EL YATIRI, DE ARTURO BORDA
Tú, yatiri aymara, eres
el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria; eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu, cuyas tradiciones y conocimientos, probados en
actos rituales mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en
generación y de boca en boca.
Tú, apocalípticamente
colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor que te
retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre el chal,
mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo brebaje a los
cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu propia vida. En el fondo
del paisaje -lejos de tu wallqepu, vasija de barro, pan y sombrero-, se
divisa la tenue línea del horizonte, donde se junta el lago sagrado de los
incas con el majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el
suelo y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud de
admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan sus
preguntas y despejen sus dudas.
Visto de cerca, pareces
un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies descalzos, los
pantalones remendados y el poncho que, más que poncho, es un harapo tendido
sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la melena desgreñada y el porte de
un marinero en tierra, y, aunque tienes hincada una rodilla y la espalda
encorvada como un arco, no posees el aspecto de un indígena aymara -orgulloso
de su raza-, sino la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios
del universo en las hojas de la coca.
Tú, yatiri aymara,
conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el anverso y
el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda, las hojas de la
coca son los residuos de una doncella presumida, quien solía burlarse del amor
de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo y sus encantos. Entonces los
yatiris y amautas, en su afán de evitar que los hombres perdieran la cabeza y
se quitaran la vida lanzándose al precipicio, solicitaron la muerte de la
doncella, cuyo cuerpo fue seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo
andino. Al cabo de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados
sus despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer la
mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y el hambre.
Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y extraer el jugo de las
hojas de la coca, no sólo con fines ceremoniales, medicinales y recreativos,
sino también con el propósito de rendirle culto a la Pachamama, quien
tuvo la voluntad de trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto,
que tú sabes usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de
cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes divinas
de tus ancestros y la sabiduría popular.
En ti se deposita, desde
tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu ayllu; representas
la verdad y la justicia, y eres el hijo pródigo que vive invocando a las deidades
de la teogonía andina: al Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha;
a la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores del Akhapacha;
a los Supaya y espíritus malignos y benignos del Manqhapacha.
Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño, muerto y revivido por el rayo, puedes ver
la luz en el caos del universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los
chamanes, hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes
sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de procedimientos y
rituales mágicos, que no son una comunicación real con los espíritus del más
aquí y del más allá, sino simples actos de birlibirloque y superchería; la
prueba está en que tú puedes mirar en las hojas de la coca lo que el oráculo
sibilino no puede ver en la bola de cristal.
Tú, conocedor de
medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por las
ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la perdió en el
laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que la curación, aparte de
ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo entre lo natural y lo divino.
Aunque tienes una visión
aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no te
cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu wallqepu, donde
llevas la coca, las plantas medicinales y las piedras mágicas que vas
recogiendo a lo largo del camino. Usas esas piedras de diversos colores y
tamaños como talismanes para liberar el alma de quienes están sometidos a los
maleficios de las artes ocultas de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los
sueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales.
Por si no lo sabías, el
artista que te retrató respondía al nombre de Arturo Borda (La Paz,
Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y narrador, fue un
sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio empedernido que conoció los
infiernos del alcohol y descendió hacia los bajos fondos del lumpen, en medio
de un ambiente hostil que no supo rescatar su talento sino muchos años después
de su muerte, cuando la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su
excepcional vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la
tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato de mis
padres», haya aparecido en el diario The New York Times en 1965, con
una excelente crítica de John Canada.
Algunos dicen que lo
vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la ciudad, en
tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto deplorable, que
cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un andariego de la limosna. Sin
embargo, casi todos coinciden en señalar que ese artista, tenido injustamente
por loco, era más cuerdo que el Sancho de Don Quijote y más decente que un
caballero de capa y sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de
la luz y la oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.
En 1919, con el dinero
que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó a Buenos Aires
con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las galerías porteñas. A su
retorno a Bolivia, frustrado por algunos intermediarios, empezó a abandonar los
pinceles y la paleta para retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de
silencio y aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria El
Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado mental, como parece
sugerirlo el título, sino la confesión de una mente lúcida que se adelantó a la
mediocridad de sus contemporáneos.
Es imprescindible leer El
Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres gruesos volúmenes
en 1966, para darse cuenta que en sus páginas, forjadas en el yunque de la
realidad y la fantasía, se esconde un excelente artista de la pluma y el
pincel, cuya voz angustiosa y solitaria se alza como eco desde el fondo de un
espíritu atormentado por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida
sentimental, salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su
juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación de
varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y director de
escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda socialista Luz y Vida y Rosa Luxemburgo.
Así pues, yatiri aymara,
el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates, como deben ser los
grandes talentos que hacen de su vida una obra de arte, a pesar de vivir
asediados por la incomprensión y la ignorancia. Si me preguntas cómo murió, la
respuesta es categórica: falleció de un modo trágico, después de haber ingerido
ácido muriático, más por equivocación que por un acto suicida, en estado de
ebriedad.
Glosario
Achachila: Espíritu ancestral,
divinidad encarnada en las montañas.
Akhapacha: Suelo, aquí, este
lugar.
Alaxpacha: Cielo, espacio
indefinido donde se mueven los astros.
Ayllu: Familia extensa, grupo
consanguíneo, comunidad andina.
Aparapita: Cargador indígena.
Manqhapacha: Subsuelo, adentro,
interior.
Marka: Caserío, aldea, pueblo de corto
vecindario.
Pachamama: Madre tierra.
Supaya: Demonio, diablo.
Tata-Mallku: Jefe, noble,
distinguido.
Yatiri: Adivino, vidente, el
que sabe.
Wallqepu: Talega de lana, bolsa
pequeña usada por los hombres para llevar coca.
Imagen:
El-Yatiri, La Paz, 1918,
óleo sobre lienzo. Colección particular.
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