Práxides Hidalgo Martínez (escritora, profesora de literatura y expresidenta de la Unión Nacional de Escritores y Poetas de Oruro).

Las poesías de protesta y rebelión de Alberto Guerra Gutiérrez serán declamadas por los estudiantes de secundaria de las unidades educativas “Bolivia” y “Llallagua”.

El acto se llevará a cabo en el “Salón Rojo” de la municipalidad, el jueves 7 de septiembre, a Hrs: 17:00.

Durante la Feria del Libro, organizada por el Ministerio de Culturas y Turismo, el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua y la Universidad Nacional “Siglo XX”, se ofrecerán los libros de Víctor Montoya en el stand del Archivo Regional Catavi, donde el autor conversará con los lectores interesados en conocer su vasta producción literaria.

domingo, 27 de agosto de 2017


EL AUTORITARISMO ESCOLAR

La estructura económica de una sociedad, al influir en el modo de vida del individuo, opera en el desarrollo de la persona, quien tiene que enfrentarse desde su infancia a un medio que representa todas las características de una sociedad o clase social determinada. El individuo no sólo es formado -deformado- en el seno de la familia, sino también en la escuela, institución donde eliminan su libertad y sus sentimientos, para imponerle otros ajenos por medio de métodos que varían desde el castigo brutal hasta el soborno. Erich Fromm, en  su libro El miedo a la libertad, sostiene que el sistema educativo de toda sociedad se halla determinado por este cometido, por lo tanto, no podemos explicar la estructura de una sociedad o la personalidad de sus miembros por medio de su proceso educativo, sino que, por el contrario, debemos explicar éste en función de las necesidades que surgen de la estructura social y económica de una sociedad

Resabios del pasado

La escuela está sujeta tradicionalmente a la discriminación y al autoritarismo social, que es el reflejo de una sociedad violenta y dividida en clases, donde una minoría controla la superestructura de la educación y detenta la propiedad privada de los medios de producción. La tradición escolar está hecha también de violencia brutal del adulto contra el niño, de golpes, sadismo, crueldad, nos recuerda Giorgio Beni en el libro El autoritarismo escolar, publicado por la editorial Fontanella en 1975. Luego añade: Documentos filosóficos, pedagógicos, literarios, de imaginación, atestiguan que la escuela se ha identificado durante siglos, por parte de los chicos o de los que hablan en su defensa, con la disciplina inhumana. Todo esto pertenece al pasado, y si quedan algunos resabios pertenecen a la crónica, pero perdura la situación autoritaria en esta relación en la que el adulto detenta el poder y lo administra de un modo incuestionable en toda la escuela.

La escuela tiene históricamente la misión de amaestrar a devotos y atentos servidores de la clase dominante, sin preocuparse en hacer de ella un verdadero instrumento de educación y liberación del hombre. El mismo abuso de autoritarismo existente en la sociedad, que repugna a la conciencia y la dignidad humana, se refleja en la escuela, donde los métodos brutales son los mejores recursos para amordazar la libertad del educando.

¿Cuántos niños que han sufrido castigos físicos y humillaciones morales, como en un recinto cuartelario o carcelario, no quieren volver más a la escuela, así sus padres les den un tirón de orejas? La respuesta obligada a esta pregunta la tienen los educadores, quienes hacen de su profesión una caricatura del ser omnipresente, sádico y despótico.

A pesar de las reformas que se introdujeron en la educación a partir del siglo XIX, con la participación activa de pedagogos tan ilustres como Dewey, Pestalozzi, Decroly, Montessori, Makarenko, Freinet, Nelly, Freire, Ilich y otros, es todavía posible constatar la aplicación de métodos tradicionales de enseñanza/aprendizaje, como es el caso de obligar a los niños a memorizar mecánicamente los conocimientos.

Educación pasiva y mecánica

Mientras se sostiene que en la escuela se adquiere saber, libertad y capacidad de pensar, el mecanismo de transmisión de los conocimientos se funda en la sumisión al libro de texto o al educador, y el aprendizaje se desarrolla de manera mecánica y pasiva, sin estimular en absoluto la iniciativa y creatividad del educando. Desde luego, esta educación es ajena a los planteamientos pedagógicos modernos, incluso a las concepciones lanzadas a principios del siglo XX, según las cuales, individualizar la enseñanza/aprendizaje era tratar al niño como al único protagonista capaz de desarrollar su propia educación, mas no como un ser aislado, privado de la influencia de educadores y educandos, sino procurando que sea él mismo el artífice principal de su propia formación. Educadores y libros de texto son solamente medios que deben adaptarse al niño y no a la inversa.

El castigo como método de enseñanza

Indigna que en una época moderna se continúe repitiendo la perorata de que los fines justifican los medios y que el castigo es el mejor método para enseñar a diferenciar lo bueno de lo malo. Si se quiere educar a un niño de acuerdo a los parámetros de una sociedad autoritaria, entonces es lógico aplicar una educación que manipule la conciencia, enseñe a callar y aceptar, pasivamente y cabizbajo, los métodos brutales de la pedagogía negra; ese sistema de enseñanza que tan hondo caló en la mente de los individuos, quienes aprendieron a soportar los golpes y las humillaciones con los ojos cerrados y los dientes apretados.

Hasta mediados del siglo XX, ningún niño estaba a salvo del castigo físico y psicológico. Los objetivos centrales de la educación estaban orientados a forjar individuos que acataran a pie juntillas las normas establecidas por los cánones oficiales de una sociedad que no respetaba los derechos más elementales del ser humano, el mismo que no podía obrar a su manera y menos participar en las decisiones de su propio destino. En el seno de la familia, la iglesia y la escuela se educaba a los niños con autoritarismo y severidad, premiando a los sumisos y castigando a los rebeldes.

