LA MUJER BARBUDA
Cuando clavé la mirada en las luengas barbas de esta mujer,
retratada con gorro de tela fina, vestido medieval de cuello ancho y pecho
descubierto, se me erizaron los vellos y se me agolpó una sarta de ideas
asociadas a las mujeres que, entre anuncios de pasen y vean aquello nunca
visto en nuestras carpas, eran exhibidas como monstruos en los
espectáculos circenses.
La mujer barbuda, quien responde al nombre de Magdalena
Ventura, llegó a Nápoles procedente de Acumulo (región de los Abruzos). El
duque de Alcalá, por entonces Virrey de Nápoles, impresionado por su aspecto de
extremo hirsutismo, encargó a José Ribera inmortalizarla en una de sus pinturas
en 1631. El pintor, consciente de haber encontrado el mejor motivo de su vida,
echó mano a la paleta y los pinceles, y la retrató delante de su marido y junto
al niño en pañales aupado en sus brazos. No se sabe con certeza si el niño era
suyo, pero sí el dato de que esta mujer, según indica la inscripción pintada en
el ángulo inferior izquierdo del cuadro, se dejó crecer la barba a los 37 años
de edad. De seguro que desde entonces, al mirarse cada mañana ante el espejo,
se llevaba las manos sobre el rostro y exclamaba: ¡Oh, madre mía! ¿Qué hice yo
para merecer este castigo?
Esta pintura renacentista, que forma parte del Museo Tavera
en Toledo, es una magnífica representación de la rareza humana, una obsesión
compartida por los señores de las cortes y los pintores de gran maestría y
talento, como fue el caso del Españoleto José Ribera, reconocido por
su estilo basado en violentos contrastes de luz, un denso plasticismo de las
formas, un gran detallismo y una propensión a la monumentalidad compositiva;
virtudes que se aprecian en esta espeluznante pintura, donde la mujer barbuda,
de frente amplia y mirada serena, tiene los bigotes al ras del labio y la barba
crecida hasta el naciente de los senos. El niño de pecho, que yace en las manos
robustas y velludas, parece rehuir como por aversión instintiva el pezón de la
mujer barbuda, cuyo esposo, retratado en segundo plano por disposición del
artista, emerge de las sombras con el rostro demacrado, como quien, por
imposición ajena a su voluntad, deja revelar el secreto íntimo de su amada.
Esta mujer barbuda, sin lugar a dudas, sufrió lo indecible
en el fondo del alma y maldijo la hora en que fue concebida, como la célebre Olga Roderick, quien, a pesar de haberse
casado tres veces y haber dado a luz a dos niños, acabó su vida en una
empedernida bohemia, tras haber sido exhibida en circos y películas como una monstruo
incomparable. Lo mismo sucedió con la mexicana Julia Pastrana, primero
sometida a la indagación de los hombres de ciencia y luego a la curiosidad de
un público que la tenía por fenómeno natural. Julia era de sentimientos nobles,
pero hirsuta de pies a cabeza,
un perfecto híbrido entre humano y orangután. No es casual que su
uniceja, bigotes, patillas y barba, se hayan convertido en recursos rentables
en manos de un empresario artístico que, aparte de contraer matrimonio con
ella, la exhibió por medio mundo como a su peluda cónyuge, hasta que en 1859,
estando de gira por Moscú, Julia Pastrana descubrió que estaba embarazada. El
20 de marzo de 1860 vino al mundo, por apenas 35 horas de vida, su único hijo
varón. Ella murió al quinto día del parto. Al caer el telón tras el trágico
final, los cadáveres, por ordenes expresas del esposo y apoderado, fueron
momificados y rematados a la Universidad de Moscú.
