jueves, 7 de julio de 2022

 

ELEGÍA A RENÉ PATZI, EL CANTAUTOR DEL PUEBLO

René Patzi, el leal amigo y compañero de innumerables hazañas, aunque murió en Oruro, siempre será recordado como el eximio músico y cantautor llallagueño, porque en esta tierra, de valerosos mineros e indomables amas de casa, trascurrió su infancia y adolescencia. Así en vida haya transitado por lejanas tierras, jamás dejó de cobijar en su fuero interno el sincero deseo de enterrarse en el cementerio de Llallagua, en este jirón patrio donde aprendió a templar no solo su guitarra y su voz, sino también sus ideales que se forjaron al lado izquierdo donde palpitaba su corazón. Supo atesorar los mejores pensamientos y sentimientos de los desposeídos y supo ser un verdadero amigo de los amigos.

Lo conocí desde la escuela primaria, fuimos compañeros de banco y de aventuras infantiles en la Escuela Jaime Mendoza. Después seguimos nuestros estudios en el Colegio 1ro de Mayo, donde organizamos células de estudiantes revolucionarios, quienes no cesaban de agitar contra la dictadura militar de los años ‘70, siempre en sincronía con el movimiento sindical minero y el comité de amas de casa. Algunas veces, cubiertos con pasamontañas para no ser identificados, nos dedicábamos a distribuir volantes y panfletos subversivos en Catavi, Siglo XX y Llallagua.

Mientras realizábamos esta actividad clandestina, casi siempre burlando la vigilancia policial, él no paraba de comprar instrumentos musicales del folklore nacional ni dejaba de agrupar a un conjunto de muchachos para que lo acompañaran, con bombos, quenas y charangos, en las horas cívicas del colegio, donde sus presentaciones eran las más solicitadas por los y las estudiantes mayenses. Un día de esos, me propuso tocar el bombo en su conjunto. Yo le dije que cada cual tenía una misión en la vida, que su oficio era hacer música, pero música protesta, y que el mío era organizar células para hacer la revolución de obreros y campesinos.

René Patzi era un ser que no dejaba de tener ocurrencias ni dejaba de sorprenderse con las curiosidades y especulaciones esotéricas propias de las seudociencias populares. Por ejemplo, un día después de clases, me ensenó una revista, con ilustraciones a todo color, dedicada a la teoría de la Atlántida, la isla que, según el relato del filósofo griego Platón, sucumbió bajo las tormentosas olas del mar y fue cubierta por grandes masas de lodo. Lo que no se sabía, a ciencia cierta, era en qué lugar y cuándo sucedió exactamente el diluvio, salvo que la Atlántida estaba habitada por seres gigantes, algunos con un solo ojo en la frente y otros con los pies grandes como las patas de dinosaurio; una leyenda de la tradición oral que, como a todo adolescente curioso y de espíritu sensible, le llamaba poderosamente la atención, hasta el extremo de que creía que la Atlántida estaba ubicada en las costas del Océano Atlántico, en el extremo sur del continente americano, más exactamente en la Patagonia argentina o en la Zona Austral de Chile. Al final de nuestra conversación sobre la desaparecida Atlántida, me preguntó: ¿Y tú crees que haya existido esa antigua civilización? No lo sé, le contesté. Mientras no haya pruebas concretas, no sé en qué creer, pero como bien dice el proverbio: Ver para creer.

Más de una vez se nos ocurrió la idea de realizar excursiones hacia los escarpados cerros y las áridas pampas del norte de Potosí, con la finalidad de hacer prácticas guerrilleras, inspirados por las experiencias foquistas que estallaron en las montañas de Ñancahuazú y Teoponte. Recuerdo, asimismo, que en uno de esos entrenamientos de tres días, nos quedamos sin víveres antes de tiempo, así que René Patzi, recordando los platos de comida y los panes menospreciados en la casa de su señora madre, se puso a llorar de hambre, como evidenciando que la vida del guerrillero era más sacrificada que la idea romántica que nosotros teníamos de ellos.

