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martes, 8 de abril de 2014


EN EL SANTUARIO DEL SOCAVÓN

La primera semana de agosto de 2011, gracias a las gestiones realizadas por Práxides Hidalgo y la Unión de Poetas y Escritores de Oruro, se me invitó a participar en la Primera Jornada Internacional de Lenguaje y Literatura, en la cual debía disertar sobre los alcances del bilingüismo en un país atravesado por culturas y lenguas diversas.

La tarde que llegué a la tierra de los urus, en medio de un frío feroz que calaba hasta los huesos, me dirigí, maleta en mano, hacia el hostal del Santuario de la Virgen del Socavón, donde se me destinó una habitación modesta para pernoctar todas las noches mientras durara el evento en el que, dicho sea de paso, estaba también implicado el Centro Mariano.

En la recepción me atendió amablemente la encargada del hostal,  quien, además de darme la bienvenida con una sonrisa afable, me condujo hasta la habitación ubicada en el corredor del segundo piso. Abrió la puerta, depositó la llave en mi mano y luego desapareció.

En el interior, que más parecía una celda que la habitación de un hostal, habían dos camas flanqueadas por veladores destartalados y un pequeño baño contiguo, con ducha, retrete y lavabo. Era en una habitación de dimensiones escazas, donde no podía acomodar la maleta ni moverme cómodamente, aunque tenía, a modo de compensación, una ventana que daba a la Plaza del Socavón; todo un privilegio para quien quisiera disfrutar del panorama más emblemático de la capital folklórica de Bolivia.

Aunque el frío parecía haberse instalado entre las cuatro paredes de la habitación, como en un refrigerador de antaño, me resigné a pasar la noche abrigado con las frazadas que cubrían las dos camas. Me acosté vestido y pensando en que estaba al lado del Santuario de Nuestra Señora de la Candelaria, más conocida como la Virgen del Socavón, cuyas reminiscencias forman parte de la historia de Oruro desde antes de la fundación oficial de la Villa de San Felipe de Austria.

Sabía que estaba metido en un lugar sagrado, donde todo parecía hecho de milagros y devoción, como las cuatro plagas están hechas de mitos y leyendas rescatadas de la tradición oral. Aquí mismo, desde donde podía contemplarse en otrora el primer caserío correspondiente al actual centro histórico de la ciudad, nació la leyenda del Chiru-Chiru o Nina-Nina, el Robin Hood orureño en cuya cueva horadada en la falda del cerro Pie de Gallo encontraron pintada la imagen sorprendente y maravillosa de la Mamita K’achamoza (Hermosa), quien, venerada por propios y extraños, llegó a constituirse en la patrona y protectora de los mineros desde mediados del siglo XVIII.

Al amanecer, aún soñoliento y con un bostezo de hipopótamo, me senté en el borde de la cama y, a tiempo de asentar mis pies en el piso, toqué un charco de agua helada, que me hizo reaccionar como si una corriente eléctrica me hubiese sacudido entero. Cuando miré en derredor, bajo la clara luz que penetraba por la ventana, me di cuenta que el piso de la habitación estaba anegada por el agua, que no sabía de dónde diablos salió.

Chapoteé como un pato silvestre de un lado a otro y noté que el nivel del agua seguía creciendo a un palmo del piso. Entonces, asaltado por el pánico y la desesperación, busqué la válvula principal para cerrar el suministro y detener la inundación, pero por mucho que busqué y rebusqué, no encontré ninguna válvula ni nada que se parezca. Así que decidí salir a buscar ayuda antes de que el agua encontrara un camino hacia el piso de abajo.

Acudí a la oficia de la encargada del hostal, en la planta baja y a pocos metros de la puerta principal, y le informé que la habitación estaba llenándose de agua. Los dos subimos a trancos por las escaleras enlosadas. Ella se remangó los pantalones hasta las rodillas, se quitó los calzados y nos metimos en la habitación, donde la emanación del agua, no sé por qué revelaciones místicas, se había detenido desde el instante en que salí a pedir ayuda.

–De seguro que hay una cañería rota –le dije preocupado y temblando de frío.

–No –contestó ella, mientras revisaba los aparatos de fontanería y los artefactos del baño. Al poco rato, asombrada por todo lo que ocurría, añadió–: todo está bien; el grifo de la ducha y del lavabo están cerrados, y el inodoro no está atascado, así que no sé de dónde salió tanta agua.

–Y ahora qué hacemos –le dije, con la mirada puesta en las tuberías herrumbrosas del baño.

–Lo mejor será que te demos otra habitación, mientras algún fontanero descubra y arregle el drenaje por donde escapó el agua. Nunca he visto algo parecido. Es la primera vez que se inunda esta habitación que, además, es la más preferida por los turistas gringos que nos visitan durante el Carnaval.

Cogí mi maleta que estaba sobre una de las camas y gané el corredor, donde seguía temblando de frío y, quizás, también de miedo. Dejé mi maleta en la recepción y me fui a meter en un baño sauna, muy cerquita de la Plaza del Folklore, para entrar en calor, asearme el cuerpo y despejar los malos pensamientos que empezaban a cruzar por mi mente.

Cuando retorné al Santuario de la Virgen del Socavón, una reliquia que empezó a construirse como una modesta ermita en el siglo XVI, llevaba todavía el pelo mojado, a pesar del frío reinante en la ciudad, y una sarta de ideas desordenadas como las fichas de un dominó.

Dirigí mis pasos hacia el recinto sagrado que hoy, bajo la custodia de los frailes Siervos de María, cuenta con un establecimiento educacional, un centro médico, una biblioteca, un Museo Sacro y el afamado Museo Etnográfico-Minero, situado en el subsuelo del cerro Pie de Gallo, donde luce la impresionante estatua del Tío de la mina, junto a las maquinarias y herramientas que utilizaban los trabajadores en la explotación de minerales desde la época de la colonia.

En la puerta principal, labrada en robusta madera, me encontré con la encargada del hostal, quien me miró a los ojos, como queriendo penetrar en mi alma, y dijo:

–Ni bien usted salió del hostal, el agua se vació de la habitación como por obra divina.

