GUILLERMO LORA,
IDEÓLOGO DEL PROLETARIADO
BOLIVIANO
No lo conocí en mi
infancia, a pesar del vínculo familiar que nos une. Sin embargo, por los
elogiosos comentarios que escuché sobre su vida y obra, siempre lo imaginé como
a un hombre excepcional, quizás porque inspiraba un profundo respeto entre los
suyos o, quizás, porque entonces era ya un personaje que formaba parte de la
historia nacional y universal; destacó como una de las mentes más lúcidas de la
intelectualidad latinoamericana y como el líder indiscutible de una de las
organizaciones políticas más influyentes en el seno del movimiento obrero del
siglo XX.
A mediados de 1975, tras
la escisión del Partido Obrero Revolucionario (P.O.R.) y en vísperas de la
realización del XXIII Congreso en la ciudad de La Paz, me enfrenté por primera
vez a ese personaje legendario, cuyo nombre me pesaba en la mente y que de sólo
mirarlo a los ojos me provocó una sensación de inferioridad, a tal extremo que,
ante su mirada fija y penetrante, se me desordenaron las ideas y las palabras.
Estaba sugestionado por su personalidad que se imponía de manera natural y no
salía de mi asombro luego de haberle estrechado la mano y habernos fundido en
un abrazo silencioso pero afectivo.
Clausurado el Congreso,
aquella frígida mañana de junio, aguardamos el alba para ganar la calle y
desaparecer de la vigilancia policial. Todos tomaron su rumbo y yo el rumbo que
tomó Guillermo. Mientras recorrimos por las calles empinadas de la ciudad,
hacia la casa donde estaba clandestino, no volví a mirarle a los ojos, me
limité a escuchar su voz que desprendía vahos al salir de su boca. No recuerdo
con exactitud lo que me dijo, pero sí el instante en que un peso descomunal se
me instaló en el cuerpo y descendió vertiginosamente hacia mis pies, como si
por primera vez estuviese experimentando la ley de la gravedad.
Desde ese momento, que
para mí se hizo eterno, caminé con pies de plomo, no por el cansancio ni el
desvelo, sino porque estaba al lado de un hombre en el que uno podía hallar
toda la seguridad del mundo; esa seguridad que viene acompañada por las
convicciones ideológicas, los avatares de la vida y la experiencia de quien
aprendió a foguearse en los períodos más álgidos de los regímenes dictatoriales
y la represión política.
Cuando llegamos a la
casa, luego de trepar por una calle angosta desde donde se podía dominar una
parte de la ciudad, ascendimos por unas gradas hacia un patio en el que había
un cuartucho del tamaño de una celda, y por cuya puerta, de algo más de un
metro de alto, se deslizó Guillermo agachando la cabeza. En el interior no
había más que lo indispensable: una cama, una máquina de escribir y una caja
sobre la cual estaba la estufa para cocinar. No podían faltar los libros,
folletos, periódicos y, debajo de la cama, un orificio donde se escondía el
mimeógrafo cubierto por un cartón camuflado con una capa de tierra escarbada
del mismo piso.
En ese cuartucho donde
apenas cabíamos los dos, pero que en mi imaginación se tornaba en un
maravilloso castillo de sólo pensar que estaba al lado de una biblioteca viva y
un analista político de primera línea, aprendí a conocer el mundo fascinante
del panfletista. Allí pasé varios días como en estado de levitación y dormí
varias noches acurrucado a los pies de Guillermo, observando de soslayo todo lo
que hacía y escuchando con atención todo lo que decía. Tanto sus acciones como
sus palabras dignificaban una vida dedicada a la investigación, la polémica y
la crítica implacable contra los gobiernos oligárquicos, nacionalistas,
dictatoriales, neoliberales y pro-imperialistas.
No es exagerado afirmar
que su persona, desde la alborada hasta el ocaso, encarnaba una disciplina
admirable y era un ejemplo del revolucionario que no escatima esfuerzos en el
cumplimiento de su deber, a pesar de las privaciones impuestas por la dura vida
clandestina. Escribía desde las primeras horas de la mañana y leía hasta muy
entrada la noche, casi siempre con un bolígrafo al alcance de la mano.
