viernes, 2 de septiembre de 2022

UNA REFLEXIÓN NECESARIA

Desde que sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la historia oficial de los vencedores, me resistí a compartir el racismo existente en el país, donde la mayoría de los indios y negros no compartían la mesa del patrón ni formaban parte de las esferas del gobierno.

Para un negro, durante la colonia y según me enseñaron en la escuela, encontrarse con un hombre blanco era lo mismo que encontrarse con la muerte, puesto que los cazaron como a fieras salvajes y, luego de marcarles el cuerpo con hierros candentes y echarles cadenas a los pies y las manos, los transportaron hacia puertos extraños, donde los vendieron como esclavos en los mercados del comercio humano.

Los afrobolivianos, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron traídos de Senegal, Ghana, Nigeria, Mozambique, Angola, Congo, Sudán, Uganda o de otras regiones del oeste y centro de África, siguieron conservando la tradición de coronar a su rey en la comunidad de Mururata, donde se venera todavía a los descendientes de Bonifacio Pinedo, quien, encadenado de pies y manos, murió durante la dominación colonial. El último descendiente de esa casta de sangre real fue Julio Pinedo, rey afroboliviano que, al cumplirse más de 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular, en octubre de 1992, fue coronado en una ceremonia especial, donde estuvieron presentes los negros, indios aymaras, mulatos y zambos.Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos, que aprendimos a conocer África a través de las historietas de Tarzán, no veíamos en las calles a más negros que a los mestizos, de caras pintadas con betún y disfrazados con vistosos atuendos, bailando de tundiquis y negritos en el Carnaval.

Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos el brazo y gritábamos al unísono: ¡Suerte para mí! ¡Suerte para mí!... En cambio algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían un negro en sus sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban: ¡Enfermedad! ¡Enfermedad!...

La ignorancia sobre la historia y situación de los afrobolivianos dio lugar a la creación de mitos y supersticiones en torno a sus supuestos poderes mágicos; cuando en realidad, los negros no cargaban suerte alguna ni daban suerte a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que habían soportado tanta infamia y discriminación desde que sus antepasados fueron atrapados en sus tierras de origen y vendidos por los negreros, para la realización de diversos trabajos de manera forzada, a los dueños de minas y plantaciones del llamado Nuevo Mundo, donde los niños criollos y mestizos reproducíamos en nuestros juegos las historietas de Tarzán y las películas de cowboys; en el que nadie quería hacer el rol de negro ni de indio, porque encarnar a estos personajes implicaba morir desollado o con un tiro entre los ojos, a diferencia de Tarzán y del cowboy que siempre resultaban ser los héroes en la batalla, como si sus vidas estuvieran protegidas por mandato divino.

Aún recuerdo que mi madre me ponía una gorrita con visera para que el sol no me quemara la piel, pues un niño negro no era lo mismo que un niño blanco, sea por nacimiento o por estar bronceado a causa del sol. Lo negro era sinónimo de feo e inferior y lo blanco era sinónimo de bello y superior. Desde luego que yo, como la mayoría de los niños con padres racialmente acomplejados, me calaba la gorra hasta las orejas y rechazaba el apelativo de negro, hasta que me hice consciente de que esta conducta formaba parte de la pirámide social, cuya base era negra o indígena y cuya cúspide era blanca o mestiza. Asimismo, me hice consciente de que el tono de piel, desde que los conquistadores españoles impusieron la supremacía del hombre blanco, era tan importante como el apellido que se lucía como carta de presentación, ya que ambos factores determinaban el estatus social y económico del individuo.

A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no solo simbolizaba la suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que, en una conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: pasarlas negra o tener la suerte negra, en lugar de decir: me encuentro en una situación difícil o tengo mala suerte. Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria, fue la que escuché en boca de una de mis profesoras de escuela, quien, a tiempo de enseñarnos la fotografía de un negro, dijo: Este hombre tiene el color de sufrido. Desde entonces, no he dejado de pensar en que estas expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizaban para referirse despectivamente a una persona de tez negra y origen africano, traslucían una clara discriminación racial.

Ahora entiendo mejor el porqué mi tía, una señora presumida y acomplejada de su ascendencia mestiza, me aplicaba las cremas protectoras en la cara y me ponía un gorro de visera ancha. Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol de la meseta andina, sino para evitar que los vecinos me confundieran con los niños de color sufrido. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía de tanto que su ama, de raza blanca, lo refregó en una batea de leche fría.

Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a entender que el hombre negro no era un castigo divino, ni un ser llegado de las catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Aprendió también a rescatar los valores culturales de ese continente que tanto aportó a la cultura universal; empezó a gustar del jazz, esa música que tiene su origen en los ritmos africanos, y empezó a leer las poesías de Nicolás Guillén y las novelas de Nadime Gordimer, cuyos textos están inspirados en los mitos, leyendas y relatos que los africanos conservaron en la memoria colectiva y la tradición oral. Mi tía cambió tanto que, además de llamarme Negrito, con cariño, acabó reconociendo que la madre del género humano era negra y vivió en África, allí donde se encuentran las raíces del árbol genealógico de la humanidad.

Mi tía aprendió también que la variedad de razas se debía a un largo proceso evolutivo de la especie humana -y no porque Dios creó a un Adán negro y a otro blanco- y que el color de la piel, además de estar determinado por factores medioambientales, geográficos y climatológicos, se debía a la melanina, ese pigmento presente en la epidermis que, dependiendo de la cantidad, determinaba la variación del color de la piel, pelo y ojos en los grupos étnicos extendidos alrededor del mundo; por cuanto no es casual que los primeros Homo Sapiens, con mayor cantidad de melanina en la epidermis, tenían la piel oscura como la muestra la gente originaria de África.

Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos gozan de mayores derechos y libertad que durante la colonia, es también cierto que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos peyorativos contra el negro; por ejemplo, no pocas veces escuché decir: El mejor negro es el esclavo negro o pareces indio y hueles a negro.

El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que los negros son brutos y pobres por herencia genética; una mentira universal que rechazo enérgicamente, ya que ni la pobreza, ni la discriminación racial, ni la división de la sociedad en clases, corresponden a un orden natural de las cosas, sino a factores históricos y económicos que determinaron que lo blanco esté arriba y lo negro esté abajo.

En América Latina, desde la época de la colonia, los negros e indios se han sentido socialmente marginados por los criollos, quienes siempre gozaron de ventajas sociales y económicas. Ellos acapararon gran parte de la propiedad de las tierras y constituyeron la clase dominante, alegando que el tono de piel no solo era importante como el nombre y el apellido, sino que también determinaba el estatus social y económico de un individuo de raza superior.

En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco, sobre todo, cuando sé que Europa y América tienen una enorme deuda con África, con esa cultura que tanto aportó al patrimonio espiritual y material de la humanidad, aunque sé, asimismo, que el racismo contra las personas afrodescendientes sigue latente en el subconsciente colectivo de los pueblos que soportaron los prejuicios raciales en los últimos cinco siglos.

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