No le contesté nada, porque no tenía palabras para interpretar este extraño fenómeno que, más que ser una realidad escalofriante, parecía una pesadilla arrancada de los infiernos de Dante. Recogí mi maleta de la recepción y me marché a otro hotel de la ciudad, donde pasé el resto de las noches hasta el día en que se clausuró la Primera Jornada Internacional de Lenguaje y Literatura, que se llevó a cabo en la Casa Municipal de Cultura Javier Echenique Álvarez, cerca de la carretera por donde llegué a Oruro y lejos del Santuario de la Mamita del Socavón.

viernes, 14 de febrero de 2014


LAS SERPIENTES

No sé exactamente por qué guardé este dibujo entre los recortes de mi archivo, quizás sea porque me trae a la memoria una serie de asociaciones relativas a la maravilla y el peligro, o, simple y llanamente, porque todavía me persigue la imagen espeluznante de esa serpiente que, por esos extraños azares del destino, vi sobre los rieles del ferrocarril de Orcoma, un pueblo de Cochabamba donde viví cuando era niño.

La serpiente, gorda como el tronco de un árbol, yacía dividida en tres partes bajo el sol que caía inundando la tarde. Los curiosos, quienes se dieron cita desde las horas de la mañana, hicieron un ruedo para contemplar de cerca al animal que perdió la vida entre las herrumbrosas ruedas de la locomotora. Me abrí paso entre la gente y, a poco de salir adelante, me enfrente a una realidad que me hizo erizar los pelos, pues la serpiente tenía la cabeza del tamaño de un cordero, los dientes ganchudos en la mandíbula superior y unas rayas negras que le cruzaban a lo largo del lomo; era una serpiente enorme, al menos así me parecía, tan enorme que cuando los pobladores, cuchillos y machetes en mano, se dieron a la tarea de cuartearla, se supo que el carnicero del pueblo no vendió su mercadería por varios días.

Desde entonces, la imagen de esa serpiente se negó a abandonarme. Se metió en mis sueños con una nitidez escalofriante, persiguiéndome con toda su ferocidad y belleza, como si de veras formara parte de mi cuerpo. Lo cierto es que tampoco puedo ni quiero olvidarla, así me siga espantando como cuando miraba a los diablos en el Carnaval de Oruro, donde los danzarines, imitando a los demonios del infierno, lucían serpientes en las máscaras, con una ferocidad semejante a la cabellera de Medusa. Además, la máscara de diablo que le regalaron a mi madre, y que ella colgó como adorno en la pared del cuarto, me causaba un miedo acosador por las noches, sobre todo a la hora de dormir, como empujándome hacia un abismo iluminado por lo fantástico y lo diabólico.

Después supe que la serpiente fue la tentadora del género humano. Según la versión bíblica, cuando el mundo flotaba todavía en el vacío, Dios dijo: Que se haga la luz, que se haga el agua y que se hagan los animales en la tierra, en el aire y en el agua. Después creó al hombre de un montoncito de tierra, le dio vida con su divino aliento, le quitó una costilla y con ella hizo a la mujer, quien fue tentada por la serpiente que le dio de comer la fruta prohibida del Paraíso. Una vez que Adán y Eva se hicieron pecadores por comer del árbol del saber, del bien y del mal, fueron echados del jardín del Edén y condenados a errar por el mundo. Pero como Dios no estaba conforme con el pecado original en el cual incurrieron las criaturas hechas a su imagen y semejanza, condenó a Eva a ser la sierva del marido y a soportar con dolor la gestación y el parto, mientras que a la serpiente, criatura maligna del demonio, le dijo: Tú eres la más maldita entre todos los animales, polvo comerás y sobre tu vientre irás por el resto de tu vida.

Pero mayor fue mi temor cuando supe que la Biblia daba cuenta de otros animales cornudos, como en el relato del Apocalipsis, donde el dragón está simbolizado por un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos, que mata y devora a otros animales, aparte de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, quien lo vence en un feroz combate y lo expulsa del reino de los cielos.

Los dragones, aunque parecen cuadrúpedos, no dejan de ser reptiles. La palabra griega que los designa (drakon) también significa serpiente. La serpiente cornuda aparece en la alquimia latina del siglo XVI como cuadricornutus serpens (serpiente de cuatro cuernos), símbolo de Mercurio y antagonista de la Trinidad cristiana. Después están los dragones alados de la mitología asiática, donde este animal fabuloso, con patas, cuernos y cola de saurio, es tenido por divinidad del bien, pero también temido como Pitón, la serpiente monstruosa que, según cuenta la leyenda griega, tenía cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego, y que, aun siendo el guardián del viejo oráculo de la Tierra en la fuente de Castalia, fue muerto por las flechas de Apolo en el monte Parnaso, a cuyo pie se alzaban la ciudad y el templo de Delfos, donde Apolo, el joven héroe, de larga cabellera y rara hermosura, presidía el concierto de las Musas, a quienes consagró su vida y su gloria.

Así transcurrió mi infancia, hasta cuando llegó el día en que me vi asaltado por la experiencia de la curiosidad y el aprendizaje. En el colegio entré en contacto con las aventuras de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, el dibujante, escritor y piloto francés que, a principios de la Segunda Guerra Mundial, desapareció misteriosamente a bordo de su aeroplano cerca de la costa de Marsella. El narrador cuenta que una vez, cuando éste tenía seis años de edad, contempló la ilustración de una serpiente-boa que se tragaba una fiera salvaje; un impacto visual que no sólo le hizo reflexionar sobre las aventuras y los peligros de la selva, sino también le motivó a dibujar una serpiente-boa engulléndose a un elefante. Empero, el día en que enseñó su obra maestra a los adultos, preguntándoles si acaso les asustaba su dibujo, ellos, metidos en su mundo lógico y racional, le contestaron al unísono: ¿Por qué habrá de asustarse de un sombrero? Entonces Antoine de Saint Exupéry, extrañado por el modo de razonamiento de los adultos, intentó explicarles que su dibujo no representaba un sombrero, como parecía a simple vista, sino una serpiente-boa digiriendo un elefante.

De modo que la serpiente no sólo era el símbolo del mal, sino también una imagen emblemática del saber y la fuerza, con la cual se identificaban muchos pueblos primitivos, y el símbolo de la moderna química orgánica, pues el químico alemán August von Stradonitz Kekulé, investigando la estructura molecular del benceno, soñó con una serpiente que se mordía la cola; una imagen onírica que le permitió deducir que la estructura del benceno era un anillo cerrado de carbono.

