domingo, 20 de octubre de 2019


EL MERCADER PARALÍTICO

Había una vez un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas tierras y riquezas, un numeroso séquito de hombres guerreros y un grupo de damas de compañía integrado por las mujeres más bellas de su palacio, donde todo era asombro y maravilla. Los salones estaban suntuosamente revestidos con tapices y mosaicos labrados a mano. En el centro del jardín interior, ornamentado con piedras preciosas, árboles frutales y pájaros exóticos, lucía una fuente flanqueada por leones de oro carmesí, de cuyas fauces brotaban como perlas los chorros de agua cristalina.

El mercader, aunque vivía rodeado de riquezas y damas de compañía, padecía de un extraño mal que, a lo largo de su vida, le resultó un problema tan grande como su señorío. No podía ponerse de pie ni desplazarse de un lado a otro, pues tenía las piernas tiesas como las piernas de una estatua de mármol. Nadie sabía a qué se debía semejante parálisis. Lo más triste era que no había médico, ni sabio ni brujo, capaz de dar con un eficaz remedio para curar la desgracia que lo tenía postrado en un diván.

Los más viejos y de confianza de su séquito decían que este mal heredó junto a los bienes que dejó su padre, quien era uno de los mayores mercaderes en el mundo árabe. Pero lo que no decían, por tratarse de un secreto celosamente guardado, era que la parálisis se debía al arte de encantamiento de una vieja hechicera, quien cumplió la misión de causarles con sus artilugios un terrible daño a él y a su madre.

La vieja hechicera, que se puso al servicio de una de las amantes celosas y resentidas del padre del mercader, roció el líquido de un pequeño frasco sobre las piernas del niño recién nacido y una cuantas gotas sobre la nuca de su madre, de modo que él quedara paralítico de medio cuerpo y ella perdiera el habla y una parte de la memoria.
 
Un tiempo después, cuando murió el padre del mercader tras un ataque cardíaco que lo fundió en el acto, su madre, que no hacía otra cosa que dar vueltas y vueltas en los predios del jardín, desapareció un día del palacio, sin que nadie la viera salir por una ventana que daba a un bosque aledaño. Así fue cómo el mercader, que aún era un niño de pecho, quedó al cuidado de las nodrizas que lo amamantaron y cuidaron como a su propio hijo.

Cuando el mercader alcanzó la mayoría de edad, resolvía los problemas de sus negocios y los quehaceres en el palacio desde su alcoba, gracias al servicio de sus damas de compañía y al efectivo trabajo de su séquito de colaboradores. Pasaba los días jugando partidas de ajedrez y meditando en su situación de hombre joven, soltero y acaudalado. Pero, sobre todo, en su invalidez endémica que no le permitiría ser marido ni padre.

La vida de un hombre sin mujer ni hijos no es vida, pensaba el mercader cada vez que le embargaba la tristeza. Sus damas de compañía, al verlo con el cuerpo paralizado desde la cintura hasta los pies, no hacían más que consolarlo con besos y caricias, que él sabía recompensarles con perfumes, telas y alhajas traídas desde las exóticas tierras de los califatos árabes.

Así pasaba sus días, hasta que una mañana, bajo un cielo diáfano y soleado, se presentó en el pórtico del palacio una mujer vieja y encorvada, vestida en harapos y con los pies descalzos. Rogó a los centinelas del palacio dejarla entrar porque le urgía hablar personalmente con el mercader. Éstos le preguntaron si era posible, Y, el mercader, como todo hombre bondadoso y de corazón sensible, aceptó que la hicieran pasar. Entonces ella entró, deslizándose sobre la punta de los pies, hasta la alcoba donde estaba postrado el mercader. Se le acercó haciéndole reverencias con la cabeza, le besó en las enjoyadas manos y le dijo:
   
–Señor, mi gran señor. Acudo a su persona para que me acoja en su palacio como una esclava entre las esclavas. A cambio de su bondad, piedad y hospedaje, sabré agradecerle liberándolo del mal que padece.

