El
libro de historia estaba llora que llora en el sótano de la casa, donde el
dueño lo encerró, junto a otros libros, desde que lo compró a un módico precio,
pero no para leerlo, sino para coleccionarlo entre los libros de interesantes
temáticas y atractivas ediciones.
El
libro no entendía por qué estaba depositado allí, si su destino era otro, como
el de cualquier transmisor de la historia, que necesitaba estar entre la gente,
pasando de mano en mano y de lector en lector, enseñando el pasado y el
presente de un país rico en acontecimientos épicos, sabiduría popular y
tradiciones culturales.
Qué
triste la vida de un libro que, siendo una cajita de sabias resonancias, fue
puesto en un viejo estante después de ser comprado en una librería de
antigüedades, donde el librero le puso un precio y lo ofreció al mejor postor
que, a su vez, lo metió en una bolsa de plástico y se lo llevó a casa.
Desde
luego que esta historia es apenas un detalle, lo peor es que el comprador, que
no era un auténtico lector, sino un coleccionista de libros con valor agregado,
no abrió sus tapas ni hojeó sus páginas, antes de bajarlo al sótano y abandonarlo
como a cualquier objeto sin alma ni cerebro.
El
libro de historia no entendía cómo podía estar encerrado en un frío y oscuro
sótano, como si fuese un prisionero condenado a perecer y desaparecer bajo los
polvos del olvido. ¿Acaso la historia de un pueblo no vale nada, cuando todos
sabemos que un pueblo sin historia está condenado al olvido? La pregunta es
para todos quienes dicen leer libros de historia.
No
importa cuál sea la respuesta, lo único que importa es que la historia de este
libro, así como se las cuento, era una suerte de tragedia sin justificación ni
perdón. Y, a pesar de todo y al cabo de un tiempo, el libro dejó de llorar y
llorar, porque tuvo la suerte de caer en manos de un verdadero lector, el hijo
del coleccionista, quien no solo le sacó del frío y oscuro sótano, sino que
también le entregó su cariño, mientras lo leía de “pe a pa”, con la misma
pasión con que se leen los libros que, más que libros, son amigos y compañeros
de vida, en las buenas y en las malas.
El
libro de historia estaba agradecido al buen lector que lo rescató del sótano y
lo sacó a la luz del día, para el gozo de los lectores que lo estaban esperando
como cuando se espera a un maestro, quien enseña todo sin pedir nada a cambio,
sin más esperanza que cumplir la función para la que fue escrito por su autor,
cuyo espíritu e intelecto se ven reflejados en las páginas del libro, un bello
objeto que no tiene por qué estar encerrado en un frío y oscuro sótano ni tiene
por qué llorar su desgracia por la desatinada decisión de un desamorado
coleccionista de libros de historia.
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