Más adelante supe que las serpientes, al menos en ciertas culturas, eran consideradas animales domésticos y adorados como dioses. Así, la Serpiente Emplumada es una divinidad mitológica presente en la tradición cultural de numerosos pueblos mesoamericanos, debido a que está considerada como el dios del agua y la lluvia. En el México precolombino, por ejemplo, se adoraba a Quetzalcóatl, la divinidad de los aztecas, la serpiente engastada en preciosas plumas de quetzal, que un día se embriagó e incurrió en el pecado de la carne, y al morir, quemado en una hoguera, su corazón ascendió al cielo identificándose con la estrella Venus, mientras sus cenizas se alejaron en una balsa de culebras por la ruta de los volcanes, prometiendo volver otro día por donde nace el sol, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.

En la cosmovisión andina, la serpiente (katari en aimara, amaru en quechua) es una deidad que está relacionada con el rayo (illapa) y con el agua, que corre por los canales de irrigación, ríos y vertientes. Se dice también que todo lo que compone la vida está escrito en las escamas de Amaru, la serpiente alada, con ojos cristalinos, hocico rojizo, cabeza de llama y cola de pez. Tiene la propiedad de ser una serpiente voladora que, al igual que Kukulkan o Quetzalcóatl, cumple la función de ser una deidad comunicadora entre el cielo y la tierra. Asimismo, debido a la fortaleza y vitalidad que representa la serpiente en la cultura de los Andes, dos de los caudillos indígenas, que lucharon contra la dominación española durante la colonia, asumieron el seudónimo de Túpac Amaru y Túpac Katari, como símbolo de la rebelión indígena tanto en Perú como en Bolivia.

El dragón de la mitología china, a diferencia de los dragones de la mitología occidental, no echaba llamas sino nubes por la boca; tenía la cabeza de camello, los cuernos de ciervo, los ojos de demonio, las orejas de buey, el pescuezo de serpiente, la piel escamada, la panza parecida a las ostras, las patas de tigre y las garras de águila. No obstante, en el mundo mitológico se lo representaba con propiedades humanas. Su elemento principal era el agua y poseía poderes sobrenaturales sobre la lluvia y los ríos, los lagos y las tormentas. El dragón, en su función de espíritu protector, formaba parte del mundo de los inmortales y mantenía relaciones con los dioses, quienes lo usaban para cabalgar por los cielos.

Si el león era el símbolo de las monarquías europeas, el dragón era el símbolo de los emperadores chinos, quienes se retrataban sentados sobre él y acompañados del ave Fénix. El dragón pasó a formar parte de la vida cotidiana de los pueblos asiáticos; en su honor se celebran fiestas cada quincena del primer mes del año y en su honor se representa la danza del dragón, una antigua tradición que se conserva viva hasta nuestros días. 

Como es de suponer, al descubrir que la serpiente tenía otras connotaciones en las culturas y religiones ajenas a Occidente, me puse a pensar en que la versión bíblica no era la única ni la más sagrada. Pero mayor fue mi sorpresa al saber que entre las tribus de la Amazonía, donde los hombres viven en simbiosis con la naturaleza y respetan la vida de los animales como a su propia vida, existen chamanes que aseveraban haberse encontrado con el espíritu de las serpientes muertas, como cuando Hamlet se encontró con el espíritu de su padre en el drama de Shakespeare.

En la actualidad, la creencia de que las serpientes son animales de mal augurio y criaturas del demonio ha dejado de tener sentido, sobre todo, desde que los zoólogos empezaron a construir terrarios para exhibirlos como especies raras pero no peligrosas, como ocurre en el terrario de Skansen, en Estocolmo, donde vi de cerca a una hermosa serpiente que, arrastrándose lentamente en su hábitat artificial, me dirigió una mirada triste, como diciéndome: Aquí me tienen, arrancado de mi medio natural y metido en esta caja de cristal, donde unos me miran con admiración y otros con insoportable espanto.

lunes, 26 de agosto de 2013


JOSÉ ESTAY JELDRES,
UN CAMINANTE ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA

El día que lo visité a José Estay Jeldres en su trabajo, me enseñó esta fotografía tomada en el desierto arenoso y pedregoso de Palpa, a cuatrocientos kilómetros de Lima.

–A mí me impactó muchísimo el desierto, donde muchos creen que no existe vida –dijo, y luego prosiguió–: En los caseríos más olvidados del Perú instalé centros sanitarios y levanté escuelas para estos niños que no tienen pan que llevarse a la boca.

Volví la mirada sobre la fotografía y le pregunté:

–¿Qué es lo que más te impresionó en esta niña?

–Los ojos –contestó–. Los ojos son espejos que reflejan la tristeza o la alegría. Los ojos lo dicen todo…

En efecto, esta niña, de pelo desgreñado, descalza y vestida con un camisón que parece hecho de suciedad y de tiempo, tiene una mirada triste que le nace desde el fondo del alma. Sus manos, sus pequeñas y ajadas manos, se abren implorando la ayuda del fotógrafo, quien levanta la cámara para destacar el rostro de la niña y darle un efecto que nos acerque más a la realidad que, en ese instante, percibe con sus cinco sentidos, pues las fotografías de José Estay Jeldres nos hablan en primera persona, con esos aires y gestos retorcidos de lo espontáneo. Algo más, en el ángulo izquierdo de esta fotografía asoma la tímida sombra de un perro, cuya cabeza se proyecta en el suelo pedregoso, rompiendo con el calor sofocante del desierto.

–La fotografía es un arma de denuncia social y la cámara un dispositivo que permite retener el tiempo y testimoniar una realidad –dice, y aclara–: Sin embargo, no estoy recopilando mendicidad, sino una verdad que habla por sí misma, porque en el rostro de esta niña, como en los ojos de una mujer indígena, se puede reconocer América Latina, donde no hace falta buscar los motivos, porque éstos están en todas partes.

