EL MERCADER PARALÍTICO
Había una vez un mercader entre los mercaderes, dueño de
numerosas tierras y riquezas, un numeroso séquito de hombres guerreros y un
grupo de damas de compañía integrado por las mujeres más bellas de su palacio,
donde todo era asombro y maravilla. Los salones estaban suntuosamente
revestidos con tapices y mosaicos labrados a mano. En el centro del jardín
interior, ornamentado con piedras preciosas, árboles frutales y pájaros
exóticos, lucía una fuente flanqueada por leones de oro carmesí, de cuyas
fauces brotaban como perlas los chorros de agua cristalina.
El mercader, aunque vivía rodeado de riquezas y damas de
compañía, padecía de un extraño mal que, a lo largo de su vida, le resultó un
problema tan grande como su señorío. No podía ponerse de pie ni desplazarse de
un lado a otro, pues tenía las piernas tiesas como las piernas de una estatua
de mármol. Nadie sabía a qué se debía semejante parálisis. Lo más triste era
que no había médico, ni sabio ni brujo, capaz de dar con un eficaz remedio para
curar la desgracia que lo tenía postrado en un diván.
Los más viejos y de confianza de su séquito decían que
este mal heredó junto a los bienes que dejó su padre, quien era uno de los
mayores mercaderes en el mundo árabe. Pero lo que no decían, por tratarse de un
secreto celosamente guardado, era que la parálisis se debía al arte de
encantamiento de una vieja hechicera, quien cumplió la misión de causarles con
sus artilugios un terrible daño a él y a su madre.
La vieja hechicera, que se puso al servicio de una de las
amantes celosas y resentidas del padre del mercader, roció el líquido de un
pequeño frasco sobre las piernas del niño recién nacido y una cuantas gotas
sobre la nuca de su madre, de modo que él quedara paralítico de medio cuerpo y
ella perdiera el habla y una parte de la memoria.
Un tiempo después, cuando murió el padre del mercader
tras un ataque cardíaco que lo fundió en el acto, su madre, que no hacía otra
cosa que dar vueltas y vueltas en los predios del jardín, desapareció un día
del palacio, sin que nadie la viera salir por una ventana que daba a un bosque
aledaño. Así fue cómo el mercader, que aún era un niño de pecho, quedó al
cuidado de las nodrizas que lo amamantaron y cuidaron como a su propio hijo.
Cuando el mercader alcanzó la mayoría de edad, resolvía
los problemas de sus negocios y los quehaceres en el palacio desde su alcoba,
gracias al servicio de sus damas de compañía y al efectivo trabajo de su
séquito de colaboradores. Pasaba los días jugando partidas de ajedrez y
meditando en su situación de hombre joven, soltero y acaudalado. Pero, sobre
todo, en su invalidez endémica que no le permitiría ser marido ni padre.
La vida de un hombre sin mujer ni hijos no es vida, pensaba el mercader cada vez que le embargaba la tristeza. Sus damas de
compañía, al verlo con el cuerpo paralizado desde la cintura hasta los pies, no
hacían más que consolarlo con besos y caricias, que él sabía recompensarles con
perfumes, telas y alhajas traídas desde las exóticas tierras de los califatos
árabes.
Así pasaba sus días, hasta que una mañana, bajo un cielo
diáfano y soleado, se presentó en el pórtico del palacio una mujer vieja y
encorvada, vestida en harapos y con los pies descalzos. Rogó a los centinelas
del palacio dejarla entrar porque le urgía hablar personalmente con el
mercader. Éstos le preguntaron si era posible, Y, el mercader, como todo hombre
bondadoso y de corazón sensible, aceptó que la hicieran pasar. Entonces ella
entró, deslizándose sobre la punta de los pies, hasta la alcoba donde estaba postrado
el mercader. Se le acercó haciéndole reverencias con la cabeza, le besó en las
enjoyadas manos y le dijo:
–Señor, mi gran señor. Acudo a su persona para que me
acoja en su palacio como una esclava entre las esclavas. A cambio de su bondad,
piedad y hospedaje, sabré agradecerle liberándolo del mal que padece.