La mujer barbuda, por
lo menos hasta principios del siglo XX, se ganaba el pan diario en los circos
ambulantes que iban de pueblo en pueblo, donde se la presentaba entre bombos y
sonajas: ¡Venga usted, diviértase, admírese! Conozca las desgracias y las
miserias de nuestros monstruos. Contemple usted a la auténtica, la genuina, la
increíble mujer barbuda y, si se atreve usted, por un par de monedas más podrá
tocarle la barba y conversar con ella. Observe usted no a la mujer sirena, no a
la mujer más gorda. ¡No! Vea usted, con sus propios ojos, a la mujer barbuda.
Sí señor, oyó usted bien, la mujer barbuda; aquélla que, por una maldición
divina caída sobre su madre, tuvo la desgracia de nacer como el orangután...
Así, al lado del contorsionista que tocaba el violín con el
pie y el malabarista que hacía proezas sobre el lomo del caballo, estaba la
mujer barbuda. Ella constituía la pieza clave de un circo clásico, con olor a
boñiga de elefante y orín de tigre; ella encarnaba el horror, el suspenso y la
monstruosidad; ella era la principal atracción del circo. Por eso el público, a
la hora de enfrentarse al espectáculo estelar, se llevaba las manos sobre la
boca y los ojos, mientras en la carpa se alzaban voces de admiración y espanto: ¡Ah!... ¡Oh!... ¡Uschh!...
Cada época imaginó sus propios monstruos. Las leyes de la
naturaleza y la ciencia instauraron los límites más allá de los cuales el
exceso desbordó en mostrar fenómenos naturales. Por eso la mujer barbuda,
soportando una suerte de desprecio colectivo, pasó a simbolizar las
deformidades, desviaciones, gigantismos, enanismos y otras anomalías. Su
aspecto físico no sólo suscitaba escándalos y controversias, sino que fue
incorporado a las representaciones y ficciones en las diversas artes, llegando
incluso a conformar géneros literarios o cinematográficos que la tenían como
figura central.
Durante la Inquisición, la mujer barbuda fue comparada con
la bruja, de quien se decía que representaba
las pasiones y los instintos reprimidos por el mundo masculino. Claro está, si
era tan grande el desprecio, entonces es lógico deducir que esta mujer,
retratada con impactante realismo por José Ribera, sufrió los miramientos de su
entorno y las presiones sociales de su época, obligándola a vivir recluida
entre las cuatro paredes del hogar, donde el único que la miraba a la luz de
las candelas era su legítimo marido, ese hombre que encontraba la magia de lo
sensual en las zonas pilosas de su mujer, quien, desnuda sobre las pieles de la
alcoba, era diferente a las muchachas que, a fuerza de pinzas, navajas y ceras,
se depilaban el cuerpo hasta quedar como las crías de una rata.
Una parte de la literatura inquisitorial retrató a la santa
barbuda como un reflejo de misoginia. Las mujeres consideradas malignas estaban
sintetizadas en la expresión: demonio de mujer. No pocos exploraron el
personaje mítico de la mujer barbuda, como expresión del travestismo, para
indicar un doble no deseado para la mirada masculina; más todavía,
algunos señalan que la mujer masculinizada ocupó un espacio importante
en la hagiografía cristiana, a través de la hembra disfrazada de hombre en
conventos y mediante la adquisición de abundante pelo que neutralizaba el
apetito sexual masculino.
La mujer barbuda, que en esta pintura provoca un vértigo
entre lo real y lo imaginario, es un
caso extremo de hirsutismo, un fenómeno natural que llama la atención de la
mujer lampiña y provoca la envidia del hombre imberbe; de ese hombre que, desde
los umbrales de su pubertad, abrigó el sueño de lucir una hermosa barba al
estilo de Marx o Engels.
Por lo demás, el tema tabú del pelo en la mujer ha llegado a
tal extremo que hoy es repugnante que alguien tenga zonas pilosas. Quien opine
lo contrario debe abstenerse por temor a que lo tilden de perverso y asqueroso,
así le fascinen las mujeres que ostentan abundante vello allí donde se los puso
Dios.
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