En otra ocasión, cuando volvimos al campo para recolectar insectos y luego armar nuestros insectarios en la clase de Ciencias Naturales, René Patzi tuvo la ocurrencia de llevarse dos conservas de sardinas con tomate, que su señora madre, dedicada a la venta de coca, alcohol, cigarrillos y otras mercaderías, le entregó sacando de uno de los estantes que tenía en la tienda. Él las tomó como si se trataran de verdaderos majares. Estando ya en las cercanías del pueblito Nueva Granada, y al cabo de haber buscado, debajo de las piedras y arbustos, arañas, alacranes y otras alimañas, nos las zampamos entre los seis muchachos que formaban parte de la aventura. Minutos más tarde, empezamos a sentir dolores en el estómago, nos pusimos blancos como el papel y acabamos lanzando lo ingerido a orillas de un riachuelo. Solo entonces caímos en la cuenta de que las sardinas tenían la fecha de vencimiento caducada desde hacía más de dos años. De modo que, entre retorcijones de estómago y dolores de cabeza, todos acabamos tendidos y desparramados como soldados derrotados en una batalla que nunca se libró; una experiencia que, sin embargo, nos enseñó la lección de que mejor era morirse de hambre que morirse intoxicados por conservas de sardinas pasadas de tiempo.

Como la música era la mayor pasión de su vida, no dejó de entrenar su voz ni tocar sus instrumentos todas las tardes, apenas terminábamos las clases y él llegaba a su casa, con el afán de conformar su primer grupo musical. Fue entonces, en tiempos en que las dictaduras militares imperaban en América Latina, que aprendió a interpretar la música protesta de los chilenos Quilapayún, Inti-Illimani, Víctor Jara y Violeta Parra, un ramillete de canciones que formaban parte de su extenso repertorio donde no faltaban las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco. No está por demás decir que era también un apasionado de las sambas argentinas y las cuecas del folklore nacional.


El año 1975, entró en contacto con la música de otros cantautores latinoamericanos, cuyos temas abordaban las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales del Cono Sur, que habían desencadenado procesos sanguinarios contra los opositores políticos, asolando a sus países y dejando una reguera de muertos, heridos, encarcelados, torturados, exiliados y desaparecidos. En ese periodo, cuando la tristemente famosa Operación Cóndor sembró el pánico y el terror entre los militantes de la izquierda, René Patzi se dedicó a cantar las canciones de los venezolanos Solead Bravo y Alí Primera, cuyos discos se los había prestado nuestro compañero Víctor Martínez, quien, a su vez, me los pidió prestado a mí, que tenía esos discos debido a que mi padrastro los trajo de Venezuela en 1974, como un obsequio y suvenir del congreso realizado en Caracas por la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadores Estatales (CLATE).

René Patzi, obedeciendo a los dictados de su conciencia, siguió cultivando la música protesta, la nueva canción latinoamericana, que era el repertorio que se escuchaba entre los jóvenes revolucionarios que teníamos el pensamiento puesto en la revolución obrera y la construcción de una sociedad más justa y equitativa.  

Al fragor de las luchas emprendidas por el proletariado minero, que tenían su epicentro en las poblaciones de Catavi y Siglo XX, surgieron sus primeras composiciones musicales, mientras entrenaba su potente voz y perfeccionaba su destreza en la ejecución de la guitarra, un instrumento que lo acompañaría a lo largo de su vida, ya que René Patzi, a diferencia de los guerrilleros, decidió empuñar la guitarra y no el fusil, convencido de que un instrumento de cuerdas era también un arma poderosa para denunciar las injusticias sociales y las discriminaciones raciales en un país que buscaba romper con las cadenas de la opresión imperialista.