De aquello días que pasé
con ese hombre que hizo de la pasión revolucionaria el eje de su vida y obra,
recuerdo dos anécdotas: la primera, la tarde en que olvidé comprárselo el
periódico, sin sospechar que para él era como el pan de cada día y, la segunda,
aquella mañana en que, sentado en el borde de la cama y con la máquina de
escribir sobre las rodillas, redactaba un artículo directamente en el esténcil
mientras conversaba conmigo.
A tiempo de despedirnos,
me prometí a mí mismo que, de repetirse la experiencia de pasar unos días junto
al máximo exponente del marxismo boliviano, se lo compraría el periódico sin
falta y no volvería a incurrir en el error de discutirle con argumentos propios
de la estupidez humana.
Dos años más tarde, a
principios de junio de 1977, cuando ya me encontraba en el exilio, nos vimos en
una conferencia organizada por el CORCI en París, donde asistí con la firme
decisión de plantearle mi retorno a Bolivia; más todavía, quería retornar junto
con él, quien tenía pensado ingresar clandestinamente por la frontera del Perú.
Mi sueño no se concretizó; por el contrario, un cruce de palabras y un
malentendido nos distanció de una manera por demás extraña.
Desde entonces no volví a
conversar a solas con Guillermo, pero su imagen, de hombre pulcro e
inteligente, permaneció viva e intacta en mi memoria. Cuando me llegó la fatal
noticia de su deceso, sentí que se nos fue el mejor bolchevique boliviano. No
obstante, así sus enemigos batan palmas y se regocijen por su partida, tengo la
certeza de que su obra, reunida en casi setenta volúmenes, le sobrevivirá en el
tiempo y el espacio, debido a que constituye un invalorable legado en manos de
los revolucionarios y estudiosos de la historia del movimiento obrero
boliviano.
A mí me tocará leer y
releer sus escritos relacionados con el arte y la literatura; una temática que
conocía a fondo y a la cual dedicó buena parte de su talento y energía,
consciente de que la realidad social se refleja en las distintas facetas de la
creación humana; una tesis que no dudó en sostener a lo largo de su vida, desde
cuando fue cautivado en su juventud por el libro “Literatura y revolución”, de
León Trotsky.
No sé si algún día,
siguiendo al pie de la letra sus consejos, me anime a escribir eso que él
denominaba la gran novela minera, pero de una cosa sí estoy seguro: jamás
aprenderé a escribir mientras converso, porque esa destreza natural de hablar y
escribir al mismo tiempo, era un don que sólo tenía Guillermo, un hombre que definió su
conciencia y vocación revolucionaria desde el día en que su padre, que
ocasionalmente se encontraba en Oruro, le enseñó una fotografía en el taller de
peluquería de Gumercindo Rivera, sobreviviente de la masacre de Uncía.
Allí -recuerda Guillermo-, su padre, don Enrique Lora,
puso la fotografía ante sus ojos azorados y preguntó: ¿Dónde estoy? Ahí,
casi al centro, estaba Enrique Lora, lleno de carnes, de mediana estatura, en
plena juventud y ostentando espesos bigotes y sombrero embarquillado; es más,
en la fotografía “se veía el suelo cubierto de toscas frazadas tejidas por
manos indias, que cubrían varios cadáveres, rodeados por un grupo de personas
de aire desafiante, aunque melancólico y que sostenían un estandarte que
llevaba la inscripción de 'Federación Obrera.' La escena trasudaba tragedia.
Las palabras
citadas, que forman parte del prólogo de La historia del movimiento obrero,
su obra cumbre recogida en varios tomos, nos dan la pauta para entender mejor
el porqué Guillermo Lora se hizo revolucionario profesional y dedicó su vida a
la causa de la dirección política del proletariado; una causa sustentada por
sólidos principios ideológicos que no abandonó hasta la hora de su muerte, acaecida
en la ciudad de La Paz, el 17 de mayo de 2009.
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