Desde luego, las fotografías de estudio no existen en el vocabulario de este artesano de la luz y la sombra, quien, para remarcar su compromiso con los desposeídos y maltratados, sostiene que sus imágenes giran en torno al tema de la mujer y los niños. Y cuando alguien le pregunta:

–¿Por qué?

La respuesta es siempre la misma:

–Porque las mujeres y los niños son los que más sufren…

José Estay Jeldres (1949 - 2012), nació al sur de Chile, en el seno de una familia pobre pero digna, y, aun siendo de ascendencia vasca y alemana, se identificó desde siempre con los mapuches, a quienes los considera sus hermanos y compañeros de lucha.

–Cuando salí de mi casa, tenía 11 años de edad, unos zapatos con agujeros y una maletita de mimbre. Lo hice porque vivía en condiciones precarias y porque mis padres no podían ya sostener una familia con trece hijos. Tomé un tren y me fui rumbo a Santiago. Allí conocí a César Antonio Pacheco, un caminante peruano que llegó de Argentina, con la mochila llena de anécdotas personales y crónicas de viajes, que me fascinaron de inmediato y me volvieron a arrancar de mi vida sedentaria.

Así comenzó su largo recorrido por América Latina en afán de conocer gente, de conocer la vida y conocerse a sí mismo. Cruzó los Andes de sur a norte, de este a oeste, adaptándose a la diversidad y austeridad de sus climas, su topografía y hasta su alimentación. En las alturas ha sufrido el punazo y el soroche. Se ha quedado impresionado con la belleza telúrica del altiplano, con los espectaculares ríos que arrastran abundantes piedras y se precipitan desde las cumbres a lo largo de cañadas o paredes rocosas. Varias veces se reencontró con su Chile natal, ha constatado la miseria en el Perú, la tragedia de los indígenas en el Ecuador y ha contemplado la grandeza precolombina en Bolivia, mientras su cámara seguía registrando la imagen de un continente que bosteza de hambre y clama justicia a los cuatro vientos.

José Estay Jeldres está resignado a asumir el epíteto de vagabundo. Su camino está ya trazado y no puede cambiar de destino. No necesita riquezas ni jaulas doradas que lo asfixien. Le basta con tener dos cámaras fotográficas, una mochila equipada, un saco de dormir, unas botas de campaña y su férrea voluntad de viajero; esa savia que le ayuda a respirar y sobrevivir en medio de la nostalgia y la soledad. No hay nada que lo ate a Suecia, salvo su familia, trabajo y, por supuesto, las bondades de esta sociedad del consumo, deslumbrante y adormecedora, que le permiten desarrollar su trabajo de solidaridad con los más necesitados de allende los mares.

Por lo demás, este ser aquejado por su corazón tan grande como el amor por el prójimo, no quiere que los amigos le levanten monumentos, sino que, simple y llanamente, pasen por las galerías donde expone sus fotografías, para que se convenzan de que los rostros de esas mujeres y niños, que nos miran desde las paredes con el semblante de tristeza y desesperanza, no son imágenes que destacan la parte estética de una realidad, sino las múltiples caras de un continente, donde José Estay Jeldres halló el mayor motivo de su vida y el mejor tema para documentar su obra hecha de luz y de sombra. 

lunes, 1 de julio de 2013


EL POZO

Cuando era niño, y aún vivía en una población minera donde las familias se abastecían con pocos litros de agua como en las aldeas del desierto, tenía que ir al pozo, carente de bomba y de piletas, que estaba en las afuera del pueblo, muy cerquita de un matadero de reses, donde los humanos parecían compartir con los animales el agua turbia y contaminada, que no venía por una tubería ni saltaba por un grifo, sino que brotaba desde las mismísimas entrañas de la Pachamama.

Todas las mañanas y tardes, luego de llegar de la escuela, tenía que ir al pozo, agarrado de dos baldes que mi madre compró al precio de uno. Por lo tanto, lo que empezó siendo una obligación familiar, terminó siendo una costumbre que formaba parte de mi existencia cotidiana. Si bien es cierto que despertar temprano para ir por agua no era lo más placentero, es cierto también que no me daba pereza, sobre todo, cuando pensaba que el agua era tan elemental como el aire que respiraba.

Ya me habían enseñado en las lecciones de ciencias naturales que el agua cubre la mayor parte de la superficie terrestre y que, como por arte de magia, circula por el planeta como por el cuerpo humano, compuesto más por agua que por sangre. Entonces no cabía duda de que este elemento líquido era indispensable para dar y recibir vida, y que, contrariamente a la creencia popular, es una sustancia común en el universo, donde está presente en forma  líquida, incluso debajo de las gruesas capas de hielo del Polo Norte y el Polo Sur; en forma sólida, como en la faz de la luna; y en forma gaseosa, como en la cola de los cometas.

Apenas ocupaba mi puesto en la fila, llena de recipientes de diversas formas, tamaños y colores, veía a mujeres y niños dispuestos a llenar, a fuerza de brazos y pulmón, los recipientes con el agua del pozo, que no tenía brocal ni polea. En los rostros de la gente, de piel deshidratada y curtida por las inclemencias del altiplano, se dibujaba una ligera sonrisa, como si el pozo fuese un santuario donde la gente acudía en romería a cualquier hora del día. 

Escuchar el sonido del agua, ver los borbotones en la roca, era motivo de enorme alegría, como si el simple hecho de tener acceso  a él fuese sinónimo de tener acceso a la vida. Algunas veces, mientras avanzaba en la fila, empujando mis baldes con los pies, me daba la impresión de que la vida se sucedía como el agua que brotaba de las rocas y fluía por las quebradas del río, donde hasta las piedras parecían refrescarse del abrasante sol de la mañana; otras veces, me imaginaba que las rocas sudaban gotas de agua y que las gotas caían con una melodía lejana, en medio de una topografía árida y pedregosa.

La tierra que rodeaba al pozo era seca y polvorienta. Sólo en épocas de lluvia era húmeda y hasta quedaban estampadas las huellas de los caminantes, quienes llevaban a cuestas sus pesadas cargas de agua, ya sea en bidones de plástico o en latas de alcohol y manteca, convertidas en verdaderas cisternas por el ingenio de los hojalateros más humildes del pueblo.

