MILAN
KUNDERA, EL ESCRITOR DISIDENTE
Este
escritor checoslovaco nació en Brno, en 1929, y falleció en París, en 2023. Ya
durante la Primavera de Praga ejercía
la cátedra de cinematografía y escultura. Su novela, La broma (1967), batió el récord de ventas en todas las librerías.
Solo en 30 días se agotaron más de 120.000 ejemplares. Cuando se la llevó a la
pantalla, fue la película más taquillera del año.
Obtuvo
el Premio de la Unión de Escritores Checoslovacos en 1968. Luego del proceso de
liberalización, que fue derrotado por los tanques del Pacto de Varsovia, La broma fue prohibida y retirada de las
bibliotecas, acusada de que su leitmotiv
reivindicaba la imagen de Trotsky y se burlaba de los lemas sagrados de la
época estalinista.
Milan
Kundera se estableció en París desde 1975 y desde 1979 fue privado a su
nacionalidad. A poco de abandonar su ciudad, encandilado por la gran rebelión
húngara, la Primavera de Praga y los
movimientos estudiantiles polacos de 1958, 1968 y 1970, intentó explicar el
avasallamiento cultural del que estaba siendo objeto su país por parte de una
potencia limítrofe, con la que jamás tuvo ningún contacto a lo largo de su
milenaria historia.
Cada
vez que dictaba una conferencia o concedía una entrevista, aprovechaba el menor
resquicio para denunciar los atropellos que cometía la Unión Soviética en
contra de la libertad de expresión en Checoslovaquia, debido a que algo
semejante no había ocurrido ni siquiera bajo la ocupación del nazismo alemán
durante la Segunda Guerra Mundial.
Me veo a mí
mismo como uno de los últimos artistas de la gran cultura centroeuropea, que
está a punto de ser masacrada –decía–, porque lo que está pasando en Europa central es precisamente la masare
de su cultura (…) Todo proviene de allí: el psicoanálisis, el estructuralismo,
la dodecafonía, el teatro del absurdo.
A
pesar del regusto de la nostalgia y la ira acumulada, Kundera era un autor
leído y reconocido en los países de Occidente. Recibió muchos premios y diversas
distinciones. Sus novelas: La broma, La
vida está en otra parte, El libro de la risa y el olvido y La insoportable levedad del ser, han
sido traducidas a varios idiomas.
Parece
extraño, pero sus libros son similares en forma y contenido. La primera tiene
su germen en los años del estalinismo en Bohemia y su declive en 1965, la
segunda recoge los acontecimientos que conmovieron a su país en 1968 y El libro de la risa y el olvido cuenta
la historia de una hermosa mujer, cuyo exilio va borrando de su mente a su esposo,
su ciudad y los recuerdos de su pasado. Son libros que están lejos de parecerse
a las novelas históricas y a las crónicas políticas, ya que para Kundera, la
creación literaria, más que ser una sarta de verdades morales o una fuente de
profecías sociales, es la síntesis de la filosofía, la narración, los sueños y
la autobiografía. No me gusta reducir la
literatura a una lectura política –sostenía–, aunque la palabra disidente significa suponerle a uno una literatura
de tesis. En efecto, Kundera hacía mucho que trazó la línea divisoria entre
el verdadero valor estético de la novela y la profecía política del ensayo o el
panfleto literario de segunda categoría.
Como
pocos de los intelectuales de los países del Este exiliados en Occidente, Milan
Kundera se sentía incómodo en su papel de disidente, ya que, a pesar de estar
lejos de su tierra, vibraba junto a los acontecimientos que sacudían a Europa
central, donde la buena literatura brillaba por su ausencia, y no porque
faltaran artesanos de la palabra escrita, sino porque publicar esta literatura
implicaba someterse a una censura puntillosa o bien arriesgarse en el azaroso
mundo de las ediciones clandestinas.
Milan Kundera, al margen de sus novelas salpicadas de erotismo y exentas de todo realismo mágico, ha publicado innumerables artículos que versa sobre el arte de escribir y la situación geopolítica de los países que dependían de la Unión Soviética.
Este escritor checo, que tenía los pies puestos en Occidente y su corazón en el Este, entró y salió de París, esperanzado en que algún día pudiera retornar a la ciudad que lo vio nacer, y confiado en que el movimiento popular polaco, organizado en torno a Solidaridad, pudiera arrancar mayores concesiones al régimen de Jaruselsky. Mientras tanto, siguió siendo un disidente que se comparaba con el piano de Frédéric Chopin: Pienso a menudo en Chopin –confesó–. La ocupación rusa le impide volver a su Polonia nativa (…) En Varsovia, catorce años después de su muerte, los soldados rusos tiran su piano por la ventana del cuarto piso. Hoy toda la cultura de Europa central comparte la suerte del piano de Chopin.
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