Cuando el mercader oyó las palabras de la mujer, que parecía de humilde condición pero que se expresaba con ademanes de ilustre dama, sintió que se le iluminó la razón y el corazón. Y, desde luego, no dudó en dispensarle una hospitalaria acogida en su palacio. Ordenó a sus damas de compañía, que hasta entonces permanecían asombradas y boquiabiertas ante la escena, bañarla y vestirla con ricos trajes y, después de ofrecerle un banquete con los mejores manjares, ubicarla en los aposentos más cómodos del palacio.

–¡Bendito sea Alá, que es sabio, grande y poderoso! –exclamó la mujer, con un rocío de lágrimas humedeciéndole las mejillas y sin dejar de darle las gracias al mercader ni colmarlo de alabanzas.

El mercader se despidió de la anciana y, dirigiéndose a sus damas de compañía, pidió que la acompañaran hacia su nueva vida en el palacio.

La primera noche que la anciana huésped estuvo sola en sus aposentos, sacó del bolsillo de su raída túnica un saquito y del saquito el frasco que, después de muchas idas y venidas, le arrebató a la hechicera para revertir el encantamiento. Ella se echó unas gotas sobre la nuca y, al término de agitarse como de pies a cabeza, se transformó en  la misma mujer encantadora de cuando vivía con el padre del mercader; tenía una espléndida hermosura y una elocuencia verbal que daba gusto oírla. Sus cabellos eran tan oscuros que parecían formar parte de la noche, mientras su lozana piel tenía un tono tan blanco y puro como la plata virgen capaz de iluminar la noche. Sus labios eran los pétalos de una rosa y sus ojos estrellas de ámbar negro. Además, era mujer excepcional no sólo porque desprendía un amor puro e incondicional desde el fondo de su corazón, sino también porque poseía el don de entender el lenguaje de los animales y el canto de los pájaros.

Al día siguiente, la madre del mercader, que dejó de ser la haraposa anciana, hizo lo que tenía pensado: rociar el líquido que tenía poderes mágicos sobre las piernas agarrotadas de su hijo. Salió de sus aposentos con el frasco en la mano y, sin que nadie la reconociera, ni los hombres del séquito, ni las damas de compañía, recorrió a paso ligero por los corredores del palacio y se metió en la alcoba del mercader, quien a esas horas estaba reponiendo sus fuerzas en su siesta habitual.

Su madre se le acercó y, aprovechando que estaba dormido sobre un mullido diván, le levantó la túnica y le vertió el líquido sobre las piernas diciéndole: Por fin quedarás liberado de la prisión en la que te tenía encerrado tu propio cuerpo, desde la vez en que la malvada hechicera te quitó la facultad de caminar sobre tus pies.
 
El mercader, todavía dormido, salió de su encantamiento y recobró la salud completa en un instante. Cuando despertó y abrió los ojos, sintió que su cuerpo estaba más liviano que nunca, como si durante el sueño hubiese adquirido la capacidad de remontar vuelo con la facilidad de los pájaros. Se miró el cuerpo entero, miró sus piernas, que se movían como si tuvieran vida propia, y se puso de pie por primera vez. Dio saltos de júbilo sobre la alfombra y, al intuir que la mujer que estaba en la alcoba era su madre, se maravilló hasta más no poder, mientras ella rompió a llorar de felicidad. Se tomaron de las manos y se abrazaron efusivamente, regocijándose porque volvieron a reencontrarse después de tantos años de no haberse visto ni haber compartido el natural cariño que une a una madre y a un hijo.

Al final, ambos elevaron sus alabanzas al todo poderoso, por haberles permitido volver a juntar sus almas en el mismo palacio que un día perteneció al padre del mercader, quien murió aferrado a la esperanza de que un buen día se reencontraran los dos seres más amados de su vida: su mujer y su hijo.

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