Todos estaban conscientes de que el castigo era el mejor método para corregir los hábitos indeseados e inculcar los que se consideraban más apropiados para la vida social. El niño estaba obligado a aceptar las agresiones físicas y verbales de parte de sus padres, a ser atento con los desconocidos y obedecer los mandatos de los adultos. Quien no cumplía con estas normas, o carecía de disciplina y sentido de sumisión, estaba condenado a sufrir los castigos que las autoridades imponían por las buenas o por las malas. Así que el niño desobediente, que atentaba contra la disciplina escolar, debía irse acostumbrando al plantón, el chicote, la reglilla, el tirón de orejas y la violencia verbal.

El autoritarismo del profesor

Este panorama desolador del maltrato en la escuela, que muchos consideran normal, revela los instintos agresivos de una sociedad determinada, más aún cuando se sabe que los propios padres de familia, lejos de condenar la violación a los derechos más elementales de los niños, se hacen cómplices de los maltratos al solicitar más severidad y disciplina en la escuela, así sea a costa de quebrantar la personalidad del niño y convertirlo, a plan de golpes y mofas, en un ciudadano sumiso, sin personalidad ni criterios propios.

En los sistemas escolares obsoletos, lo único que les interesa a los educadores es la actitud de obediencia del alumno, su silencio y lealtad, en vista de que los rebeldes y desobedientes, reacios ante el autoritarismo escolar, corren el riesgo de ser expulsados de la escuela y ser reprobados en los exámenes, a pesar de haber memorizado las lecciones y los libros de texto.

La escuela, que durante mucho tiempo siguió los pasos de un sistema educativo autoritario, casi nunca contempló el aspecto emocional y la situación psicosocial del alumno. La escuela ha sido -y sigue siendo- una institución donde se aplica el penalismo contra el más débil y se usan las calificaciones como medios de coerción, que corresponden a un sistema de evaluación para infundir el temor y el respeto hacia la autoridad del profesor, quien, sujeto a los atributos que le concede su posición, decide la calificación que se merece cada alumno, independientemente de que éste sea -o no- aplicado en la materia y activo en el proceso de enseñanza/aprendizaje.

Víctimas del maltrato

No está por demás aclarar que una educación autoritaria, en la cual se usan la imposición y el castigo como métodos de enseñanza, contribuye a que el alumno pierda la espontaneidad y sienta terror tanto contra la institución escolar como contra ciertos profesores que, en lugar de ser portavoces de los principios más elementales del respeto a los Derechos Humanos, se convierten en una pandilla de verdugos que no merecen el respeto ni el perdón.

Está comprobado que las prohibiciones, como los castigos y las advertencias morales, nunca han funcionado mejor que las concesiones de libertad a la hora de forjar la personalidad del niño, quien, como tantas veces se ha repetido, es el futuro ciudadano de una sociedad democrática, pluralista y equitativa, donde la libertad de acción y pensamiento, el respeto a la crítica y autocrítica, serán los móviles que permitirán abolir el autoritarismo establecido en las culturas en las cuales el sistema educativo está basado más en el miedo que en el respecto a la autoridad del profesor.

En los países en vías de desarrollo, según estudios realizados, cinco de cada diez estudiantes han sufrido alguna vez maltratos físicos y siete de cada diez son víctimas de maltratos psicológicos. Este sistema de educación, que parecía haber sido superado por los preceptos de la psicología y pedagogía modernas, permanece intacto en algunas instituciones educativas, donde los estudiantes siguen siendo víctimas del maltrato, debido al autoritarismo y a la cultura de coerción existentes en la sociedad.

Pedagogía humanista y democrática

¿Qué hacer para superar este problema? Las respuestas son varias, pero existe una que es concluyente: si la educación quiere elevarse al nivel de una pedagogía más humanista y democrática debe superar, en primera instancia, los conceptos de autoritarismo integrados en la mente de algunos educadores, quienes creen tener el derecho a usar la violencia como un método de enseñanza y castigo ejemplarizador.

A la luz de la experiencia, existe la necesidad de forjar un nuevo tipo de escuela: una escuela donde el educando aprenda por placer, a través del juego, de su propia actividad creativa y de la interrelación con sus compañeros; una escuela que, además de seguir sincrónicamente los avances de las ciencias pedagógicas, tenga un carácter laico y científico; una escuela que no sirva para la formación de individuos sumisos ni para la simple transmisión de conocimientos concretos, sino que su función sea la de promover el desarrollo integral del niño, con la perspectiva de convertirlo en ciudadano libre y autónomo dentro de una sociedad democrática; una escuela en la cual el niño goce de una protección y tenga posibilidades de desarrollo intelectual, que contribuya a convertir la cultura en una palanca de transformación social; una escuela donde no haya premios ni castigos, ni exámenes que clasifiquen a los niños en buenos y malos

sábado, 26 de agosto de 2017


LA ESCRITURA COMO TABLA DE SALVACIÓN

En el ciclo primario, en una escuelita que lleva el nombre del escritor Jaime Mendoza, fui un alumno regular y tenía serias dificultades en el aprendizaje de la lectura y escritura, debido más a problemas emocionales que neurológicos. No obstante, aunque no leía los libros de texto con el mismo interés y entusiasmo que advertía en el resto de mis compañeros, tenía una preferencia por leer las tiras cómicas de los diarios, las revistas de series, las historietas de Walt Disney o los cómics, que estimulaban mi interés por la lectura durante mi infancia y pubertad; más todavía, entre mis actividades extraescolares, me dedicaba a fletar revista los fines de semana en las puertas de los cines, donde los niños y adolescentes pagaban unas monedas por ver o leer las revista expuestas en una suerte de bastidor artesanal, que yo mismo construí con listones, bolsas de plástico y ligas que mi madre usaba para sujetar la cintura de los calzones. Mi oficio de revistero se prolongó hasta el día en que un ventarrón se llevó mis revistas por los aires, deshojándolos delante de mis ojos, como si hubiesen caído en el ojo de un huracán.
   
