lunes, 15 de julio de 2024

ESCANCIAR LA SIDRA ES TODO UN ARTE

Estando en la ciudad de Gijón, ubicada en el centro de la costa cantábrica del Principado de Asturias, España, unos amigos me invitaron a una sidrería que tenía botellas verdes por doquier y las paredes decoradas con recreaciones de lugares emblemáticos, toneles de sidra y prensas para sacar el zumo de las manzanas.

En esta parte del continente europeo, la sidra no está considerada como una bebida más del montón, sino como una parte intrínseca de la cultura y el folklore. En Gijón, por ejemplo, existen varias fiestas tradicionales, especialmente en primavera y verano, dedicadas a los descorches de la sidra, conocidos como espichas, donde se promueve también la gastronomía típica de la región.

La sidra, cuyo grado alcohólico oscila entre cuatro y seis, alegra romerías y reuniones, tanto públicas como familiares, ya que esta bebida, desde hace siglos, se ha integrado totalmente en la vida social de los asturianos. Y las espichas son motivos para celebrar, reír, gozar y darle una fiesta al paladar.

–En realidad, ¿de dónde proviene la palabra espicha? –pregunté con cierto rubor en la cara y poniendo al descubierto mi ignorancia en la materia.

La respuesta no se dejó esperar, porque uno de los amigos se dio la molestia de explicarme de manera clara y concisa:

Espicha es el nombre que se le da al trocito de madera, con forma cónica, que se utiliza a modo de tapón de los toneles, donde se almacena la sidra.

 El último fin de semana de agosto tiene lugar en Gijón la Fiesta de la Sidra Natural, declarada un evento de interés turístico regional, en el que todos los años se bate el récord mundial de escanciado simultáneo. Otra de las fiestas más importantes dedicada a esta bebida, que se realiza el segundo fin de semana de julio, es el Festival de la Sidra, que se lleva a cabo en la villa de Nava, donde está el Museo de la Sidra, una verdadera atracción turística que permite ver todo el proceso de elaboración de esta bebida, desde el cultivo de la manzana hasta el embotellado, pasando por el prensado y el fermentado.

Uno de los amigos, que tenía hartas ganas de hacerme conocer el arte de escanciar la sidra, pidió una botella descorchada, la agitó brevemente, la tomó por el culín, levantó el brazo por encima de la cabeza y vertió el líquido en el vaso de cristal sujeto en la mano izquierda, a la altura de la pierna y a una distancia de más de un metro desde el cuello de la botella, haciendo que el chorro castaño cayera contra el lateral del vaso, de manera que, al impactar contra el mismo, se oxigenara haciendo espuma como una gaseosa cualquiera, o, más bien, como la cerveza servida en una límpida copa de cristal.

De estos amigos asturianos aprendí que para la degustación de la sidra se debe escanciar (tirar el líquido desde lo alto para que rompa al caer en el vaso), y bebérsela de una sola vez, pero no todo el contenido del vaso, sino dejando un poco en el fondo para limpiar la parte que han tocado los labios, ya que todos los amigos comparten del mismo vaso; es más, uno de ellos me sorprendió echando al piso la sidra que quedó en el culín, arguyendo que era una forma de devolverle a la tierra lo que ella nos da.

–A esta acción se llama ch’allar –les dije–. En mi tierra se tiene la costumbre de ch’allar o rociar el suelo con la cerveza o el alcohol, antes de beber del vaso, como un agradecimiento a la Pachamama, que alimenta a sus criaturas terrenales con los frutos de su vientre.

Ellos me miraron y no pararon de hacer circular el vaso de mano en mano, mientras picaban las exquisiteces que contenía una bandeja: chorizo a la sidra, tablas de quesos, huevos cocidos, tortillas y una serie de embutidos de jabalí y cerdo asturiano.

–En el país de ustedes, más conocido en el exterior por sus buenos vinos, quesos y jamones, beber sidra es todo un arte –les dije dispuesto a celebrar nuestra amistad.

–Sí –corroboró uno de ellos, con aplomo y buen humor–, sobre todo, si se considera que escanciar es todo un arte.

–Además –acotó otro–, se debe tomar con medida. Si uno está pasado de copas, no podría llenar el vaso, porque todo lo echaría al suelo.

Me quedé mirándolos con cierto asombro y un soplo de desaliento, como quien está acostumbrado a servir las bebidas espirituosas apoyando el gollete de la botella en el borde de la copa y no como los expertos escanciadores que tienen el pulso firme y la experiencia de tirar la sidra de un metro de altura entre la botella y el vaso.

Con mis amigos asturianos aprendí, como en todo en la vida, que la sidra es una bebida alcohólica de baja graduación, fabricada con el zumo fermentado de la manzana, una delicia más espumosa que embriagadora, con bastante aguja y ácida, que sabe algo diferente a las sidras gasificadas que solía consumir en Suecia, toda vez que había celebraciones especiales o en las fiestas de fin año.

En Gijón aprendí también que la diferencia entre el vino y la sida está en que el primero se elabora de uvas y el segundo de manzanas, las cuales se clasifican en tres tipos en función de su sabor: dulces, imprescindibles para transformar el azúcar en alcohol; ácidas, para mantener el color natural del mosto y la limpieza de la misma; y amargas o salvajes, que aportan el tanino en la bebida.

En síntesis, antes de terminar, quiero contarles que aprendí las siguientes lecciones: la primera, que escanciar es todo un arte; la segunda, que la sidra natural no se filtra ni clarifica como el resto de las bebidas espirituosas; la tercera, que el vaso se debe vaciar de un solo trago, sin perder tiempo ni respirar; y la cuarta, quizás la más importante, que el descorche de la botella de sidra es un modo de compartir con los amigos que, haciendo honor al adagio popular que reza: entre enfermos no hay contagio, usan el mismo vaso para sellar una amistad que nace y permanece toda la vida.

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