Recuerdo también que otra de las facetas de su personalidad creativa era la pintura y el dibujo. No en vano era uno de los alumnos más apreciados y hasta premiados por la profesora de artes plásticas. Destacó con sus obras realizadas con lápices, pinceles y acuarelas, que llamaban la atención de los compañeros del curso y despertaban el elogio entre los profesores del colegio. No sé si después del bachillerato siguió cultivando el arte pictórico, pero sí sé que tenía todo el potencial para trocarse en un artista plástico de alto vuelo, ya que sus creaciones estaban esbozadas a partir de sus observaciones del entorno social y, como es natural, estaban matizadas con los colores de la vida.     

Años más tarde, cuando yo me encontraba todavía exiliado en Suecia, me enteré, por comentarios de los amigos, que René Patzi se marchó a la Argentina, donde dignificó el folklore boliviano y fue invitado a tomar parte en los conciertos junto a artistas de renombre internacional como Jorge Cafrune, Horacio Guaraní y Mercedes Sosa. Asimismo, me contaron que participó en los festivales de Cosquín y que realizó viajes a Europa, África y Asia, cargando en bandolera su guitarra y ampliando su horizonte en el ámbito musical, consciente de que la música era el único lenguaje universal que no conocía fronteras.

Ya de retorno a Bolivia, volvimos a reunirnos en Cochabamba, en un encuentro de amigos y compañeros del Colegio 1ro de Mayo, que se llevó a cabo en julio de 2011; una excelente ocasión que nos permitió retomar nuestra amistad con el afecto y el cariño que nació en la infancia y que perduraría para siempre.

No volvimos a perder el contacto; es más, volvimos a reunirnos en ocasión del reconocimiento que le concedió el Gobierno Autónomo Municipal de Llallagua el 21 de enero de 2020. Él agradeció públicamente mi presencia en el Salón Rojo y yo le dediqué unas palabras de elogio y aproveché para regalarle algunos de mis libros, que los envolví, como una suerte de presente sorpresa, en un papel rojo que llevaba un rozón del mismo color. Después me contaron sus hermanos, quienes conformaban el grupo musical Natividad, que René Patzi lo guardó celosamente el paquete en el cuarto del hotel y que no quiso abrirlo ni enseñarlo, sino hasta que retornó a Cochabamba.

En el festejo que le preparó la subalcaldía del distrito central de Llallagua, en coordinación con Manfred Espada, le escuché cantar, a viva voz, las composiciones de su autoría y, aprovechando uno de esos instantes, entre trago y trago, le dije que tenía que re-producir sus temas y, de una vez por todas, lanzarlos en las diversas plataformas de Internet, para el deleite de sus admiradores y para que se conozcan sus canciones a nivel nacional e internacional. Ahí mismo le propuse que reuniera sus textos para publicarlos como una suerte de poemario. Él pensó un instante y aceptó mi propuesta, considerando que era una idea que lo motivaría a dejar el precedente de que el músico era también un poeta de sobrados quilates.

Desde luego que, debido a su deceso tras un fortuito accidente, acaecido en la ciudad de Oruro en la madruga del 10 de abril de 2022, muchos de estos proyectos quedaron truncos, como cuando un viajero se queda plantado a medio camino. Así que sus familiares, amigos, compañeros y conocidos, nos quedamos con la tarea de concluir con sus anhelados sueños hechos de cadencias musicales y versos encendidos al rojo vivo.

En marzo de 2022, cuando estaba a punto de lanzar en YouTube y Facebook otra de sus formidables composiciones, con la compañía musical de sus hermanos Néstor y Eddy, me llamó desde Cochabamba, solicitándome que escribiera una breve introducción para destacar el tema histórico que abordaba en su canción compuesta con infinita convicción y pasión a finales de los años ‘70. Yo le contesté que, en consonancia a nuestra vieja amistad de amigos y compañeros de lucha, estaba dispuesto a echarle unas líneas para contextualizar que el Abrazo de Charaña, entre los dictadores militares de Bolivia y Chile, no fue otra cosa que una farsa diplomática y un canje territorial que, debido a varias razones geopolíticas, no se concretó como si las aguas del Pacífico se hubiesen escurrido entre los dedos de las manos. Desde luego, accediendo a la solicitud del cantautor y sin pensar dos veces, escribí el breve texto que usted, atento lector, puede leer a continuación:

René Patzi, el músico de siempre, desde siempre, nos refresca la memoria a través de su composición referida al Abrazo de Charaña, en 1975, entre Augusto Pinochet y Hugo Banzer Suárez, dos abominables dictadores que asolaron a sus países con crímenes de lesa humanidad. El artista nos canta del cambalache territorial que, ante la atónita mirada de los pueblos hermanos, se congeló como los gélidos soplos del viento en la estación ferroviaria de Charaña, donde el fervoroso abrazo de los dictadores, ataviados con calatravas y charreteras de general, fue el símbolo de la patrioterismo vocinglero que no tuvo más testigos que sus testaferros dedicados a bañar en sangre a los habitantes de dos pueblos hermanos, donde los gritos de tortura se multiplicaban en ecos como las partituras de la música hecha de pura conciencia y denuncia popular….

René Patzi era el cantor del pueblo, el que sumó a su voz, templada como el acero, la voz de los obreros, estudiantes y campesinos, en un franco compromiso social que lo situó como al intérprete del pueblo en la constelación musical donde suenan las composiciones de Benjo Cruz y Nilo Soruco, quienes fueron sus principales referentes, al menos en los comienzos de su largo itinerario como cantante y trovador.

Como todo enamorado de la música folklórica, no dejaba de escuchar a otros artistas como los hermanos Hermosa, Junaro, Yuri Ortuño y Gerardo Arias, quien cautivaba a multitudes con canciones como El minero, que René Patzi escuchaba una y otra vez, como quien sabía que las canciones nacidas del fondo del alma eran las únicas que llegaban al corazón del pueblo.

Todos quienes lo tratamos de cerca, no teníamos la menor duda de que René Patzi había nacido para ser el músico del pueblo, el trovador que manejaba la guitarra como bandera de libertad, cantándole al pueblo lo que el pueblo quería escuchar de sus labios, que eran los genuinos instrumentos que le permitían articular los versos que él mismo escribía con originalidad, propiedad y sentido común. Ahí están sus composiciones dedicadas a la masacre de San Juan de 1967, a la guerrillera nicaragüense del Frente Sandinista de Libración Nacional y sus diversas canciones destinadas a los trabajadores de la nación oprimida por el imperialismo y sus sirvientes nativos.

Era costumbre escucharlo cantar, hora en el escenario, hora en el ruedo de amigos, las músicas románticas del recuerdo, las baladas de los años ‘70 y las sambas argentinas que conformaban su amplio y selecto repertorio. Aunque su música era un amplio abanico de ritmos que él sabía interpretar con todo el furor de sus pulmones, lo más probable es que quienes lo conocimos en persona y seguimos su trayectoria de cerca y de lejos, no siempre reconocida mediáticamente en el ámbito nacional e internacional, no dejaremos de escuchar ni de cantar sus composiciones dedicadas a Llallagua, a esta tierra que lo vio crecer y fue una de sus fuentes de inspiración. No en vano la música y letra de su cueca: Soy de Llallagua, nortepotosimanta, es la viva expresión de lo mejor de sus pensamientos y sentimientos que, apenas vertidas en cadenciosas melodías, se convirtió –y se convertirá– en una suerte de himno dedicado al terruño donde transcurrió su infancia y juventud.

Él mismo, como lo expresó en los versos de Soy de Llallagua, nortepotosimanta, tuvo el hondo deseo de morirse y enterrarse en su pueblo minero, de cuyas profundas entrañas brotó el estaño y el coraje de los mineros. René Patzi estaba consciente de que Llallagua fue el semillero de grandes dirigentes sindicales, la cuna de indomables amas de casa y la escuela revolucionaria de jóvenes que no dejaron de luchar contra los gobiernos dictatoriales.