Cuando ingresé al ciclo medio, motivado por mi actividad política, empecé a leer a los clásicos del marxismo que, aun siendo de difícil comprensión para un novato en materia de sociología, economía y filosofía, me interesaban más que los libros de textos que se aplicaban en la enseñanza de las asignaturas de lenguaje y literatura. Ya entonces, a los 16 años de edad, me sentí picado por el deseo de crear un periódico escolar, donde los alumnos pudiesen manifestar, sin la mediación de los profesores, sus pensamientos y sentimientos.

Ese pequeño periódico, que se financiaba con la venta de los escasos ejemplares, llegó hasta el tercer número y luego desapareció por las mismas razones por las que dejan de circular las publicaciones que tienen buenas intenciones pero que no cuentan con recursos sostenibles. De modo que, frustrado en ese noble proyecto, pensé que el oficio de la literatura no era rentable ni una profesión con la que se podía vivir holgadamente, pero aun así, no perdí el interés por seguir manifestándome por medio de la palabra escrita ni dejé que la llama literaria que ardía en mi corazón se apagara como una vela.

Publicar mis octavillas en el periódico estudiantil de Mayo fue una experiencia maravillosa, que me permitió descubrir, acaso sin quererlo ni saberlo, que en mi fuero interno, en lo más profundo de mi ser, anidaba un escritor que, con el andar del tiempo, se manifestó en una celda solitaria y maloliente de la cárcel, donde me encerraron a los 18 años de edad, debido a mi compromiso social y mis actividades políticas contra la dictadura militar de los años 70.
 
En la cárcel, que fue mi gran escuela, aprendí de otros presos políticos que la libertad de expresión era uno de los principios elementales de los derechos humanos y uno de los instrumentos más útiles para la convivencia ciudadana. Allí mismo, recluido en un rincón de la celda, comprendí que no era saludable ambicionar las riquezas ni la vida sofisticada de la gente pudiente. Desde luego que, en mi caso, no fue un aprendizaje difícil, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado a morder dos veces el pan duro antes de cada bocado y a limpiarme el trasero con una piedra a falta de papel higiénico. Por lo tanto, estaba contento de tener lo poco que tenía. No necesitaba trabajar como una bestia para acumular dinero, ni mandarse la parte ante nadie, ni derrochar fortuna alguna en trivialidades, ni mofándose de los menos afortunados, riéndome a costa de los excluidos del banquete de los ricos. 

Por otro lado, durante el periodo que pasé en la prisión, leí libros de literatura boliviana y latinoamericana, que otros presos me los prestaban y arrojaban por la mirilla de la celda, donde empecé a escribir mi primer libro de testimonio, con el mismo bolígrafo y en el mismo cuadernillo que me entregaron los torturadores para que delatara a mis compañeros de lucha, apuntando sus nombres y el lugar donde se escondían de la persecución desencadenada por la dictadura. Ese primer libro, que escribí burlando la vigilancia de los carceleros, se publicó en el exilio en 1979, con el título de Huelga y represión.

De modo que en mi adolescencia, por demás incomprendida y turbulenta, me aferré a la escritura como un náufrago se aferra a una tabla de salvación, consciente de que por medio de la creación literaria llegaría a ser un hombre libre, ya que la palabra escrita no conoce cárceles que la encierren ni balas que la maten. Así es como en mi adolescencia, hecha de luchas y represiones, de amores y desamores, de pesadillas y esperanzas, decidí dedicarme, casi por una necesidad existencial, al oficio de hilvanar palabras y a contar historias con absoluta libertad, porque sabía que en mi castillo construido con el material y la fuerza de la imaginación, podían convivir en armonía los personajes reales y ficticios que nacían de mi interior como criaturas del alma.

Por eso mismo, siempre pensé que las y los adolescentes, que deseaban escribir sus pensamientos y sentimientos, debían enfrentarse sin temor al papel en blanco o a la pantalla digital; primero, porque uno aprende a escribir escribiendo y, segundo, porque a través de la escritura, en la que uno adquiere sapiencia y experiencia poquito a poco, se aprende a convivir con los ángeles y demonios que, muchas veces, no nos dejan vivir ni dormir en paz.

Ejercer el arte de la escritura, si bien no nos proporciona una vida llena de bienes materiales ni reconocimientos, al menos nos permite ser libres mientras tengamos a mano un tema candente que, más que ser un material explosivo, parece un mechero a punto de encenderse con el fuego de la palabra. Es probable que no se gane en reputación con los pensamientos adversos a los intereses de los poderes de dominación, pero estoy seguro que se gana en experiencia, que es un bien que se aprende cada día de los errores inherentes a la condición humana. La literatura, en este contexto y sin dejar de causar placer estético entre los lectores que se acercan al arte de la palabra escrita, ha sido un ejercicio que permitió liberarme de mis propias ataduras, evitar los tropezones y denunciar las injusticias sociales.

martes, 15 de agosto de 2017


CIRILO JIMÉNEZ, SINDICALISTA REVOLUCIONARIO

La tarde que acudí al acto programado en el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, en homenaje a los caídos en la masacre de San Juan, la madruga del 24 de junio de 1967, me sorprendió ver en la antigua parada de buses un edificio de fachada blanca, flaqueada por el monumento al minero, con un libro en la mano, y el monumento a Ernesto Che Guevara, con el fusil empuñado. Digo que me sorprendió, porque antes de la creación de esta Casa Superior de Estudios, en este mismo lugar estaba la terminal de la Flota Bustillo, cuyos propietarios expropiaron los terrenos de lo que antes fuera un parque al servicio de los llallagueños.