El agua del pozo era insípida, turbia y estaba plagada de parásitos que, casi de manera inevitable, se metían en los recipientes como lombrices y microbios de extrañas anatomías. Las paredes laterales del pozo, hechas de greda y granito, estaban cubiertas de algas y musgos, mientras en el fondo croaban las ranas y nadaban los renacuajos como un enjambre de pececillos cabezones.

En el pozo era fácil constatar que las aguas están llenas de microorganismos. No en vano las primeras formas de vida aparecieron en las turbulencias del mar, en las corrientes del río y en las profundidades del lago; un reino en el cual todavía sobreviven una variedad de peces, mamíferos y anfibios, aparte de las plantas acuáticas que parecen monstruos mecidos por los flujos y reflujos.

El agua del pozo, según supe después por testimonios de mis vecinos, era el principal causante de las enfermedades intestinales que aquejaban a los pobladores. Claro está, cómo no iba a serlo, si no era agua filtrada ni potable. Además, para el colmo de los pesares, algunas personas hacían sus necesidades sólo a unos metros más allá del pozo, convirtiendo el agua que brotaba de las rocas en un líquido fecal, que luego desparecía como serpiente grisácea entre las piedras del río.

Apenas llenaba mis baldes, con la sensación de un beduino que encuentra un oasis entre las dunas del desierto, me retiraba del lugar y regresaba a casa por el mismo sendero cubierto de grava. Acarrear el agua, bajo sol o bajo sombra, era un trabajo que nos tocaba a los niños y a las amas de casa, quienes, como en todo pueblo carente de alcantarillas y agua potable, eran las aguateras que iban y venían del pozo batiendo mantas y polleras. Parecían hormigas avanzando contra las ráfagas del viento y fantasmas envueltas por las corrientes del frío.

Yo caminaba a paso lento y seguro, en procura de llegar a casa con los baldes llenos de agua, porque el agua en aquel pueblo, como en un lejano desierto, era un tesoro apreciado por todos. Perder gotas de agua en el trayecto, por un simple descuido o un tropezón indebido, era como perder perlas que se esfumaban en la tierra apisonada o se evaporaban bajo un sol calcinante.

De algún modo extraño, y sin que nadie me lo explicara, estaba consciente de que los baldes de agua servían para beber, lavar la ropa, fregar las vajillas, lavar las frutas y verduras; lavarme las manos, los pies y la cara. Quizás por eso ahora, que soy mayor y vivo en una ciudad donde se desperdicia el agua a raudales, tanto en la cocina como en la ducha y el lavabo, me duele hasta el fondo del alma, porque yo sí sé lo que implica no tener agua potable en casa; este elemento vital que, por desgracia, es cada vez más escaso en los países más pobres de este pobre planeta.

lunes, 18 de febrero de 2013


EL GIGANTE DE PARURO

El gigante de Paruro, que posee toda la fuerza y dignidad de una estatua monumental, es una imagen captada por el fotógrafo peruano Martín Chambi, quien, en sus largos recorridos por los Andes y llevando a lomo de mula su cámara de placa de vidrio, supo fijar en un instante preciso, como todo buen poeta de la luz y la sombra, imágenes que provocaban un cierto vértigo entre nuestra realidad y la suya, entre la creación y la contemplación. Además, el artista que dibuja con la luz los objetos y las formas, está consciente de que todo lo que recoja su sensibilidad visual no es otra cosa que el reflejo de su mundo interior.
 
Martín Chambi hizo posar al gigante de Paruro al lado del mestizo de traje y gomina, para luego retratarlo tal cual estaba. Miró a través de los lentes y presionó el obturador. Y, tras el clic de la máquina, la fotografía se compuso en un instante mágico. Más tarde, en la fría penumbra del laboratorio y sus alquimias, la imagen del gigante de Paruro quedó fija sobre el papel, con todo su poder de sugerencia.
 
El impacto de la fotografía, que sintetiza la realidad contradictoria del continente latinoamericano, me devolvió a épocas remotas y a esos temibles mitos relacionados con la existencia de seres gigantescos, que los piratas de alta mar contaban en los puertos del Viejo Mundo. De ahí que el cronista italiano Antonio Pigafetta, quien navegó por las costas del Atlántico junto a las huestes de Fernando de Magallanes, escribió que los expedicionarios se encontraron con indios gigantes en la región meridional del continente sudamericano, con personajes que hablaban con voz de toro y tenían el cuerpo y la cara pintados de rojo, a quienes, por su impresionante estatura, los llamaron los patagones, pues se decía que eran tan altos y fornidos, que ni el más alto podía llegarles a la altura de los ojos sino montado sobre el caballo.
 
El gigante de Paruro tiene la cara alargada, los pómulos prominentes y quemados por el sol y el frío, los ojos irradiando los cinco siglos de opresión y menosprecio al indio, la nariz firme y aguileña, los labios carnosos, entreabiertos, y el mentón más amplio que la frente; lleva el poncho plegado y la chompa como un andrajo; tiene una mano nudosa apoyada sobre el hombro del mestizo, quien lo mira desde abajo, y la otra mano, donde las venas parecen lazos enraizados en su piel, sujetando el infaltable lluch’u*, que seguramente se lo calaba hasta más abajo de las orejas para protegerse del frígido soplo del altiplano; sus abarcas, cuyas delgadas suelas parecen aplastadas por el peso de su cuerpo, no tienen hebillas sino tiras que cruzan por entre los dedos y se amarran a la altura del tobillo. Sus pantalones de bayeta, en realidad, no existen, puesto que de tanto remiendo parecen un solo remiendo.
 
Con todo, así como están, me recuerdan al aparapita y a Jaime Sáenz (el viejo comealmas), el poeta surrealista boliviano que, en sus noches de bohemio, frecuentó el submundo de los aparapitas, intentando beber como ellos, con ellos, dos litros de alcohol por día, puesto que estos personajes enigmáticos, acostumbrados a comer la sopa de perejil con la cara contra la pared y lejos de las miradas indiscretas de la gente, no sólo le fascinaban porque viven en íntima relación con los toneles de aguardiente, sino también por su modo de vestir, pues el saco del aparapita, como los pantalones del gigante de Paruro, es una verdadera confección del tiempo y no del sastre.  Aunque la prenda existió en algún momento, fue desapareciendo poco a poco, según los remiendos iban cundiendo hasta aumentarle el peso con relación a su espesor. De modo que los pantalones del gigante de Paruro son una suerte de hilo sobre hilo y tela sobre tela.
 
