viernes, 14 de febrero de 2014


LAS SERPIENTES

No sé exactamente por qué guardé este dibujo entre los recortes de mi archivo, quizás sea porque me trae a la memoria una serie de asociaciones relativas a la maravilla y el peligro, o, simple y llanamente, porque todavía me persigue la imagen espeluznante de esa serpiente que, por esos extraños azares del destino, vi sobre los rieles del ferrocarril de Orcoma, un pueblo de Cochabamba donde viví cuando era niño.

La serpiente, gorda como el tronco de un árbol, yacía dividida en tres partes bajo el sol que caía inundando la tarde. Los curiosos, quienes se dieron cita desde las horas de la mañana, hicieron un ruedo para contemplar de cerca al animal que perdió la vida entre las herrumbrosas ruedas de la locomotora. Me abrí paso entre la gente y, a poco de salir adelante, me enfrente a una realidad que me hizo erizar los pelos, pues la serpiente tenía la cabeza del tamaño de un cordero, los dientes ganchudos en la mandíbula superior y unas rayas negras que le cruzaban a lo largo del lomo; era una serpiente enorme, al menos así me parecía, tan enorme que cuando los pobladores, cuchillos y machetes en mano, se dieron a la tarea de cuartearla, se supo que el carnicero del pueblo no vendió su mercadería por varios días.

Desde entonces, la imagen de esa serpiente se negó a abandonarme. Se metió en mis sueños con una nitidez escalofriante, persiguiéndome con toda su ferocidad y belleza, como si de veras formara parte de mi cuerpo. Lo cierto es que tampoco puedo ni quiero olvidarla, así me siga espantando como cuando miraba a los diablos en el Carnaval de Oruro, donde los danzarines, imitando a los demonios del infierno, lucían serpientes en las máscaras, con una ferocidad semejante a la cabellera de Medusa. Además, la máscara de diablo que le regalaron a mi madre, y que ella colgó como adorno en la pared del cuarto, me causaba un miedo acosador por las noches, sobre todo a la hora de dormir, como empujándome hacia un abismo iluminado por lo fantástico y lo diabólico.

Después supe que la serpiente fue la tentadora del género humano. Según la versión bíblica, cuando el mundo flotaba todavía en el vacío, Dios dijo: Que se haga la luz, que se haga el agua y que se hagan los animales en la tierra, en el aire y en el agua. Después creó al hombre de un montoncito de tierra, le dio vida con su divino aliento, le quitó una costilla y con ella hizo a la mujer, quien fue tentada por la serpiente que le dio de comer la fruta prohibida del Paraíso. Una vez que Adán y Eva se hicieron pecadores por comer del árbol del saber, del bien y del mal, fueron echados del jardín del Edén y condenados a errar por el mundo. Pero como Dios no estaba conforme con el pecado original en el cual incurrieron las criaturas hechas a su imagen y semejanza, condenó a Eva a ser la sierva del marido y a soportar con dolor la gestación y el parto, mientras que a la serpiente, criatura maligna del demonio, le dijo: Tú eres la más maldita entre todos los animales, polvo comerás y sobre tu vientre irás por el resto de tu vida.

Pero mayor fue mi temor cuando supe que la Biblia daba cuenta de otros animales cornudos, como en el relato del Apocalipsis, donde el dragón está simbolizado por un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos, que mata y devora a otros animales, aparte de rebelarse contra la palabra de Dios y enfrentarse al arcángel San Miguel, quien lo vence en un feroz combate y lo expulsa del reino de los cielos.

Los dragones, aunque parecen cuadrúpedos, no dejan de ser reptiles. La palabra griega que los designa (drakon) también significa serpiente. La serpiente cornuda aparece en la alquimia latina del siglo XVI como cuadricornutus serpens (serpiente de cuatro cuernos), símbolo de Mercurio y antagonista de la Trinidad cristiana. Después están los dragones alados de la mitología asiática, donde este animal fabuloso, con patas, cuernos y cola de saurio, es tenido por divinidad del bien, pero también temido como Pitón, la serpiente monstruosa que, según cuenta la leyenda griega, tenía cien cabezas y cien bocas que vomitaban fuego, y que, aun siendo el guardián del viejo oráculo de la Tierra en la fuente de Castalia, fue muerto por las flechas de Apolo en el monte Parnaso, a cuyo pie se alzaban la ciudad y el templo de Delfos, donde Apolo, el joven héroe, de larga cabellera y rara hermosura, presidía el concierto de las Musas, a quienes consagró su vida y su gloria.

