ESCRIBANOS Y ESCRITURAS
Cierta noche, libre de los menesteres del quehacer
literario, decidí visitarle al Tío* para que, con su sabiduría infernal, me
arrojara algunas luces sobre la condición del escritor y los tejemanejes del
arte de la escritura.
–El escritor –dijo con firmeza–, para distinguirse del resto
de los mortales debe tener una fantasía a raudales y, en el mejor de los casos,
reunir algunas condiciones como ser rengo, tartamudo, tuerto, jorobado,
manco...
–¿Cómo así?
–Como lo oyes –contestó categórico–. El escritor no necesita
ser bello, galán de cine ni modelo de pasarelas, sino un cerebro destinado a
inventar historias que se las cree él mismo. El verdadero escritor tampoco debe
parecerse a los escribanos de pacotilla, a esos figurones que, haciendo gala de
una falsa palabrería, ejercen de escribanos ocasionales; cuando en realidad, no
son más que unos pobres diablillos que se esfuerzan por ser algo en la vida sin
llegar a ser nada ni nadie. Y, lo más
importante, el escritor debe llevar a cuestas una pluma mágica que le
permita convertir en literatura todo lo que toca, así como el rey Midas
convertía en oro lo que tocaba con las manos.
Me quedé de piedra y casi-casi convencido de que ser
escritor era más difícil que escalar el Himalaya y, por añadidura, soportar un
castigo parecido al de Sísifo. El Tío, al sentir lo que sentía en mis adentros,
me miró de sesgo y preguntó:
–¿Desde cuándo te dedicas a este noble oficio?
–Desde cuando un amigo, cansado de mi cháchara, me dijo que
no hablara tanto y que mejor me dedicara a escribir un libro. Así mis palabras no entrarían por una oreja
y saldrían por la otra, sino que penetrarían por los ojos y se grabarían en la
memoria, como cuando las sensaciones más fuertes se quedan atravesadas en
el cuerpo y la mente.
–¿Sólo por eso?
–No sólo por eso –repliqué–, sino también porque la
escritura me sirve para rescatar mi infancia perdida y recuperar mi capacidad
de asombro ante el mundo que me rodea, y porque me encanta jugar con la
fantasía de los lectores y saber que, aun estando encerrado en mi escritorio
como un prisionero en una celda solitaria, puedo inventar ventanas en las
paredes para que el lenguaje, fundido en las criaturas de la imaginación, se
fugue por ellas y alcance la libertad plena entre los lectores.
El Tío, consciente de que reunía las condiciones para
convertirme en el indiscutible escribano del diablo, puso la cara risueña, hizo
rechinar los colmillos y dijo:
–Ahora que sé el porqué te dedicas a la literatura,
permíteme que te dé un par de consejos para que no caigas en las trampas del
lenguaje ni cometas los errores de los chambones...
Le miré a los ojos y escuché atento.
–La prosa debe escribirse sin artificios técnicos ni
piruetas lexicales –dijo–. El arte de escribir no consiste en adornar el
lenguaje sino en desnudarlo, en podar el follaje y en cortar las flores, en
procura de que la prosa, en lugar de ser intrincada y retorcida, esté libre de
palabras superfluas y sea clara y sencilla. Lo florido en literatura es la
impronta de los aprendices y no de los escribanos profesionales, quienes
ostentan un poquito de talento y otro poquito de conocimiento. Quien escriba
con palabras rimbombantes, queriendo dárselas de inteligente, no revela otra
cosa que su falta de tino para trabajar con el lenguaje y causa un efecto
contrario a su propósito, pues, como bien enseña el manual de Satanás, es menos
notorio ser inteligente y hacerse pasar por tonto, que ser un tonto y pretender
pasar por inteligente...
–Ah, carachos –prorrumpí–. ¿Algún otro consejito más?
–Recuerda siempre que lo importante en literatura no es QUÉ
se escribe, sino CÓMO se escribe. La imaginación del autor, por medio de la
escritura, tiene que hacer visible lo invisible. Pero si no se aprende a
trabajar con la palabra, menos se puede transmitir con autenticidad los
pensamientos y sentimientos. Si los poetas escriben a contrapelo del lenguaje,
en un intento de sorprendernos, una y otra vez, con metáforas que descifran los
misterios de la vida y la muerte, el narrador debe escribir a contra corriente,
contra los sistemas de poder y contra la estupidez de la gente, no sólo porque
la prosa llega más, sino porque debajo de una lluvia de poetas hace falta el
caudaloso río de un narrador...
–¿Y qué opinión te merece el libro?
–El libro, además de ser la radiografía del alma, es un
hermoso objeto y una suerte de cofre literario donde se guarda la memoria
personal y colectiva, con todos sus atributos hechos de realidad y fantasía. El
libro, lleno de lúcidas miniaturas y alusiones ocultas, revela la esencia del
autor, por mucho que a éste, durante el proceso de la creación, le duela el
corazón y la memoria, le estrangule el pasado y le angustie el presente.
–¿Y qué me dices del lector?
–El lector es el cómplice secreto del autor y ambos
comparten las aventuras de la imaginación. El lector ama las palabras que
contienen los libros, la textura del papel, el olor de la tinta, el volumen y
hasta el peso que gravita entre sus manos como una lápida cincelada por la
vida, la pena y la alegría. No sé si te sirva mi opinión sobre el libro y la
lectura, pero aquí te paso mi decálogo: 1. Leer es abrir las puertas y ventanas
del mundo, volar por los espacios de la imaginación y zambullirse en las aguas
de la fantasía. 2. El libro es un amigo que no engaña y un maestro que no
regaña. 3. Leer es descubrir el tesoro de la memoria colectiva. 4. El libro es
la criatura del alma que se hace mayor con los lectores. 5. Un libro escrito
con amor es leído con el corazón. 6. Si el libro es una flor, el lector es
picaflor. 7. Leer los cuentos de la tradición oral, que no tienen autores ni
dueños, es mirarse de cuerpo entero en los espejos del ingenio popular. 8. El
libro es el templo del lenguaje. 9. En principio fue el verbo y el verbo se
hizo libro. 10. El libro es la metáfora perfecta del conocimiento humano.
Me resultó difícil seguir con atención su decálogo, pero con
la seriedad con que lo enumeró, uno por uno, me dio la sensación de que, aun no
sabiendo leer ni escribir, tenía una idea cabal del libro y la lectura.
–¿Estás conforme con mi decálogo? –preguntó casi tapándome
la boca y acaso sin importarle mi humilde opinión.
–Sí –contesté, poniéndome el índice en la sien para indicar
con ello que todas sus palabras estaban ya en mi cabeza. Luego añadí–: Seguiré
tus consejos y seguiré siendo tu escribano, así los envidiosos digan que tuve
una revelación tuya en la oscuridad de la mina, como Ingmar Bergman tuvo una
revelación divina en la cámara oscura...
Él esbozó una sonrisa diabólica y, transmitiéndome una
fortaleza mágica para detener las críticas como un acantilado detiene el embate
de las olas, concluyó:
–Tienes que afrontar ese reto de la vida, porque el éxito,
mal que te pese, siempre viene acompañado por la envidia.
Le agradecí por sus sabias enseñanzas y me despedí con suma
reverencia, seguro de que sus palabras me ayudarían a ser mejor escribano y a
mejorar mis escrituras, en las que él cobró ya vida propia desde el día en que entró
en mi casa.
* Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros
le temen y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y
aguardiente.
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