Sin embargo, lo que deja perplejo de esta imagen no es tanto la vestimenta del indio como el impacto irresistible de su estatura, que a él sabría causarle un complejo de elefante, mientras a sus admiradores una curiosidad insondable, pues ver a un indio gigante, retratado gracias a los misterios de la luz, es siempre un golpe certero contra la percepción de la vista y un modo de  constatar que, a veces, los personajes creados por las aventuras de la imaginación son superados por la realidad contundente.
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Aparapita: Indígena aymará que trabaja como cargador en las ciudades.
Lluch'u: Gorro de lana. Prenda de abrigo para la cabeza.

martes, 11 de septiembre de 2012


EL YATIRI, DE ARTURO BORDA

Tú, yatiri aymara, eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación y de boca en boca.

Tú, apocalípticamente colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo del paisaje -lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero-, se divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus preguntas y despejen sus dudas.

Visto de cerca, pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara -orgulloso de su raza-, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del universo en las hojas de la coca.

Tú, yatiri aymara, conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.

En ti se deposita, desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la bola de cristal.

Tú, conocedor de medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.

Aunque tienes una visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.

Por si no lo sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con una excelente crítica de John Canada.

Algunos dicen que lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.

En 1919, con el dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus contemporáneos.

Es imprescindible leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista Luz y Vida y Rosa Luxemburgo.

Así pues, yatiri aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de ebriedad.

Glosario

Achachila: Espíritu ancestral, divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro, interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble, distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa pequeña usada por los hombres para llevar coca.

Imagen:

El-Yatiri, La Paz, 1918, óleo sobre lienzo. Colección particular.

miércoles, 8 de agosto de 2012

LA MUJER BARBUDA

Cuando clavé la mirada en las luengas barbas de esta mujer, retratada con gorro de tela fina, vestido medieval de cuello ancho y pecho descubierto, se me erizaron los vellos y se me agolpó una sarta de ideas asociadas a las mujeres que, entre anuncios de pasen y vean aquello nunca visto en nuestras carpas, eran exhibidas como monstruos en los espectáculos circenses.

La mujer barbuda, quien responde al nombre de Magdalena Ventura, llegó a Nápoles procedente de Acumulo (región de los Abruzos). El duque de Alcalá, por entonces Virrey de Nápoles, impresionado por su aspecto de extremo hirsutismo, encargó a José Ribera inmortalizarla en una de sus pinturas en 1631. El pintor, consciente de haber encontrado el mejor motivo de su vida, echó mano a la paleta y los pinceles, y la retrató delante de su marido y junto al niño en pañales aupado en sus brazos. No se sabe con certeza si el niño era suyo, pero sí el dato de que esta mujer, según indica la inscripción pintada en el ángulo inferior izquierdo del cuadro, se dejó crecer la barba a los 37 años de edad. De seguro que desde entonces, al mirarse cada mañana ante el espejo, se llevaba las manos sobre el rostro y exclamaba: ¡Oh, madre mía! ¿Qué hice yo para merecer este castigo?

Esta pintura renacentista, que forma parte del Museo Tavera en Toledo, es una magnífica representación de la rareza humana, una obsesión compartida por los señores de las cortes y los pintores de gran maestría y talento, como fue el caso del Españoleto José Ribera, reconocido por su estilo basado en violentos contrastes de luz, un denso plasticismo de las formas, un gran detallismo y una propensión a la monumentalidad compositiva; virtudes que se aprecian en esta espeluznante pintura, donde la mujer barbuda, de frente amplia y mirada serena, tiene los bigotes al ras del labio y la barba crecida hasta el naciente de los senos. El niño de pecho, que yace en las manos robustas y velludas, parece rehuir como por aversión instintiva el pezón de la mujer barbuda, cuyo esposo, retratado en segundo plano por disposición del artista, emerge de las sombras con el rostro demacrado, como quien, por imposición ajena a su voluntad, deja revelar el secreto íntimo de su amada.

Esta mujer barbuda, sin lugar a dudas, sufrió lo indecible en el fondo del alma y maldijo la hora en que fue concebida, como la célebre Olga Roderick, quien, a pesar de haberse casado tres veces y haber dado a luz a dos niños, acabó su vida en una empedernida bohemia, tras haber sido exhibida en circos y películas como una monstruo incomparable. Lo mismo sucedió con la mexicana Julia Pastrana, primero sometida a la indagación de los hombres de ciencia y luego a la curiosidad de un público que la tenía por fenómeno natural. Julia era de sentimientos nobles, pero hirsuta de pies a cabeza, un perfecto híbrido entre humano y orangután. No es casual que su uniceja, bigotes, patillas y barba, se hayan convertido en recursos rentables en manos de un empresario artístico que, aparte de contraer matrimonio con ella, la exhibió por medio mundo como a su peluda cónyuge, hasta que en 1859, estando de gira por Moscú, Julia Pastrana descubrió que estaba embarazada. El 20 de marzo de 1860 vino al mundo, por apenas 35 horas de vida, su único hijo varón. Ella murió al quinto día del parto. Al caer el telón tras el trágico final, los cadáveres, por ordenes expresas del esposo y apoderado, fueron momificados y rematados a la Universidad de Moscú.

La  mujer barbuda, por lo menos hasta principios del siglo XX, se ganaba el pan diario en los circos ambulantes que iban de pueblo en pueblo, donde se la presentaba entre bombos y sonajas: ¡Venga usted, diviértase, admírese! Conozca las desgracias y las miserias de nuestros monstruos. Contemple usted a la auténtica, la genuina, la increíble mujer barbuda y, si se atreve usted, por un par de monedas más podrá tocarle la barba y conversar con ella. Observe usted no a la mujer sirena, no a la mujer más gorda. ¡No! Vea usted, con sus propios ojos, a la mujer barbuda. Sí señor, oyó usted bien, la mujer barbuda; aquélla que, por una maldición divina caída sobre su madre, tuvo la desgracia de nacer como el orangután...