El 8 de abril de 2021, en los funerales de nuestro común amigo y compañero Víctor Martínez, quien falleció de una manera inesperada e insólita, nos re-encontramos en una funeraria de la Llajta y nos fundimos en un apretado abrazo, sin mediar palabras pero comunicándonos con las miradas empañadas por la congoja de saber que uno de los nuestros se nos iba en plena pandemia. Esa tarde, de insondable pesadumbre y sofocante calor, mientras me conducía hacia el cementerio, en su auto recién adquirido y en compañía de sus hermanos, se me ocurrió comentarle que cuando estaba en Caracas, un amigo venezolano, dedicado al teatro de títeres, me invitó una cerveza fría nada menos que un día en que el calor penetraba por los húmedos poros de la piel. No hay mejor clima ni mejor momento que una tarde inundada de sol para saborear una cervecita fría, le dije. René Patzi detuvo el auto a la vera del camino, se bajó con parsimonia, se acercó a una tienda y compró una lata de cerveza. Volvió al auto, encendió el motor y, mirándome de reojo, me la entregó para que la saboreara a mi regalado gusto, mientras proseguimos rumbo al cementerio. Esa fue, quizás, su mejor demostración de cariño, un sincero gesto de amistad que no tiene precio ni parangón. Ahí mismo, en el portón de salida del camposanto, nos despedimos efusivamente, sin saber que esa sería la última vez que se comunicaban nuestras voces y miradas, en medio de un cortejo fúnebre en estado de llanto. 

Ahora que ya no está con nosotros, entre nosotros, debe recordarse que René Patzi formaba parte de los cantautores que vivieron íntegramente para cultivar el arte musical, de esa pléyade de artistas que pensaron y sintieron como su pueblo; más todavía, ahora que sus restos descansan, como él lo deseó sin vacilar un solo instante, en el cementerio general de su querida y añorada Llallagua, es natural que su tumba se convierta en una más de las atracciones turísticas para los visitantes nacionales y extranjeros, quienes desean conocer a los personajes notables de esta tierra minera, a esos hombres y mujeres que dieron renombre a las poblaciones del norte de Potosí con su lucha y su coraje, que vale tanto como todo el estaño que se produjo para alimentar al mundo entero.

Los familiares, amigos, compañeros y conocidos, que lo vimos partir hacia el parnaso donde moran los grandes artistas del verbo y la melodía, estamos en la obligación ética y moral de conservar su legado musical como un patrimonio inmaterial del pueblo, ya que sus poesías, escritas con límpida conciencia y corazón en la boca, reflejan las tragedias humanas de los más desposeídos, convirtiéndose en himnos de protesta contra los poderes de dominación.

No todo se acabó con la muerte de René Patzi, todavía estamos a la espera de que vuelva a escucharse su voz, como ecos nacidos en las quebradas de las montañas, así sea en las voces de otros artistas que conservan su legado musical, ese canto de protesta y denuncia social que a René Patzi le brotó del corazón como la mejor expresión de su alma, más parecida a una cajita de resonancias que producía partituras que él transformaba en música con las cuerdas de su guitarra y su melodiosa voz que penetraba en los oídos y corazones de quienes lo considerábamos un músico de oficio y vocación, un músico que aprendió a vibrar junto a la pasión de un pueblo que jamás olvidará su pasó por la vida y la historia.

Los cantautores como René Patzi no mueren, tienen vida eterna y sus canciones se multiplican en otras voces y en otros instrumentos que lo traen hacia nosotros una y otra vez, porque sus canciones, que corren como los soplos del viento, se inmortalizarán en la memoria colectiva, como llamas encendidas en los corazones de los amantes de la música protesta, que es también un arte entre las artes, con mensajes destinados a los enamorados de la libertad y la justicia.    

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