En la parte superior del frontis destaca un escudo y debajo una leyenda que, en letras en alto relieve, dice: Universidad Nacional Siglo XX. Estaba informado de que en la planta baja funcionaban las oficinas administrativas, una sala de exposiciones y otra destinada al comité de recepción; en tanto en la planta alta, había una sala de lectura, una pequeña biblioteca y una amplia sala denominada Paraninfo Galo Luna. Sin embargo, lo que no me habían informado es que, en la entrada principal al edificio, con piso de mosaicos verdes y amarillos, estaba el busto de uno de sus principales fundadores, el legendario luchador minero Cirilo Jiménez Álvarez, quien, desde principios de los años ‘70 y consciente de que los hijos de los mineros y campesinos tenían también derecho a la educación superior, impulsó la creación de la Universidad Obrera, con el objetivo de formar a profesionales que trabajen en los barrios, las minas y el campo, fortaleciendo la conciencia política del pueblo, y no a profesionales cuyo único objetivo es alcanzar un título y escalar en la meritocracia al servicio de los tecnócratas de las clases dominantes.

Cuando vi el busto de don Cirilo, moldeado por el artista Roque Coca y colocado sobre un pedestal de cemento, un guardatojo de minero y un libro, el corazón me latió de una enorme alegría, no sólo porque sabía que se trataba del padre fundador de esta Universidad, el 1 de agosto de 1985, al amparo del Decreto Supremo 20979, firmado por el entonces presidente Hernán Siles Suazo, sino también porque don Cirilo fue su catedrático honorario, su primer Vicerrector y luego Rector, a nombre de la gloriosa Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), organización matriz en la que don Cirilo ejerció la Secretaria de Educación y Cultura, entre 1986-88, y que imprimió su sello revolucionario en la malla curricular, al señalar que la Universidad sería un mecanismo de formación científica para los profesionales orgánicos y antiimperialistas.


Por otro lado, ver la imagen moldeada de don Cirilo me pareció un hecho poco usual y hasta algo insólito, ya que el busto no correspondía a una persona muerta, sino a una persona que todavía estaba viva; un gesto que no siempre suele suceder en nuestro medio, donde los homenajeados primero tienen que estar bajo tierra. No en vano en la plaqueta, que fue descubierta el 1 de agosto de 2010, a modo de conmemorar las Bodas de Plata de esta Casa Superior de Estudios, destaca la siguiente inscripción: Los trabajadores administrativos, docentes de la Universidad Nacional Siglo XX y pobladores de Llallagua rinden su homenaje de agradecimiento al creador y fundador de la UNSXX, Cc. Cirilo Jiménez Álvarez. Y para rematar, la Universidad lo invistió Doctor Honoris Causa en 2013. Por éstas y otras consideraciones, estando tan cerca de él, a quien siempre lo consideré un auténtico sindicalista y un animal político en vías de extinción, dije para mis adentros: ¡Qué carachos! ¡Aquí me tomo una fotografía!

El busto, moldeado con gran sentido estético, quedó casi idéntico al original, pues cualquiera que lo vea, de arriba a abajo, de un costado y de otro, distinguirá los rasgos característicos de la formidable personalidad de don Cirilo; sus ojos de mirada penetrante debajo de sus arqueadas cejas, su nariz recta y sus cabellos recortados al estilo cadete o Firpo, hirsutos como sus mostachos parecidos a las gruesas cerdas de un cepillo, le daban un peculiar aspecto a su perfil de hombre rudo; no en vano entre amigos y camaradas lo llamábamos con cariño: Khisko Cirilo, un sobrenombre que a él no le molestaba en lo más mínimo, no sólo porque estaba acostumbrado a los apelativos que se ponían entre mineros, sino también porque era dueño de una ejemplar autoestima, que lo convertía en el prototipo del luchador obrero, capaz de enfrentarse a los peligros sin más armas que su fortaleza física y resistir en silencio los embates del enemigo, con los puños y los dientes apretados. 

El 23 de junio de 2015, a tiempo de disertar sobre el tema Testimonio y literatura en torno a la masacre de San Juan, en el Paraninfo Galo Luna de la Universidad, no pude resistir a la tentación de confesarles a los presentes que don Cirilo fue como mi segundo padre y que de él, a pesar de su origen de clase, su escasa formación escolar y su condición de obrero de interior mina, aprendí varias cosas elementales de la vida; eso sí, a carajazo limpio, como era la forma de enseñar a los changos de mi época.

Esa misma noche, cuando abandoné el Paraninfo de la Universidad Nacional Siglo XX, se me arremolinaron en la mente una serie de recuerdos que conservaba en la memoria; todos ellos relacionados con don Cirilo, a quien tuve el privilegio de conocerlo desde siempre, desde que en mi casa se hablaba sobre las travesuras de su papagayo, que para él, más que una simple mascota, era como un hijo, hasta que nos fuimos a vivir muy cerca de su casa, ubicada en la Calle Mariscal Santa Cruz, N. 126, cerca de la Avenida María Barzola, de la población de Llallagua. 