Así, al lado del contorsionista que tocaba el violín con el pie y el malabarista que hacía proezas sobre el lomo del caballo, estaba la mujer barbuda. Ella constituía la pieza clave de un circo clásico, con olor a boñiga de elefante y orín de tigre; ella encarnaba el horror, el suspenso y la monstruosidad; ella era la principal atracción del circo. Por eso el público, a la hora de enfrentarse al espectáculo estelar, se llevaba las manos sobre la boca y los ojos, mientras en la carpa se alzaban voces de admiración y espanto: ¡Ah!... ¡Oh!... ¡Uschh!...

Cada época imaginó sus propios monstruos. Las leyes de la naturaleza y la ciencia instauraron los límites más allá de los cuales el exceso desbordó en mostrar fenómenos naturales. Por eso la mujer barbuda, soportando una suerte de desprecio colectivo, pasó a simbolizar las deformidades, desviaciones, gigantismos, enanismos y otras anomalías. Su aspecto físico no sólo suscitaba escándalos y controversias, sino que fue incorporado a las representaciones y ficciones en las diversas artes, llegando incluso a conformar géneros literarios o cinematográficos que la tenían como figura central.

Durante la Inquisición, la mujer barbuda fue comparada con la bruja, de quien se decía que representaba las pasiones y los instintos reprimidos por el mundo masculino. Claro está, si era tan grande el desprecio, entonces es lógico deducir que esta mujer, retratada con impactante realismo por José Ribera, sufrió los miramientos de su entorno y las presiones sociales de su época, obligándola a vivir recluida entre las cuatro paredes del hogar, donde el único que la miraba a la luz de las candelas era su legítimo marido, ese hombre que encontraba la magia de lo sensual en las zonas pilosas de su mujer, quien, desnuda sobre las pieles de la alcoba, era diferente a las muchachas que, a fuerza de pinzas, navajas y ceras, se depilaban el cuerpo hasta quedar como las crías de una rata.

Una parte de la literatura inquisitorial retrató a la santa barbuda como un reflejo de misoginia. Las mujeres consideradas malignas estaban sintetizadas en la expresión: demonio de mujer. No pocos exploraron el personaje mítico de la mujer barbuda, como expresión del travestismo, para indicar un doble no deseado para la mirada masculina; más todavía, algunos señalan que la mujer masculinizada ocupó un espacio importante en la hagiografía cristiana, a través de la hembra disfrazada de hombre en conventos y mediante la adquisición de abundante pelo que neutralizaba el apetito sexual masculino.

La mujer barbuda, que en esta pintura provoca un vértigo entre lo real  y lo imaginario, es un caso extremo de hirsutismo, un fenómeno natural que llama la atención de la mujer lampiña y provoca la envidia del hombre imberbe; de ese hombre que, desde los umbrales de su pubertad, abrigó el sueño de lucir una hermosa barba al estilo de Marx o Engels.

Por lo demás, el tema tabú del pelo en la mujer ha llegado a tal extremo que hoy es repugnante que alguien tenga zonas pilosas. Quien opine lo contrario debe abstenerse por temor a que lo tilden de perverso y asqueroso, así le fascinen las mujeres que ostentan abundante vello allí donde se los puso Dios.

jueves, 8 de diciembre de 2011


RADIOGRAFÍA DE JULIO CORTÁZAR

Abrigo la esperanza de que alguien pueda compartir conmigo la enorme impresión que causa esta fotografía encontrada en la vidriera de un hospital, donde algún admirador -o admiradora- de Julio Cortázar, luego de recortarla de una revista, la pegó cuidadosamente por las cuatro esquinas. Cuando la miré de cerca, absorto por la iluminación frontal que lo destaca tan vivamente, no resistí a la tentación de llevármela conmigo, dispuesto a describirla para quienes no la conocían. Empero, debo reconocer que no fue tarea fácil, sino un desafío contra la subjetividad que me acechaba a cada instante, pues pasé varias horas queriendo describirla, sin conseguirlo, y sólo quienes hayan pasado noches en vela, con una idea insistente que revolotea en la cabeza, comprenderán la desesperación que supone intentar atrapar las palabras exactas para describir una fotografía que de por sí es una poesía hecha de luz y de sombra.

Querido Julio, en esta fotografía, más que en ninguna otra, nos miras desde el fondo de tus ojos tiernos, mientras tu rostro, marcado por una profunda expresión de melancolía, nos inspira un súbito respeto y admiración por lo que fuiste en la sencillez y el silencio, circunstancias en las cuales aprendiste a comunicarte más con los gestos que con palabras, como todo gran escritor que manifiesta sus pensamientos y sentimientos a través de la palabra escrita, de esos pequeños grafemas que tú, desde niño, escribías con el dedo en el aire, como si se trataran de signos mágicos que nacían de tu imaginación o a partir de un palíndromo, donde la palabra Roma se leía amoR al invertirla.

Al contemplar intensamente esta fotografía, en la cual apareces con la melena y barba leoninas, crecidas con tanta rebeldía como las llamas de tu alma, te imagino en tu escritorio cual gigante perdido en el País de las Maravillas, escuchando las improvisaciones del jazz, leyendo los libros de tu preferencia o, simplemente, acariciando el lomo de tu gata Flanelle, cuyo ronroneo era la única música que rompía la monotonía del silencio.

Apenas miro tu jersey de mangas largas y cuello alto, te imagino en invierno, deslizándote por las calles mojadas de una ciudad grisácea, envuelto en una gran bufanda, y en verano, tendido a la sombra de un árbol, los ojos clavados en el vacío y meditando en la dimensión de tu obra, donde la fantasía y la realidad se funden como las dos caras de una misma medalla. A ratos, me parece oírte hablar con voseo argentino y erre afrancesada sobre Fidel y la revolución cubana, país donde redescubriste la alegría, la solidaridad, la espontaneidad y los temas latinoamericanos, tras haber pasado media vida en París, en esa ciudad que amabas y odiabas al mismo tiempo.

