EL TÍO DE LA MINA EN EL CARNAVAL DE ORURO
Cuando le informé
al Tío que muchos de los que bailan en Oruro, sin saber lo que bailan,
desconocían el verdadero origen del Carnaval, hizo chisporrotear la lumbre de
sus ojos y se quedó calladito en siete idiomas. Acto seguido, mientras encendía
su cigarrillo, asistió con un tono de furia en la voz:
–Ya ves, ya
ves... Es lamentable que la gente no sepa que fui yo, y nadie más que yo, el
promotor del Carnaval de Oruro, de esa festividad fastuosa que ahora llaman
Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad... Y si no me lo
crees o dudas de mi palabra, pregúntales a los antropólogos, etnólogos e
historiadores, quienes de seguro confirmarán que, efectivamente, conmigo se
inició el Carnaval en la tierra de los Urus.
–Eso quiere decir
que a ti te debemos la grandiosidad de esa fiesta que año tras año sacude los
cimientos de nuestro acervo cultural –le dije, en un intento por amainar su
furia.
–Así es, pues
–repuso–. La tradición oral relata que todo se inició en 1879, tras el
descubrimiento de la imagen milagrosa de la Virgen de la Candelaria, quien
apareció pintada en la guarida del Chiru Chiru, un ladrón romántico y
justiciero que asaltaba a los ricos para luego distribuir el botín entre los
pobres. Los mineros, asombrados por tan extraña aparición de la Virgen, la
reconocieron como su protectora y la hicieron su Patrona. Después se dieron a
la tarea de organizar una fiesta de tres días en su honor, se disfrazaron con
el traje de luces de los diablos para bailarle su diablada en la primera
celebración del Carnaval que, según los investigadores y especuladores, se
remonta hasta la época de la colonia.
–Entonces, ¿tú
fuiste el inspirador del Carnaval de Oruro?
–Claro, pues
–contestó y aspiró el humo del cigarrillo–. Los curas construyeron la capilla
de la Candelaria en las faldas del cerro Pie de Gallo, en el mismo lugarcito
donde estaba ubicada la guarida del Chiru Chiru. En tanto los mineros, reunidos
en mi paraje a la hora del pijcheo, decidieron por unanimidad disfrazarse de
Tíos y bailar con devoción para la Virgen. La fiesta, entre ch’allas, q’oas y
k’arakus, debía durar desde el convite hasta la kacharpaya. Así empezó todo...
Por eso mismo, y por todo lo que te cuento, no es casual que en Oruro, ciudad
minera que antiguamente fue bautizada con el nombre de real Villa de San Felipe
de Austria, tengo un estatua impresionante cerquita de las faldas del cerro Pie
de Gallo, debajo del monumento al minero y delante del santuario de la Virgen
del Socavón… Por eso mismo, debía
ser el primer invitado a la tradicional Entrada del Carnaval y no el primero
en ser echado al olvido...
Me limité a
servirle una copa de quemapecho. El Tío hizo girar sus ojos como radares
caldeados al rojo vivo y añadió:
–¡Pucha, caray! ¡Qué bella es la danza de la diablada!
Aunque es de profunda inspiración religiosa, está revestida con mis atributos
profanos de Supay o diablo benefactor de la mitología andina. Si los mineros se
disfrazan de Tíos es para no provocarme enojo alguno ni olvidarse de las
tradiciones ancestrales.
–¿Así que la
deslumbrante danza de la diablada representa valores religiosos, ancestrales y
mitológicos?
–Nada más, ni
nada menos –replicó el Tío–. Por si no lo sabías, escribano del diablo, te
cuento que el Carnaval orureño nace también de la simbiosis esencial de tres
culturas: la indígena, la afro-boliviana y la española. Sin embargo, su mayor
significado está en el sincretismo religioso, en el cual conviven y se
complementan la religión católica y el paganismo ancestral, pues junto al Dios
importado por los conquistadores, sobreviven los dioses ancestrales de las
culturas precolombinas, y una de esas deidades milenarias soy yo, celoso
protector de las riquezas minerales y amo indiscutible de los mineros.
Cuando le comenté
que los organizadores tienían la intención de darle realce al Carnaval orureño
con la presencia de autoridades del gobierno, el Tío lanzó una risita irónica
y, echando bocanadas de humo y empinando la copa, asistió:
–Para qué
autoridades gubernamentales, si la única autoridad en el Carnaval soy yo,
ataviado con mi traje de Lucifer, capa ornamentada con las cuatro plagas, máscara
feroz, botas charoladas y látigo en mano.
Por un instante, me
quedé pensando en que el Carnaval de Oruro, cuyos usos y costumbres
tienen su origen en las creencias de los mineros de antaño, no sólo servía para
exaltar las bondades de las Virgen milagrosa, sino también para realizar
rituales ancestrales y conservar la tradición del Tío de la mina, un personaje que le da mayor
realce y colorido a esta fiesta pagano-religiosa, donde los diablos, una vez
que recorren por las avenidas de la capital folklórica, representando en un
acto teatral la disputa dramática entre el Bien y el Mal, entre el arcángel San
Miguel y el Lucifer, finalizan su fervorosa promesa ingresando de rodillas al
santuario sagrado donde los recibe la Virgen del Socavón, a quien le dedican su
baile con devoción y le piden protección por el resto de sus días.
Y justo cuando estaba
perdido en mis cavilaciones, cruzó mi mujer en dirección al dormitorio. El Tío
la miró de punta a punta, bajó la voz a un tono inaudible y, acercándose hacia
mí, resopló en mi oído:
–Tu mujer sería
la chinasupay más seductora del Carnaval
y tú el cornudo más perfecto que pisa la tierra.
–¡No jodas, Tío!
–le dije retirándome con violencia–. Está bien que seas el generador del
Carnaval de Oruro, pero no un degenerado que se aprovecha de la mujer del
amigo.
El Tío, como si
desoyera mis palabras, aplastó la colilla del cigarrillo, sorbió las últimas gotas
de la copa y, acariciándose la perilla, estalló en una sonora carcajada.
–¡¿Qué pasa!?
–grito mi mujer desde el dormitorio, ya recostada en la cama.
–¡Nada!
–contesté, a tiempo de que escuchaba, a mis espaldas, la grave voz del Tío:
–Es hora de que
atiendas a tu mujer –dijo–. Otro día te contaré más detalles sobre el origen
del Carnaval de Oruro, donde la tradicional Entrada es, cada vez más, un
derroche de fastuosidad, gallardía, variedad cultural, colorido y belleza.
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