Las travesuras del papagayo

Cuando aún era niño, escuché contar una de las historias más fascinantes de la vida de este personaje nacido en el pueblo de Tacaraní, al norte del departamento de Potosí, en 1930. Decían que el día en que el pajarero apareció en las calles del pueblo, empujando una carroza de cartones y cañahuecas, don Cirilo asomó la cabeza a la puerta y constató que ese hombre de aspecto salvaje, que tenía un tocado de plumas y aros ensartados en los labios, vendía aves tropicales en las tierras áridas del altiplano. Don Cirilo, sin lavarse la cara ni afeitarse la barba, se puso la chaqueta de cuero y salió detrás del pajarero, quien, aparte de imitar el trino de un pájaro desconocido, llamaba la atención de los niños con una iguana tendida sobre su hombro.

Cuando el pajarero se instaló en la plaza del pueblo, donde expuso las jaulas que contenían pájaros de todos los colores y tamaños, los curiosos se quedaron pasmados, preguntándose si acaso esas aves provenían de algún Paraíso.

Don Cirilo, atraído por unos pichones que revoloteaban en el nido, se abrió paso entre el tumulto, acercándose a la jaula. El pajarero le enseñó los dientes afilados y le señaló el precio con los dedos de la mano. Don Cirilo le extendió un billete y, colmado de alegría, adquirió el pichón de un papagayo.

Los vecinos, al verlo regresar con el pichón entre las manos y más contento que nunca, dijeron que don Cirilo se adoptó un hijo, puesto que doña Esther, una chola nortepotosina de atractivo rostro y admirables proporciones, no pudo darle un heredero, quizás, pretextando que los revolucionarios están más comprometidos con su causa que con la crianza de los hijos.



Don Cirilo sublimó sus ansias de ser padre en ese pichón de color encarnado, en el cual depositó todas las fuerzas de su cariño. Meses más tarde, ese pichón que entró en su casa, temblando como un pollo mojado, se convirtió en un hermoso papagayo, cuya alzada superó a la del gallo más grande del corral; tenía las alas radiantes como el arco iris, las patas plumosas, el pico curvado y un colorido penacho en la cabeza.

Don Cirilo, además de alimentarlo con frutas y semillas, que el papagayo se llevaba al pico valiéndose de sus patas prensiles, estaba cada vez más fascinado por la destreza lingüística de ese animal que aprendió a imitar la voz humana, a repetir palabras obscenas y frases revolucionarias, que don Cirilo le enseñaba todos los días al llegar del trabajo.

El papagayo, con el transcurso del tiempo, se acostumbró a la vida doméstica y a meterse sigilosamente en el gallinero que había en el patio de la casa, donde se convirtió en el terror de los gallos, que correteaban con los espolones erizados, y en el macho predilecto de las gallinas que, al verlo atravesar el alambrado, empezaban a cacarear como si fueran a poner huevos.

La vida doméstica del papagayo no estaba libre de peligros, como cuando se sentía acosado por el gato negro, que jugaba con las gallinas hasta el cansancio, antes de partirles el pescuezo de un zarpazo y comérselas plumas y todo. Por eso el papagayo, cada vez que advertía la presencia silenciosa del gato, revoloteaba como una mariposa hostigada y, dando brincos por encima de los muebles, chillaba desesperado: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta!, hasta que aparecía la esposa de don Cirilo, quien, blandiendo el palo de la escoba, hacía que el gato saliera al patio disparado como una flecha.

Una mañana, mientras don Cirilo estaba aún tendido en la cama, la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el pecho, un grupo de policías irrumpió en su casa, tumbando la puerta a culatazos y vociferando a voz en cuello:

–¡Está detenido, carajo! ¡Vístase y acompáñenos!

El papagayo, enmudecido por el pánico, voló por encima de las armas de fuego y aterrizó sobre el empedrado del patio, donde la esposa de don Cirilo rompió a llorar a gritos, enjugándose las lágrimas con el borde de la enagua.

Don Cirilo, acostumbrado a las detenciones arbitrarias por parte de las fuerzas represivas del gobierno, se vistió en silencio y cabizbajo, en tanto los policías, de guantes negros y caras cubiertas con pasamontañas, requisaban todos los recovecos de la casa, aventando los objetos sobre el papagayo.


Una semana después, cuando don Cirilo volvió con el cuerpo marcado por las secuelas de la tortura, el papagayo se le trepó hasta el hombro y, acariciándole la mejilla con su penacho, repitió la frase que más le encantaba a don Cirilo: ¡Viva la revolución!...

Don Cirilo no pudo contener la emoción y sintió que las lágrimas le partían la cara, mientras su esposa, abalanzándose a sus brazos y secándole las lágrimas con los besos, le dio la bienvenida. Don Cirilo volvió a la calma, hinchó el pecho y dijo:

–Estos carajos no me cambiaran los ideales ni quitándome la vida.

El papagayo, tras repetidos allanamientos, adquirió un trauma que se reflejaba en la inquietud de su mirada. Sentía un odio instintivo contra todo hombre uniformado y no soportaba la presencia de nadie que llevara un revólver al cinto. De ahí que cuando un policía cruzaba por la calle taconeando sobre el empedrado, el papagayo se balanceaba en su aro de metal bruñido, abría las alas, emitía graznidos y repetía: ¡Alcahuete! ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!... 

Así es como el papagayo de don Cirilo, sin quererlo ni saberlo, se convirtió en el portavoz de los ideales de su dueño, quien lo mimó como a su propio hijo, hasta la noche en que un grupo de policías, en uso de sus atribuciones y cumpliendo órdenes del Ministerio del Interior, decidió allanar su casa, con el firme propósito de acabar con la vida del papagayo que, apenas los vio entrar en patota, aleteó nervioso y, sin dejar de pronunciar las frases que le enseñó don Cirilo, chilló una y otra vez: ¡Hijos de puta! ¡Viva la revolución!...

Ahí nomás, uno de los policías, cansado ya de tolerar los insultos del papagayo, le dio un culatazo de fusil en la cabeza y lo aterrizó contra el piso, el pescuezo partido y las alas desplegadas como abanicos.