Así transcurrió mi infancia, hasta cuando llegó el día en que me vi asaltado por la experiencia de la curiosidad y el aprendizaje. En el colegio entré en contacto con las aventuras de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, el dibujante, escritor y piloto francés que, a principios de la Segunda Guerra Mundial, desapareció misteriosamente a bordo de su aeroplano cerca de la costa de Marsella. El narrador cuenta que una vez, cuando éste tenía seis años de edad, contempló la ilustración de una serpiente-boa que se tragaba una fiera salvaje; un impacto visual que no sólo le hizo reflexionar sobre las aventuras y los peligros de la selva, sino también le motivó a dibujar una serpiente-boa engulléndose a un elefante. Empero, el día en que enseñó su obra maestra a los adultos, preguntándoles si acaso les asustaba su dibujo, ellos, metidos en su mundo lógico y racional, le contestaron al unísono: ¿Por qué habrá de asustarse de un sombrero? Entonces Antoine de Saint Exupéry, extrañado por el modo de razonamiento de los adultos, intentó explicarles que su dibujo no representaba un sombrero, como parecía a simple vista, sino una serpiente-boa digiriendo un elefante.

De modo que la serpiente no sólo era el símbolo del mal, sino también una imagen emblemática del saber y la fuerza, con la cual se identificaban muchos pueblos primitivos, y el símbolo de la moderna química orgánica, pues el químico alemán August von Stradonitz Kekulé, investigando la estructura molecular del benceno, soñó con una serpiente que se mordía la cola; una imagen onírica que le permitió deducir que la estructura del benceno era un anillo cerrado de carbono.

Más adelante supe que las serpientes, al menos en ciertas culturas, eran consideradas animales domésticos y adorados como dioses. Así, la Serpiente Emplumada es una divinidad mitológica presente en la tradición cultural de numerosos pueblos mesoamericanos, debido a que está considerada como el dios del agua y la lluvia. En el México precolombino, por ejemplo, se adoraba a Quetzalcóatl, la divinidad de los aztecas, la serpiente engastada en preciosas plumas de quetzal, que un día se embriagó e incurrió en el pecado de la carne, y al morir, quemado en una hoguera, su corazón ascendió al cielo identificándose con la estrella Venus, mientras sus cenizas se alejaron en una balsa de culebras por la ruta de los volcanes, prometiendo volver otro día por donde nace el sol, con la felicidad en sus alas y la venganza en sus escamas.

En la cosmovisión andina, la serpiente (katari en aimara, amaru en quechua) es una deidad que está relacionada con el rayo (illapa) y con el agua, que corre por los canales de irrigación, ríos y vertientes. Se dice también que todo lo que compone la vida está escrito en las escamas de Amaru, la serpiente alada, con ojos cristalinos, hocico rojizo, cabeza de llama y cola de pez. Tiene la propiedad de ser una serpiente voladora que, al igual que Kukulkan o Quetzalcóatl, cumple la función de ser una deidad comunicadora entre el cielo y la tierra. Asimismo, debido a la fortaleza y vitalidad que representa la serpiente en la cultura de los Andes, dos de los caudillos indígenas, que lucharon contra la dominación española durante la colonia, asumieron el seudónimo de Túpac Amaru y Túpac Katari, como símbolo de la rebelión indígena tanto en Perú como en Bolivia.

El dragón de la mitología china, a diferencia de los dragones de la mitología occidental, no echaba llamas sino nubes por la boca; tenía la cabeza de camello, los cuernos de ciervo, los ojos de demonio, las orejas de buey, el pescuezo de serpiente, la piel escamada, la panza parecida a las ostras, las patas de tigre y las garras de águila. No obstante, en el mundo mitológico se lo representaba con propiedades humanas. Su elemento principal era el agua y poseía poderes sobrenaturales sobre la lluvia y los ríos, los lagos y las tormentas. El dragón, en su función de espíritu protector, formaba parte del mundo de los inmortales y mantenía relaciones con los dioses, quienes lo usaban para cabalgar por los cielos.

Si el león era el símbolo de las monarquías europeas, el dragón era el símbolo de los emperadores chinos, quienes se retrataban sentados sobre él y acompañados del ave Fénix. El dragón pasó a formar parte de la vida cotidiana de los pueblos asiáticos; en su honor se celebran fiestas cada quincena del primer mes del año y en su honor se representa la danza del dragón, una antigua tradición que se conserva viva hasta nuestros días. 

Como es de suponer, al descubrir que la serpiente tenía otras connotaciones en las culturas y religiones ajenas a Occidente, me puse a pensar en que la versión bíblica no era la única ni la más sagrada. Pero mayor fue mi sorpresa al saber que entre las tribus de la Amazonía, donde los hombres viven en simbiosis con la naturaleza y respetan la vida de los animales como a su propia vida, existen chamanes que aseveraban haberse encontrado con el espíritu de las serpientes muertas, como cuando Hamlet se encontró con el espíritu de su padre en el drama de Shakespeare.

En la actualidad, la creencia de que las serpientes son animales de mal augurio y criaturas del demonio ha dejado de tener sentido, sobre todo, desde que los zoólogos empezaron a construir terrarios para exhibirlos como especies raras pero no peligrosas, como ocurre en el terrario de Skansen, en Estocolmo, donde vi de cerca a una hermosa serpiente que, arrastrándose lentamente en su hábitat artificial, me dirigió una mirada triste, como diciéndome: Aquí me tienen, arrancado de mi medio natural y metido en esta caja de cristal, donde unos me miran con admiración y otros con insoportable espanto.

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