Cuando leí una de tus cartas escritas a Fernández Retamar -Director de Casa de las Américas (nuestra casa)-, me quedé sin aliento y con el corazón partido, ya que no me convencía cómo un cronopio de tu talla podía sentirse solo y extranjero en el barrio 15 de París, recluido en una casita alta y angosta como tu imagen. Mas recién ahora, al releer El perseguidor (ese excelente relato inspirado en Charlie Parker, el famoso Bird, el jazzman que alucinaba con la droga y el alcohol, y hacía alucinar con el saxofón a los amantes de su música), puedo comprender el porqué de tu soledad y tu amor desmedido por la humanidad y sus asuntos, que la vida de Charlie Parker te enseñó a mirar por dentro, desde el fondo mismo del ser, y lejos de la superficialidad que nos corroe cada día. Asimismo, debo decirte que tu sensibilidad -o hipersensibilidad- de hombre de letras te llevó a tomar partido por la justicia social y la defensa de los procesos socio-políticos que expresaban el sentir popular; la prueba está en el compromiso que asumiste con la revolución cubana, con los acontecimientos de mayo del 68 en París o con la revolución sandinista, que tan bien la retrataste en tu Nicaragua tan violentamente dulce. Sin lugar a dudas, tu obra literaria se fundió con las luchas de emancipación desde cuando comprendiste que el socialismo democrático era la única alternativa histórica capaz de abolir la explotación del hombre por el hombre. Pero ahora que ya no estás entre nosotros, porque la muerte te privó de ver los bruscos virajes que se produjeron en el mundo, desde la caída del Muro de Berlín hasta el trágico resurgimiento de los nacionalismos, sólo me cabe imaginar que tú no darías un solo paso atrás, convencido de que la humanidad no volverá la rueda de la historia y resistirá los embates del imperialismo como lo está haciendo Cuba, esa pequeña isla y esa gran causa que tanto amaste en vida.

Así, pues, querido Julio, ante esta hermosa fotografía que te retrata el alma de niño grande y bueno, constato una vez más que fuiste un cronopio de verdad, un ser magnífico cuyo espíritu era portador de los mejores valores humanos, un hombre en quien se podía depositar toda la confianza del mundo como en una cajita que guarda los secretos más íntimos bajo siete llaves; es más, al mirar tus grandes manos pecosas, puedo también constatar que tus brazos de boxeador están aún dispuestos a batirse con los adversarios de los desposeídos en El último round, en ese round en el que te acompañaremos los hinchas de tu obra, que es tan grande como fue tu vida.

Julio Cortázar, foto de Ulla Montan

domingo, 30 de octubre de 2011


EL BUZÓN

Este insólito buzón, que representa a una mujer en posición de cuatro patas, tiene una ranura profunda desde donde termina el casto nombre de la espalda; una ranura abierta por la cual el cartero, sin pudor ni pensar dos veces, introduce los sobres de la correspondencia.

Como ven, a parte del número de la casa, no lleva una etiqueta con el nombre de la persona a quien corresponde este culo público, pero quizás sea mejor, pues así permanecerá en el anonimato y nadie le pedirá explicaciones por exponer el trasero de su mujer, como si fuese un objeto de uso colectivo, donde los peatones pueden pasar y posar sus manos como sobre una manzana partida de un tajo.

Para quienes prefieren a las mujeres en esta postura sexual, toparse con este buzón en la puerta de una vivienda particular, es lo mismo que compartir el libido del dueño de casa, quien, si no nos falla la intuición, debe tener una mujer cuyo mundo trasero fue digno de ser reproducido en este buzón broncíneo, donde cualquiera puede meterle la mano, mientras ella permanece de cuatro patas, como entregándose de retro, con las nalgas expuestas a la luz y el aire.

Este buzón, por su tema y forma, ha superado a los que son verticales u horizontales, y de seguro que, siendo de metal con tratamiento anti-corrosivo, es más perdurable que los fabricados en madera, plástico o aluminio. Sin embargo, no deja de ser motivo de controversias, sobre todo, en una época en que el culo de una mujer, al menos vista desde la perspectiva de las feministas, no puede usarse como un objeto de placer ni compararse con los buzones con otras formas y otros colores, decorados con un motivo animal o vegetal, como esos que se encuentran en el portal, el jardín o el cobertizo de una casa campestre.

Así como está, ofreciéndonos la plenitud de su trasero, no nos permite ver la portezuela que se abre con llave para extraer el correo privado. Pero si le damos la vuelta, lograríamos constatar que lleva un candado en la boca, y cuya llavecita para introducirla y abrirla está sólo en poder del dueño de casa. Él la asegura día a día, como si se tratara de un candado de castidad, para evitar que un ladrón de cartas meta la mano, el dedo u otro objeto ajeno al orificio del candado.

Tampoco parece estar ubicado en una zona discreta del patio de la casa, sino en plena calle, desprovista de valla de acceso a la puerta, por donde pasan y repasan los transeúntes en su diario trajinar. Por lo tanto, el culo abierto de este buzón está a disposición del primero que quiera usar la abertura de esta mujer en posición de cuatro patas, que nos recuerda a una perrita que despierta la pasión de los perros que la abordan con la lengua colgante y babeante, prestos a hincarle los colmillos en el pescuezo y penetrarla con su lanza roja como un clavo recién sacado del fuego avivado de la fragua.

Este buzón, que brilla con luz propia en la calle de una ciudad de cuyo nombre prefiero no acordarme, es un verdadero receptáculo, un culo predispuesto a recibir la correspondencia por la ranura que se le abre como si un certero hachazo le hubiese hendido las carnes, aparte de que un culo convertido en buzón inspira un oleaje de fantasías en quienes se conforman con la simple abertura que tienen en la puerta principal de su apartamento, por donde reciben el correo a diario, siempre por las mañanas y al levantarse de la cama.

No tengo un gusto específico en torno a la forma y el color de los buzones, que de algún modo representan los sueños y deseos de los dueños de casa, pero debo reconocer que también me hubiera gustado recibir mi correspondencia a través del culo abierto de este buzón, que atrae la atención y provoca una sensación de tener a una mujer como Dios la trajo al mundo y como el hombre la puso en la postura del can para saciar sus instintos salvajes.

Lo malo es que este buzón desaparecerá con el paso del tiempo, así esté hecho con un material resistente a las inclemencias de la intemperie, ya que el masivo uso del correo electrónico y el galopante desarrollo de la informática, darán fin con los carteros y con los buzones que hasta hace poco formaban parte del ornamento de una casa.