La pasión por el fútbol

Algunas veces, desde las primeras horas de la mañana y sobreponiéndose a los frígidos soplos del viento, entrenaba a su equipo de fútbol en una cancha llena de granza, donde habían dos herrumbrosos arcos y ninguna línea marcada en el campo de juego. Entiendo que por entonces había que entrenar a la que te criaste, con la camiseta salpicada de copajira y una pelota envejecida de tanto chutearla. Lo importante era avanzar en la tabla de posición del torneo minero, ya sea entre chorros de sudor o accesos de mal de mina, que luego se compensaba con una buena ronda de cervezas y un buen plato de comida.  

Don Cirilo no en vano fue Secretario de Deportes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), entre 1982-84, aunque ya mucho antes, con el pito en la boca y una verdadera pasión por el fútbol, correteaba junto a los obreros más jóvenes de su sección, donde no faltaban los fanáticos capaces de darlo todo por este deporte que despertaba encendidas discusiones entre los rivales, quienes empezaban insultándose y acababan abrazándose, como resignados a aceptar que en todo deporte existen ganadores y perdedores.  


Don Cirilo fue también uno de los impulsores del campeonato infantil inter-seccional minero, donde jugaban los hijos de los trabajadores de la Empresa Minera Catavi. Aún recuerdo aquel año en que los hijos de los mineros de su sección salieron campeones y sus padres, a modo de incentivarlos con un premio extra, prometieron darles una linda sorpresa: llevarlos a disfrutar de un partido amistoso entre Wilstermann y un equipo argentino cuyo nombre no recuerdo, en el Estadio Félix Capriles de la ciudad de Cochabamba.

La mañana en que iba a partir la flota rumbo a la ciudad valluna, los niños, que habían sido los campeones del torneo inter-seccional de fútbol, tenían los rostros pletóricos de alegría y conversaban en medio de una impresionante algarabía, hasta que me vieron entrar en la flota de la mano de don Cirilo. Estaba claro que yo no formaba parte del equipo, que era un completo desconocido para ellos y, lo que es peor, un simple colador, que no merecía premio extra ni nada que celebrar.

Don Cirilo, al darse cuenta de la reacción de los niños, que no dejaban de mirarme como a una liebre camuflada entre gatos, les explicó que yo era el hijo de un minero que trabajaba en la misma sección donde trabajaban sus padres. Los niños le escucharon callados y, al poco tiempo, volvieron a la chacota, hasta que don Cirilo, luego de darles instrucciones a los padres encargados de acompañar al equipo de rapazuelos, le ordenó al conductor poner en marcha el motor.   



En Cochabamba pasamos la noche en un alojamiento y al día siguiente, que era un sábado de sol radiante, la flota nos trasladó hasta las inmediaciones del Estadio Capriles. Esa fue la primera y única vez en mi vida, y gracias a los buenos oficios de don Cirilo, que vi un partido de fútbol en una cancha reglamentaria y a dos equipos integrados por jugadores profesionales. ¡Toda una sensación!

Los árboles son como los humanos

El año 1974, cuando mi padrastro se encontraba exiliado en una guarnición militar de la capital paraguaya, junto a un grupo de dirigentes sindicales y políticos bolivianos, que fueron víctimas de la represión desencadenada por la Operación Cóndor, mi madre se hizo de tres pequeñas plantas, que tenían las raíces cubiertas con un puñado de tierra y metidas en una bolsa de plástico. Como era natural, me pidió que los plantara en el patio, para ornamentar mejor el pequeño jardín de la casa.

Cogí un pico y una pala, me remangué la camisa hasta los codos y empecé a cavar la tierra que, en esa época del año, estaba tan dura como una roca. En ese momento apareció don Cirilo, quien, a poco de observarme de cerca, me llamó la atención. Me dijo que el diámetro de los hoyos tenían que ser más grandes y tener mayor profundad, porque de lo contrario no podrían desarrollarse las raíces de los pequeños árboles y, consecuentemente, se morirían en un par de semanas.

En un principio, aunque parezca raro, no entendí su razonamiento y mucho menos su explicación. Entonces él, al verme desconcertado y con la cara empapada en sudor, tomó el pico y, con la regia musculatura que exhibía en los brazos, cavó los tres orificios como si nada, pero salpicándome con la tierra que me dejó cubierto de polvo. Introdujo los arbolitos en los orificios y luego los rellenó con la misma tierra que extrajo a punta de pico y pala. Después hizo una pausa, se dirigió hacia a mí y, con la severidad de un maestro que regaña a su alumno, dijo:

–¡Eres un inútil! Cómo no vas a saber que los árboles son como los humanos, que necesitan agua y un terreno blando para vivir. Así que ahora trae un balde de agua para regarlos uno a uno. Este ejercicio tienes que repetir al menos un par de veces a la semana…

Yo me quedé mudo, mirándole de reojo, con la cabeza gacha y las piernas separadas sobre la tierra apisonada. Luego di media vuelta y me apresuré en cumplir su pedido, pero cuando regresé al patio, con el balde lleno de agua, don Cirilo ya no estaba. De modo que a mí me tocó regar los arbolitos desde ese día, sin otro pensamiento que seguir a raja tabla las instrucciones de don Cirilo, quien estaba acostumbrado a decir las verdades con palabras duras y sin temor a herir las sensibilidades. Lo importante es que de él aprendí varias lecciones, aunque sus enseñanzas no siempre eran las más didácticas ni pedagógicas, probablemente, debido a que los conocimientos que compartía con sus semejantes no los aprendió en una institución académica sino en la escuela de la vida. 