Cuando el mercader oyó las palabras de la mujer, que
parecía de humilde condición pero que se expresaba con ademanes de ilustre
dama, sintió que se le iluminó la razón y el corazón. Y, desde luego, no dudó
en dispensarle una hospitalaria acogida en su palacio. Ordenó a sus damas de
compañía, que hasta entonces permanecían asombradas y boquiabiertas ante la
escena, bañarla y vestirla con ricos trajes y, después de ofrecerle un banquete
con los mejores manjares, ubicarla en los aposentos más cómodos del palacio.
–¡Bendito sea Alá, que es sabio, grande y poderoso!
–exclamó la mujer, con un rocío de lágrimas humedeciéndole las mejillas y sin
dejar de darle las gracias al mercader ni colmarlo de alabanzas.
El mercader se despidió de la anciana y, dirigiéndose a
sus damas de compañía, pidió que la acompañaran hacia su nueva vida en el
palacio.
La primera noche que la anciana huésped estuvo sola en
sus aposentos, sacó del bolsillo de su raída túnica un saquito y del saquito el
frasco que, después de muchas idas y venidas, le arrebató a la hechicera para
revertir el encantamiento. Ella se echó unas gotas sobre la nuca y, al término
de agitarse como de pies a cabeza, se transformó en la misma mujer encantadora de cuando vivía
con el padre del mercader; tenía una espléndida hermosura y una elocuencia
verbal que daba gusto oírla. Sus cabellos eran tan oscuros que parecían formar
parte de la noche, mientras su lozana piel tenía un tono tan blanco y puro como
la plata virgen capaz de iluminar la noche. Sus labios eran los pétalos de una
rosa y sus ojos estrellas de ámbar negro. Además, era mujer excepcional no sólo
porque desprendía un amor puro e incondicional desde el fondo de su corazón,
sino también porque poseía el don de entender el lenguaje de los animales y el
canto de los pájaros.
Al día siguiente, la madre del mercader, que dejó de ser
la haraposa anciana, hizo lo que tenía pensado: rociar el líquido que tenía
poderes mágicos sobre las piernas agarrotadas de su hijo. Salió de sus
aposentos con el frasco en la mano y, sin que nadie la reconociera, ni los
hombres del séquito, ni las damas de compañía, recorrió a paso ligero por los
corredores del palacio y se metió en la alcoba del mercader, quien a esas horas
estaba reponiendo sus fuerzas en su siesta habitual.
Su madre se le acercó y, aprovechando que estaba dormido
sobre un mullido diván, le levantó la túnica y le vertió el líquido sobre las
piernas diciéndole: Por fin quedarás
liberado de la prisión en la que te tenía encerrado tu propio cuerpo, desde la
vez en que la malvada hechicera te quitó la facultad de caminar sobre tus pies.
El mercader, todavía dormido, salió de su encantamiento y
recobró la salud completa en un instante. Cuando despertó y abrió los ojos,
sintió que su cuerpo estaba más liviano que nunca, como si durante el sueño
hubiese adquirido la capacidad de remontar vuelo con la facilidad de los
pájaros. Se miró el cuerpo entero, miró sus piernas, que se movían como si tuvieran
vida propia, y se puso de pie por primera vez. Dio saltos de júbilo sobre la
alfombra y, al intuir que la mujer que estaba en la alcoba era su madre, se
maravilló hasta más no poder, mientras ella rompió a llorar de felicidad. Se
tomaron de las manos y se abrazaron efusivamente, regocijándose porque
volvieron a reencontrarse después de tantos años de no haberse visto ni haber
compartido el natural cariño que une a una madre y a un hijo.
Al final, ambos elevaron sus alabanzas al todo poderoso,
por haberles permitido volver a juntar sus almas en el mismo palacio que un día
perteneció al padre del mercader, quien murió aferrado a la esperanza de que un
buen día se reencontraran los dos seres más amados de su vida: su mujer y su
hijo.
Un relato muy interesante, gran escritor!
ResponderEliminarUn relato muy interesante, gran escritor!
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