El paquete de libros y armas

En otra ocasión, cuando ya había pasado el umbral de la pubertad, fui testigo de un hecho insólito que se me grabó en la memoria con nitidez asombrosa. Fue la mañana de un fin de semana, en que se reunieron sus camaradas convocados, en absoluta confidencia y medidas de seguridad, en el patio de su casa. Yo asistí a esa reunión en compañía de mi padrastro, quien trabajada con don Cirilo en la misma sección de interior mina. Como éramos vecinos y nos comunicábamos a través del patio por el cual cruzaba un riachuelo, donde desembocaban las aguas servidas del Hospital Coposa, nos metimos en el patio de su casa.


Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, escuchamos la voz de don Cirilo, quien, refiriéndose a mi presencia, preguntó:

–¿Qué hace aquí este chango?

Mi padrastro le contestó que no había problemas y que podía estar tranquilo.
        
El calor era sofocante y, poco a poco, llegaron otros obreros por la puerta que daba a la calle. Eran los militantes más fieles de su partido y sus camaradas de mayor confianza. Cuando todos estuvieron reunidos, don Cirilo sacó un pesado cartón de su dormitorio y lo puso sobre la tapia del patio. No dijo qué contenía ni de dónde provenía. Luego procedió a abrirlo, ante la mirada expectante de todos, con la ayuda de un cuchillo.  

Yo permanecí parado cerca de ellos, a unos pasos más atrás, pero sin decir nada y con la mirada puesta en los movimientos que ejecutaba don Cirilo. Cuando se abrió el cartón, como si se tratara del cofre de un galeón averiado en el fondo del mar, todos clavaron la mirada en el interior de esa extraña encomienda, que no llevaba la dirección del remitente, pero sí el nombre de don Cirilo, rotulado con un marcador de grueso calibre.

El cajón contenía ejemplares del libro de Guillermo Lora, que tenía una sobrecubierta a colores, con el título de una supuesta novela, aunque en la verdadera cubierta del libro, que parecía un folleto en edición rústica, se leía: De la Asamblea Popular al golpe fascista. Debajo de los ejemplares de la obra de Guillermo Lora, quien, supuestamente, sabía del envío de este paquete, estaban los Siete ensayos de la realidad peruana, del ideólogo marxista José Carlos Mariátegui. Lo más sorprendente era que debajo de los libros, que don Cirilo los apiló a un costado del cartón, estaban algunas armas de fuego, cuyos cañones cortos, expuestos a la luz del sol, brillaban con todo el fulgor de su belleza.

Don Cirilo sacó las armas una a una, mientras sus camaradas presentes, entre comentarios a media voz y mirándose por el rabillo del ojo, se escogieron los revólveres y las pistolas. Algunos de ellos, apartándose del cartón, incluso apuntaron el arma contra el manto azul del cielo y, con el ojo derecho puesto en el mirador, la pasearon de un lado a otro, como si buscaran un punto fijo, para luego apretar el gatillo y disparar contra el blanco.  


Pasado el mediodía, todos se fueron por donde llegaron, llevándose las armas y los libros. Yo retorné a casa junto a mi padrastro, quien caminaba callado y a paso lento, hasta que de pronto, en un intento por despejar una duda que me asaltó en esa reunión misteriosa y clandestina, le disparé una pregunta a quemarropa:

–¿Cuándo piensan usar las armas?

Mi padrastro no me miró ni me contestó, se tropezó en una piedra y siguió caminando, hasta que llegamos al patio de nuestra casa, tras desandar por el mismo sendero que nos comunicaba con la casa de don Cirilo.

El sindicalista revolucionario

Don Cirilo, sin lugar a dudas, pertenecía a la vieja guardia del sindicalismo revolucionario. Era uno de los cuadros más firmes de su partido, desde que ingresó a trabajar como empleado de Bienestar en 1952 y después en el interior de la mina; una época que le permitió participar, junto a César Lora e Isaac Camacho, en el apasionante trabajo sindical, donde se forjó al calor de los acontecimientos, en el seno mismo de la clase obrera, con una actitud tan inflexible como sus ideales. No en vano sus enemigos políticos le temían y lo tenían como a uno de los pocos dirigentes mineros capaces de defender sus principios ideológicos hasta la hora de su muerte.


Quienes estuvieron con él en las playas de Sora-Sora, en octubre de 1964, contaban que don Cirilo estaba siempre a la cabeza de una columna disciplinada de mineros pertrechados con ametralladoras, fusiles y dinamitas, prestos a tender un cordón de fuego en el campo de batalla, ya sea para impedir el avance de las tropas militares o para lograr una eventual victoria. Por lo tanto, no era exagerado referirse a las impresionantes proezas de don Cirilo, destacándolo como a un audaz combatiente de la revolución proletaria; tampoco era raro que sus compañeros testimoniaran que este hombre de agallas y temperamento volcánico, al grito de ataque o repliegue, brillaba con su mayor esplendor en medio de las ráfagas de ametralladora y los tiros de fusil.

En los años de resistencia contra la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez, lo vi actuar con firmeza y decisión inquebrantables. Algunas veces, compartimos el mismo balcón del Sindicato de Siglo XX, donde arengábamos a las masas reunidas en la Plaza del Minero. No faltó la vez en que, acercándose a mí, con la mirada penetrante y el guardatojo salpicado de copajira, me advirtió: No tienes que hablar en esa asamblea. Te vas a quemar. Hay muchos agentes y crumiros infiltrados. Si nos apresan a los dirigentes sindicales, ¿quiénes nos van a reemplazar en la lucha?...

El régimen de René Barrientos Ortuño, que asesinó a César Lora en 1965 y desapareció a Isaac Camacho en 1967, desató una sañuda persecución contra los dirigentes mineros de Siglo XX y Catavi. Don Cirilo fue retirado de su fuente de trabajo y pasó a experimentar la dura vida clandestina, hasta que en 1970 fue reincorporado como Operador de molienda en la Planta Sink & Float de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).  

Don Cirilo, debido a su carácter poco dado a la hipocresía y las jaranas, era admirado por unos y rechazado por otros. Nunca ocupó el cargo de Secretario General del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de Siglo XX, pero su palabra orientadora era escuchada con atención por sus compañeros. En los momentos más álgidos que vivió la clase obrera, durante los años ‘70 y ‘80, estuvo siempre a la vanguardia y demostró su inquebrantable valor de lucha. Los trabajadores depositaban en él todas sus confianzas, convencidos de que era el hombre indicado para representarlos allí donde había que dar la cara y poner la palabra. Es decir, don Cirilo parecía poseer la tabla de salvación en los conflictos más peliagudos de la lucha sindical.



Su actividad política, para bien o para mal, estaba ligada íntegramente a su vida sindical. Era uno de esos cuadros obreros que, luego de haber dejado el campo y haberse proletarizado en la mina, se convirtió en leal militante de su partido, asimiló las enseñanzas del marxismo-leninismo y fue por varios años el indiscutible delegado de base de su sección, donde algunos de sus opositores, no se cansaban de serrucharle el piso para procurar su caída.

Sus enemigos políticos, siempre que don Cirilo les ponía en su lugar de un solo carajazo, se vengaban con odio y hasta con saña, como ocurrió aquella vez en que los tres hermanos Ramírez se le enfrentaron cobardemente en el interior de la mina. Lo sujetaron de pies y manos, lo golpearon de manera brutal y, para acabar con su vida, lo arrojaron en un buzón de la galería. Por fortuna, la fortaleza física de don Cirilo jugó a su favor. Se agarró como una araña de las salientes de la roca y, mientras los tres hermanos se alejaban del lugar, don Cirilo se dio fuerzas para salir del buzón, como los héroes de las películas que logran salvar sus vidas por un pelo.

Cuando mi madre me avisó que don Cirilo estaba internado en el Hospital de Catavi, con múltiples heridas en la cabeza y el cuerpo, sentí una extraña sensación parecida a la impotencia y el coraje. Me alisté de inmediato y fui a visitarlo. Lo vi tendido de bruces sobre un catre demasiado pequeño para su porte. Me acerqué hasta el velador que estaba al lado de la cabecera, le saludé con el mismo respeto de siempre y, mirándole las vendas que cubrían sus heridas, le pregunté:

–¿Qué le pasó, don Cirilo?

Él me miró fijamente, se tragó un amago de saliva y, enseñándome sus dientes menudos y apretados, contestó:

–No es nada grave. Mañana estaré otra vez de pie y me iré a casa…

Tiempo después de aquel infausto incidente, me enteré que don Cirilo, apenas fue dado de alta y retornó a su trabajo, se enfrentó a los tres hermanos Ramírez, pero está vez, como quien busca una justa revancha: los agarró uno a uno entre las penumbras de la galería y les sacó la entretela a puño limpio. De este modo, los hermanos Ramírez, aquejados por la gentil paliza que les propinó don Cirilo, aprendieron la lección de que no eran los Tres Mosqueteros y mucho menos machos nacidos para enfrentarse solos en un combate cuerpo a cuerpo.


Así era don Cirilo, un hombre de palabras y acciones, un dirigente sindical dispuesto a la batalla y un militante que lo daba todo por el todo. Lo pude comprobar las veces que nos cruzamos en el activismo revolucionario contra la dictadura de Hugo Banzer Suárez, cuando participábamos en las apoteósicas asambleas de la Plaza del Minero, en cuyo balcón de oradores del Teatro Sindical Federico Escóbar Zapata, cruzábamos nuestras miradas sin dirigirnos la palabra; cuando participamos en el Congreso Nacional Minero de Corocoro, en mayo de 1976, donde él asistió como delegado de los mineros de Siglo XX y quien firma este texto en representación de la Federación de Estudiantes de Secundaria de la provincia Rafael Bustillo; y, poco tiempo después, exactamente el 9 de junio de 1976, cuando las tropas militares intervinieron los centros mineros, nos reencontramos en la reunión que se efectuó en la bocamina de Siglo XX, donde se determinó, por votación unánime, que los dirigentes de los mineros, amas de casa y estudiantes, debían refugiarse en el interior de la mina, para evitar la represión y el descabezamiento de la resistencia organizada contra la dictadura militar.

Don Cirilo, con la convicción propia de los dirigentes revolucionarios, demostró toda su pasta de organizador clandestino, porque se daba modos de mantenerse en contacto permanente con los obreros de exterior mina, quienes, paso a paso y a través de un teléfono a manivela, le transmitían las noticias en torno a las acciones de las tropas militares en la población de Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX, Catavi y Cancañiri. En realidad, don Cirilo, un hombre más práctico que teórico, demostró, una vez más, que la lucha sindical se la podía realizar incluso desde el interior de la mina, como en los tiempos en que Isaac Camacho organizó y dirigió los sindicatos clandestinos para enfrentarse al régimen de René Barrientos Ortuño.


Al cabo de unos días, cuando don Cirilo fue informado de que los militares y agentes del gobierno estaban planificando ingresar a la mina, se realizó una reunión de emergencia y se decidió abandonar las galerías lo antes posible. Así que unos salieron por la bocamina de Siglo XX y otros por las bocaminas de Cancañiri y Socavón Patiño. Ésa fue la última vez que lo vi a don Cirilo, actuando con serenidad y cautela, refiriéndose a sus compañeros con palabras de aliento y moviéndose con las mismas energías de siempre.